Angie Kim

El juicio de Miracle Creek (versión latinoamericana)


Скачать книгу

Submarine. Oxígeno puro. Alta presión. ¡A recuperarse, juntos! —Todos aplaudieron. Las madres lloraron.

      Y ahora, aquí estaban las mismas personas, serias, sombrías. La esperanza del milagro se había evaporado de sus rostros y fue reemplazada por la curiosidad de los que compran publicaciones sensacionalistas en el supermercado. Y también por lástima… si era por ella o por sí mismos, no lo sabía. Había esperado ver ira, pero sonrieron al verla pasar y tuvo que recordarse que aquí ella era la víctima. No era la acusada, a la que culpaban por la explosión que había matado a dos pacientes. Se repitió lo que Pak le decía todos los días —que la ausencia de ambos en el galpón aquella noche no había causado el fuego y que él no habría podido evitar la explosión ni siquiera si se hubiera quedado con los pacientes— y trató de devolverles la sonrisa. Sabía que era bueno que la apoyaran. Pero sentía que no lo merecía, que estaba mal, que era como un premio ganado haciendo trampa, y en lugar de levantarle el ánimo, la cargaba con el peso de que Dios vería la injusticia y la corregiría, le haría pagar por las mentiras de alguna otra manera.

      Cuando Young llegó a la barandilla de madera, reprimió el impulso de saltarla y sentarse en la mesa de la acusada. Se ubicó con su familia detrás del fiscal, junto a Matt y a Teresa, dos de los que habían quedado atrapados dentro de la cámara aquella noche. Hacía mucho que no los veía, desde el hospital. Ninguno la saludó; mantuvieron la mirada baja. Ellos eran las víctimas.

      *

      El tribunal estaba en Pineburg, la ciudad vecina a Miracle Creek. Cosa extraña, los nombres; todo lo contrario de lo que uno esperaría. Miracle Creek no parecía ser un sitio donde ocurrieran milagros, a menos que se considerara un milagro que la gente viviese ahí durante años sin enloquecer de aburrimiento. El nombre “Miracle” y sus posibilidades de marketing (además del precio bajo de las propiedades) los había atraído allí a pesar de que no había una comunidad asiática; inmigrantes tampoco, en realidad. Quedaba a una hora de la ciudad de Washington, y era fácil llegar en coche desde concentraciones densas de modernidad como el aeropuerto de Dulles, pero daba la sensación de ser un pueblo aislado de la civilización, en un mundo completamente diferente. Había senderos de tierra en lugar de aceras de hormigón. Vacas en lugar de automóviles. Graneros de madera decrépitos, no rascacielos de acero y vidrio. Era como entrar en una película en blanco y negro. El pueblo daba la impresión de haber sido utilizado y descartado; la primera vez que Young lo vio, sintió el impulso de tomar toda la basura que tenía en los bolsillos y arrojarla bien lejos.

      Pineburg, a pesar del nombre insípido y la proximidad con Miracle Creek, era encantadora; sobre las calles angostas y empedradas había tiendas de estilo chalet, pintadas de colores brillantes. Las de la calle principal le recordaban su mercado favorito en Seúl, con las famosas hileras de productos frescos: espinaca verde, pimientos rojos, cebollas moradas, caquis anaranjados. Por la descripción, podía parecer estridente, pero era lo opuesto, como si colocar los colores fuertes uno al lado de otro los apagara, dejando una impresión de belleza y elegancia.

      El tribunal estaba en la base de una colina, rodeado de viñas plantadas en hileras rectas sobre las laderas. La precisión geométrica brindaba una calma mesurada; resultaba apropiado que el edificio de la justicia estuviera en el medio de hileras ordenadas de viñas.

      Esa mañana, mientras contemplaba el tribunal, con sus columnas blancas altas, Young pensó que era lo que más se acercaba a los Estados Unidos que había imaginado. En Corea, después de que Pak decidió que ella debía mudarse a Baltimore con Mary, había ido a librerías y buscado imágenes de Estados Unidos: el Capitolio, los rascacielos de Manhattan, el centro turístico de Inner Harbor en Maryland. En los cinco años que llevaba en el país, no había visto ninguna de esas cosas. Los primeros cuatro años había trabajado en una tienda de almacén a cinco kilómetros de Inner Harbor, pero en un vecindario al que llamaban el “gueto”, lleno de casas cerradas con tablones de madera y botellas rotas por todos lados. Una pequeña bóveda de vidrio blindado: eso había sido Estados Unidos para ella.

      Era curioso lo desesperada que había estado por escapar de ese mundo descarnado y, sin embargo, ahora lo echaba de menos. Miracle Creek era insular, con residentes de muchos años, que según decían ellos mismos, estaban allí desde hacía generaciones. Pensó que tal vez fueran lentos para abrirse, de modo que se concentró en entablar amistad con una familia vecina que le había parecido especialmente agradable. Pero con el tiempo comprendió que no eran agradables, sino amablemente antipáticos. Young los conocía muy bien. Su propia madre había pertenecido a esa clase de gente que utiliza los buenos modales para tapar su antipatía, igual que otros usan perfume para disimular el mal olor: cuanto peor huelen, más perfume se ponen. Esos buenos modales tan tiesos —la perpetua sonrisita de labios cerrados de la esposa, el “señora” que colocaba el esposo al comienzo o al final de cada oración— mantenían a Young a distancia y reforzaban su condición de desconocida. Si bien sus clientes más frecuentes en Baltimore habían sido malhumorados, groseros y protestones, y se quejaban de todo, desde los precios demasiado altos a los refrescos calientes y las rebanadas de fiambres demasiado finas, había sinceridad en su ordinariez, una especie de intimidad cómoda en sus gritos. Como sucede entre hermanos. Nada que disimular.

      Cuando Pak se reunió con ellas en Estados Unidos el año anterior, se pusieron a buscar vivienda en Annandale, la zona coreana de la ciudad de Washington, a una distancia lógica en coche de Miracle Creek. El incendio había terminado con todo eso y seguían en su alojamiento “temporario”. Una casucha desvencijada en un pueblo desvencijado, lejos de todo lo que había visto en los libros. Hasta el día de hoy, el lugar más elegante de Estados Unidos donde había estado Young había sido el hospital en el que Pak y Mary estuvieron internados durante meses después de la explosión.

      *

      Había mucho ruido en la sala del tribunal. No era la gente —víctimas, abogados, periodistas y vaya uno a saber quién más— la que lo causaba, sino dos antiguos aparatos de aire acondicionado en las ventanas detrás del juez. Chisporroteaban como cortadoras de césped cada vez que se encendían y apagaban, y como no estaban sincronizados, esto sucedía de manera intercalada: primero uno, luego el otro, luego el primero otra vez; como un llamado de apareamiento de extrañas bestias mecánicas. Cuando enfriaban, zumbaban y traqueteaban en tonos diferentes, lo que hacía que a Young le picaran los oídos. Sentía el deseo de introducirse el dedo meñique en el oído, llegar al cerebro y rascarlo.

      La placa del vestíbulo decía que el tribunal era un sitio histórico de 250 años de antigüedad y solicitaba donaciones para la Sociedad de Preservación del Tribunal de Pineburg. Young no podía creer que existiera un grupo cuyo único propósito era evitar que este edificio se tornara moderno. Los estadounidenses se enorgullecían tanto de que las cosas tuvieran una antigüedad de doscientos años, como si ser antiguo fuera un valor en sí mismo. (Desde luego, esta filosofía no se aplicaba a las personas). No parecían darse cuenta de que el mundo valoraba a Estados Unidos justamente porque no era un país antiguo, sino moderno y nuevo. Los coreanos eran todo lo contrario. En Seúl existiría una Sociedad de Modernización dedicada a reemplazar los pisos y las mesas de madera “antiguos” de este tribunal por la elegancia del mármol y el acero.

      —Todos de pie. Entra en sesión el Tribunal Penal del Condado de Skyline, presidido por el honorable juez Frederick Carleton III —anunció el oficial, y todos se pusieron de pie.

      Menos Pak. Sus manos aferraron los apoyabrazos de la silla de ruedas; las venas verdosas de las manos y las muñecas sobresalían, como ordenándoles a los brazos que cargaran con el peso de su cuerpo. Young se movió para ayudarlo, pero se contuvo, sabiendo que para él sería peor necesitar ayuda para algo tan básico como ponerse de pie que directamente no hacerlo. Pak se preocupaba demasiado por las apariencias, y por cumplir con las normas y las reglas… las prototípicas cosas coreanas que a ella nunca le habían importado (porque el patrimonio de su familia le permitía el lujo de poder ser inmune a ellas, diría Pak). De todos modos, Young comprendía la frustración que sentía él por ser la única persona sentada en la multitud. Eso lo hacía vulnerable, como un niño, y ella tuvo que contener el impulso de protegerle el cuerpo con las manos y ocultar su vergüenza.

      —Orden en la sala, por favor. Caso