para comunicarse con Pak.
Era un motivo bastante creíble, pero la realidad era que Matt prefería estar en la periferia del grupo. A las mamás les gustaba conversar, intercambiar protocolos de tratamientos experimentales y contar sobre sus vidas. Estaba muy bien para ellas, pero él era diferente. Era médico y para empezar, no creía en terapias alternativas. Además, no tenía hijos, mucho menos niños con necesidades especiales. Deseaba haber podido ingresar con una revista o papeles para leer, cualquier cosa para protegerse de sus preguntas constantes. Era irónico que estuviera allí para tratar de tener hijos, cuando a cada momento se preguntaba: ¿Por Dios, de verdad quiero niños? ¡Es tanto lo que puede salir mal!
—Entonces —prosiguió Matt—, comienza la presurización. Simula lo que se sentiría en una inmersión real.
—¿Cómo es eso? Explíquenos a los que no hemos paseado nunca en submarino —dijo Abe, e hizo sonreír a varios de los miembros del jurado.
—Es como cuando aterriza un avión. Se sienten los oídos tapados, como que van a estallar. Pak presurizaba muy lentamente, para minimizar la incomodidad, por lo que el proceso llevaba unos cinco minutos. Una vez que estábamos en 1.5 ATM, eso es como dieciocho metros bajo el nivel del mar, nos colocábamos los cascos de oxígeno.
Uno de los asistentes de Abe le alcanzó un casco de plástico transparente.
—¿Como este?
Matt lo tomó.
—Sí.
—¿Cómo funciona?
Matt se volvió hacia el jurado y señaló el anillo de latex azul de la parte inferior:
—Esto se coloca alrededor del cuello y toda la cabeza va adentro —dijo, y estiró la abertura como si fuera el cuello alto de un suéter y metió la cabeza dentro de la burbuja transparente—. Después, el tubo —agregó, y Abe le alcanzó un rollo de plástico transparente. Parecía una viborita interminable, de esas que cuando se desenrollan miden tres metros.
—¿Para qué es eso, doctor?
Matt colocó el tubo dentro de una abertura en el casco, a la altura de la mandíbula.
—Conecta el casco con la válvula de oxígeno dentro de la cámara. Detrás del granero hay tanques de oxígeno, que se conectan por los tubos a las válvulas. Cuando Pak abría el oxígeno, este viajaba por los tubos hasta nuestros cascos. El oxígeno inflaba el casco, como si fuera una pelota.
—Lo que le da el aspecto de tener la cabeza dentro de una pecera —comentóAbe, sonriendo, y los miembros del jurado rieron. Matt se dio cuenta de que Abe les caía bien: un tipo sencillo que decía las cosas sin vueltas y no se comportaba como si fuera más inteligente que ellos—. ¿Y después, qué?
—Muy simple. Los cuatro respiramos normalmente, e inspiramos oxígeno puro al cien por ciento durante sesenta minutos. Al final de la hora, Pak cerraba el paso de oxígeno, nos quitábamos los cascos, se despresurizaba la cámara y salíamos —concluyó Matt y se quitó el casco.
—Gracias, doctor Thompson. Su explicación ha sido muy útil. Ahora me gustaría detenerme en la razón por la que estamos aquí, en lo que sucedió el 26 de agosto del año pasado. ¿Recuerda ese día?
Matt asintió.
—Disculpe, es necesario que responda de manera verbal. Para el taquígrafo del tribunal.
—Sí —carraspeó y se aclaró la voz—. Sí.
Abe entornó los ojos ligeramente, luego los abrió grandes, como si no supiera si disculparse o mostrarse entusiasmado por lo que venía.
—Cuéntenos, en sus propias palabras, lo que sucedió aquel día.
La sala se movió; casi de manera imperceptible, todos los cuerpos que estaban en el estrado del jurado y en el salón se inclinaron un centímetro hacia adelante. Para esto habían venido: no solo para enterarse de los detalles morbosos —las fotografías ampliadas y los restos chamuscados del equipo—, aunque eso también contaba, sino por el drama mismo de la tragedia. Matt lo veía a diario en el hospital: huesos fracturados, accidentes automovilísticos, sustos con el cáncer. La gente lloraba, desde luego —por el dolor, la injusticia, los problemas resultantes— pero siempre había uno o dos miembros de cada familia que se energizaban por estar en la periferia del sufrimiento. Cada célula del cuerpo les vibraba a una frecuencia un poco más alta, como si se hubieran despertado de la mundana latencia de sus vidas cotidianas.
Matt se miró la mano arruinada, el pulgar, el anular y el meñique que sobresalían de la masa rojiza. Volvió a carraspear. Había relatado la historia muchas veces. A la policía y a los médicos, a los investigadores de la compañía de seguros, a Abe. Una vez más, la última, se dijo. Un último recorrido por la explosión, por el ardor del fuego, por la destrucción de la cabecita de Henry. Después nunca más iba a tener que hablar de ello.
TERESA SANTIAGO
HABÍA SIDO UN DÍA TÓRRIDO. De esos en los que uno empieza a sudar a las siete de la mañana. Sol pleno después de una lluvia torrencial de tres días; el aire estaba denso y pesado, como el interior de una secadora llena de ropa húmeda. Había estado esperando con agrado la inmersión de la mañana: iba a ser un alivio estar encerrada en una cámara con aire acondicionado.
Al ingresar en el predio, Teresa estuvo a punto de atropellar a una persona. Un grupo de seis mujeres con letreros caminaba en círculo, como en un piquete. Teresa había aminorado y estaba tratando de leer los letreros, cuando una persona se le cruzó por adelante. Frenó en seco y logró esquivarla.
—¡Por Dios! —exclamó, mientras bajaba del coche. La mujer siguió caminando, sin mirarla, ni gritarle, ni hacerle un gesto obsceno—. Perdón, pero ¿qué está pasando? Necesitamos entrar —dijo Teresa al grupo. Eran todas mujeres con letreros que decían “SOY UN NIÑO, NO UN RATÓN DE LABORATORIO”; “ÁMAME, ACÉPTAME, NO ME ENVENENES” y “MEDICINA DE MATASANOS = MALTRATO INFANTIL”, todo escrito con letras mayúsculas en colores primarios.
Una mujer alta, de cabello corto canoso, se le acercó:
—La calle es terreno público. Tenemos derecho de estar aquí para impedirles el paso. La OTHB es peligrosa, no funciona y lo único que están haciendo ustedes es mostrarles a sus hijos que no los aman como son.
Un automóvil hizo sonar el claxon detrás de ella. Era Kitt.
—Estamos aquí a unos metros. No les prestes atención a estas locas —dijo, y señaló calle abajo. Teresa cerró la puerta de la camioneta y la siguió. Kitt no anduvo demasiado, solamente hasta la siguiente zona de detención, un claro en el bosque. Por entre el follaje espeso se veía correr el arroyo Miracle, hinchado, oscuro y perezoso después de la tormenta.
Matt y Elizabeth ya estaban allí.
—¿Quién diablos es esa gente? —preguntó Matt.
Kitt se dirigió a Elizabeth.
—Sé que estuvieron diciendo cosas horribles sobre ti y amenazando con locuras, pero nunca se me ocurrió que harían algo al respecto.
—¿Las conoces? —preguntó Teresa.
—Solo de sitios online —respondió Elizabeth—. Son fanáticas. Todos sus hijos padecen autismo y ellas van por ahí declarando que así es como tiene que ser y que todos los tratamientos son un engaño, que son crueles y matan a los niños.
—Pero la oxigenoterapia no es así en absoluto —objetó Teresa—. Matt, tú puedes explicarles.
Elizabeth sacudió la cabeza.
—No hay modo de razonar con ellas. No podemos dejar que nos afecte. Vamos, llegaremos tarde.
Entraron por el bosque para evitar a las manifestantes, pero no dio resultado. Ellas los vieron y corrieron hacia allí para bloquearles el camino. La mujer de pelo canoso blandía un folleto con la imagen de una cámara hiperbárica rodeada de llamas y el