en el silencio.
Ya era oficial: la acusada era Elizabeth. Young sintió un estremecimiento dentro del pecho, como si una célula inactiva de alivio y esperanza hubiera estallado y estuviera esparciendo chispas de electricidad por su cuerpo, destruyendo el miedo que se había apoderado de su vida. Aunque había pasado casi un año desde que Pak quedó libre de sospechas y arrestaron a Elizabeth, Young se había negado a creerlo del todo, y se había preguntado todo el tiempo si no sería un truco, una trampa; si hoy, en el comienzo del juicio, no anunciarían que ella y Pak eran los verdaderos acusados. Pero ahora la espera había terminado, y después de varios días en los que se presentarían pruebas —“pruebas contundentes”, dijo el fiscal— Elizabeth sería declarada culpable y ellos podrían cobrar el dinero del seguro y reconstruir sus vidas. Basta de vivir en suspenso.
Los miembros del jurado entraron en hilera. Young miró a esas doce personas —siete hombres y cinco mujeres— partidarios de la pena de muerte, que habían jurado estar dispuestos a votar por la inyección letal. Ella se había enterado de eso la semana anterior. El fiscal había estado de muy buen humor, y cuando ella preguntó por qué, le explicó que los posibles jurados que más probabilidades tenían de mostrarse compasivos con Elizabeth habían sido desechados porque estaban en contra de la pena de muerte.
—¿Pena de muerte? ¿Como la horca, por ejemplo? —preguntó ella.
Su preocupación y espanto debieron de ser visibles, porque a Abe se le borró la sonrisa:
—No, por inyección; drogas endovenosas. Es indolora.
Él le explicó que no necesariamente la condenarían a muerte, que era solo una posibilidad; pero de todos modos Young temía ver a Elizabeth, seguramente con expresión aterrada, enfrentando a las personas que tenían el poder de poner fin a su vida.
Hizo un esfuerzo y miró a Elizabeth sentada en la mesa de la defensa. Parecía una abogada, con el cabello rubio retorcido en un rodete, traje verde oscuro, collar de perlas y tacones altos. Young casi no la había reconocido, estaba tan distinta de antes, cuando usaba cola de caballo, equipo deportivo arrugado y calcetines de pares diferentes.
Qué ironía: de todos los padres de los pacientes, Elizabeth había sido la más desaliñada, pero la que tenía al hijo más manejable. Henry, su único hijo, había sido un niño bien educado que, a diferencia de muchos otros pacientes, podía caminar, hablar, controlaba esfínteres y no hacía berrinches. Durante la sesión informativa, cuando la madre de los mellizos con autismo y epilepsia le había preguntado a Elizabeth: “Perdón, pero ¿por qué traes a Henry? Se lo ve tan normal”, ella había fruncido el entrecejo, como ofendida. Recitó una lista: trastornos obsesivo-compulsivos, déficit de atención con hiperactividad, trastornos de procesamiento sensorial y autismo, trastornos de ansiedad; y luego comentó lo difícil que era pasarse los días investigando sobre tratamientos experimentales. Parecía no darse cuenta de lo quejosa que sonaba rodeada de niños en sillas de rueda y con sondas alimenticias.
El juez Carleton le indicó a Elizabeth que se pusiera de pie. Young supuso que ella se echaría a llorar mientras él leía las acusaciones, o al menos se ruborizaría y bajaría la vista. Pero Elizabeth miró al jurado de frente, pálida, sin parpadear. Young estudió su rostro impávido, vacío de expresión y se preguntó si estaría aturdida o en estado de shock. Pero Elizabeth no parecía desconectada, sino serena. Casi feliz. Tal vez Young estaba tan acostumbrada a verla con el ceño fruncido y expresión preocupada, que la ausencia de eso hacía que pareciera contenta.
O quizás los periódicos tuvieran razón. Tal vez Elizabeth había estado tan desesperada para deshacerse de su hijo, y ahora que estaba muerto, finalmente tenía un poco de paz. Quizás había sido un monstruo desde el principio.
MATT THOMPSON
HABRÍA DADO CUALQUIER COSA POR no estar allí hoy. Tal vez no el brazo derecho entero, pero sí uno de los tres dedos que le quedaban. Ya era un monstruo al que le faltaban dedos, ¿qué diferencia hacía uno más? No quería ver reporteros ni relampagueos de flashes cuando cometiera el error de cubrirse la cara con las manos —sentía vergüenza al imaginar cómo la luz del flash se reflejaría sobre la cicatriz brillosa que cubría el muñón deforme de su mano derecha. No quería oír a gente susurrando: “Mira, es el médico estéril”, ni enfrentar a Abe, el fiscal, que en una oportunidad lo había mirado ladeando la cabeza, como si analizara un rompecabezas y le había preguntado: “¿Han pensado en adoptar, Janine y tú? Tengo entendido que en Corea hay muchos bebés con cincuenta por ciento de sangre blanca”. No quería conversar con sus suegros, los Cho, que chasqueaban la lengua y bajaban la vista al ver sus heridas, ni escuchar a Janine regañándolos por cómo se avergonzaban ante cualquier defecto, cosa que ella diagnosticaría como otro más de los prejuicios e intolerancias “típicamente coreanos”. Y lo que menos quería era ver a alguien de Miracle Submarine: ni a los otros pacientes, ni a Elizabeth, y decididamente, tampoco a Mary Yoo.
Abe se puso de pie y al pasar delante de Young, cubrió con su mano la de ella, que estaba apoyada sobre la barandilla. Se la palmeó con suavidad y ella sonrió. Pak apretó los dientes y cuando Abe le sonrió, estiró los labios como para devolverle el gesto, pero no lo logró. Matt pensó que a Pak, al igual que a su propio suegro coreano, no le gustaba la gente de color y pensaba que uno de los mayores defectos de Estados Unidos era que tenía un presidente afroamericano.
Cuando Pak conoció a Abe, se sorprendió. Miracle Creek y Pineburg eran sumamente provinciales y blancos. Los miembros del jurado eran todos blancos. El juez era blanco. La policía, los bomberos, todos blancos. No era el sitio donde uno imaginaría que habría un fiscal negro. Bueno, tampoco era el sitio donde uno esperaría tener a un inmigrante coreano manejando un minisubmarino que brindaba una supuesta terapia médica, pero allí estaba.
—Damas y caballeros del jurado, me llamo Abraham Patterley y soy el fiscal. Represento al Estado de Virginia contra la acusada, Elizabeth Ward —dijo Abe y señaló a Elizabeth con el índice. Ella se sobresaltó, como si no hubiera sabido que era la acusada.
Matt miró el dedo índice de Abe y se preguntó qué haría el fiscal si lo perdiera, como le había sucedido a él. Justo antes de amputárselo, el cirujano le había dicho:
—Gracias a Dios que esto no afecta demasiado tu carrera. Imagínate si hubieras sido pianista o cirujano.
Matt había pensado mucho en eso. ¿Qué trabajo existía que no se viera demasiado afectado por la amputación del índice y dedo medio derechos? Hubiera puesto al de abogado en la lista, pero ahora, viendo cómo Elizabeth se marchitaba ante ese único ademán de Abe y el poder que le daba ese dedo, ya no estaba seguro.
—¿Por qué está Elizabeth Ward aquí hoy? Ya han escuchado los cargos de los que se la acusa: incendio premeditado, agresión, intento de homicidio —continuó Abe, y se quedó mirando a Elizabeth antes de volverse hacia el jurado—: Homicidio.
”Las víctimas están aquí, dispuestas a contarles lo que les sucedió… —hizo un ademán hacia la primera hilera de asientos—, a ellos y a las otras dos víctimas: Kitt Kozlowski, amiga de Elizabeth Ward desde hace muchos años, y Henry Ward, el hijo de ocho años de la acusada, que no pueden contárselo en persona, porque están muertos.
”El tanque de oxígeno de Miracle Submarine explotó alrededor de las 20:25 del 6 de agosto de 2008, lo que provocó un incendio incontrolable. Había seis personas adentro, y tres en los alrededores. Dos de ellas murieron. Cuatro sufrieron heridas graves y estuvieron internadas durante meses, paralizadas o con miembros amputados.
”La acusada debía estar dentro del submarino con su hijo. Pero no lo estaba. Les dijo a todos que se sentía mal. Dolor de cabeza, congestión, etcétera. Le pidió a Kitt, la madre de otro paciente, que vigilara a Henry mientras ella descansaba. Llevó vino que había traído de su casa al arroyo cercano. Fumó un cigarrillo de la misma marca que dio origen al incendio y utilizó fósforos iguales a los que desataron el incendio.
Abe miró al jurado.
—Todo lo que les acabo de decir está comprobado. —Cerró la boca y se quedó en silencio, para enfatizar