Lisa Mosconi

El cerebro XX


Скачать книгу

confinada a la salud de nuestros órganos reproductivos. Hay que aclarar que todos estos procedimientos sin duda han cambiado y mejorado la vida de millones de mujeres alrededor del mundo; sin embargo, esas líneas de investigación, indagación e intervención son consecuencia directa de un entendimiento reduccionista de lo que es una mujer.

      LA SALUD DEL CEREBRO ES LA SALUD DE LA MUJER

      Desde mi posición como directora de la Iniciativa del Cerebro Femenino en el Colegio Médico Weill Cornell y directora asociada de la primera Clínica para la Prevención del Alzhéimer en Estados Unidos, diariamente reviso las noticias para ver si se publica un encabezado que hasta hoy no ha aparecido. Se trata de una historia sobre los efectos en la salud femenina de una parte del cuerpo que ningún bikini cubrirá jamás: el cerebro.

      La salud del cerebro femenino es uno de los temas menos estudiados, un asunto desde siempre ignorado como resultado del paradigma médico típicamente masculino. De algún modo, en el panorama de cosas que deben importarle a una mujer, su cerebro rara vez ha figurado. Además, muy pocos médicos poseen el conocimiento o el marco de referencia adecuado para abordar cómo la salud cerebral se desarrolla de forma distinta en las mujeres.

      En mi práctica profesional, también dependo de las pruebas femeninas que mencioné antes para entender mejor y ayudar a nuestras pacientes. Sin embargo, cuando pienso en la salud de la mujer, también me apoyo en técnicas de imagen cerebral como la imagen por resonancia magnética (IRM) y la tomografía por emisión de positrones (TEP) para ver lo que sucede dentro del cerebro de nuestras pacientes. Porque es justo ahí donde se desarrollan las dinámicas verdaderamente trascendentales de la salud femenina. Mucho más que nuestros senos y trompas de Falopio, nuestro cerebro está bajo la peor amenaza.

      Si eso suena hiperbólico, aquí comparto las estadísticas que la mayoría de la gente desconoce, las mujeres:

       Son dos veces más propensas que los hombres a padecer ansiedad y depresión.

       Tienen tres veces más posibilidades que los hombres de ser diagnosticadas con una enfermedad autoinmune, incluyendo aquellas que atacan el cerebro, como la esclerosis múltiple.

       Son cuatro veces más propensas a sufrir migrañas y dolores de cabeza que los hombres.

       Son más propensas que los hombres a desarrollar meningiomas, los tumores cerebrales más comunes.

       Sufren más derrames cerebrales que los hombres.

      Si miramos esto desde la perspectiva de la neurociencia, nos percataremos de un peligro de mucho mayor impacto en nuestro futuro colectivo e individual. Se está gestando una epidemia silenciosa e inminente que dejará una huella enorme en las mujeres, la cual la mayoría de la gente desconoce por completo.

      El alzhéimer nos tiene en la mira

      El alzhéimer acecha el siglo XXI. No existe en el mundo una persona que no tenga una historia personal de cómo la enfermedad ha tocado a alguien querido, ya sea un padre, abuelo, un pariente cercano o amigo entrañable. Más allá del dolor de estas historias personales, ha emergido una narrativa colectiva mucho más amplia.

      De todos los retos que enfrenta el envejecimiento cerebral, nada se compara con la escala sin precedentes del alzhéimer, la cual se ha convertido en la forma más común de demencia,1 que hoy afecta a 5.7 millones de personas en Estados Unidos. Con las tasas en aumento al ritmo actual, la enfermedad prácticamente se triplicará para 2050, lo que se traduce en que 15 millones de estadunidenses padecerán alzhéimer. Para contextualizar, esa cifra equivale a las poblaciones totales de Nueva York, Chicago y Los Ángeles juntas. ¡A escala global, el número de pacientes con alzhéimer será igual a la cantidad de pobladores de Rusia y México! Por tanto, nos enfrentamos a una epidemia de alzhéimer.

      Es necesario tomar en cuenta que estas cifras no son equitativas respecto a las víctimas. Poca gente sabe que el alzhéimer tiene su propia epidemiología, con una representación muy grande entre un grupo específico de la población: las mujeres. De hecho, el alzhéimer las afecta predominantemente. Permítanme compartir la estadística más contundente y sorprendente: actualmente, dos de cada tres pacientes de alzhéimer son mujeres.

      En la actualidad, la amenaza del alzhéimer es tan grande como la del cáncer de mama para la salud de las mujeres. Las mujeres de sesenta años son dos veces más propensas a desarrollar alzhéimer que cáncer de mama. Sin embargo, el cáncer de mama está claramente identificado como un problema de salud femenino, mientras que el alzhéimer no. Uno de los datos más sorprendentes acerca de la enfermedad2 es que una mujer de cuarenta y cinco años tiene 20 por ciento de probabilidad de desarrollar alzhéimer, mientras que un hombre de la misma edad sólo 10 por ciento. Esto de ninguna manera pretende restarle importancia al sufrimiento que experimentan los hombres con alzhéimer. Sin embargo, debemos aceptar que serán muchas más las mujeres que padecerán la enfermedad. Y ésa es sólo la primera parte.

      La segunda es que, cuando se trata de proporcionar los cuidados que exige esta crisis, también son las mujeres quienes llevarán la mayor parte de la carga, pues serán reclutadas, ya sea advertida o inadvertidamente, como cuidadoras de tiempo completo. Actualmente, 10 millones de mujeres estadunidenses brindan cuidado y asistencia sanitaria no remunerada a seres queridos con demencia, mientras cargan con los altos costos emocional y financiero derivados de esta tarea avasalladora.

      Es momento de aceptar estas cifras para encarar la epidemia global y para reconocer, investigar y reaccionar ante la crisis focalizada de salud que les espera a las mujeres. Recientemente, a las científicas como yo nos ha emocionado la idea de descubrir aquello que hace que las mujeres seamos más susceptibles al alzhéimer, así como a otras condiciones médicas que afectan el cerebro. Nuestras investigaciones han planteado una serie de preguntas existenciales y científicas que invitan a la reflexión, entre las cuales las más importantes son: ¿por qué está sucediendo?, ¿podemos evitarlo?, ¿cómo es posible que aún no lo hayamos estudiado?

      Para cambiar el futuro, debemos enfrentar los errores del pasado

      A lo largo de la historia de la humanidad, ciertas condiciones médicas han afectado a mujeres y hombres de manera distinta. Lo que nos llevó a entender (y malinterpretar) esas condiciones en relación con la salud de la mujer es una historia mucho más corta. Cabe destacar que no se trató de un intento deliberado por socavar la salud femenina, pero tampoco fue un proceso que considerara cómo nos perjudicarían ciertas decisiones.

      En la década de 1950 y principios de 1960, era muy común recetar una medicina llamada talidomida para tratar las náuseas en mujeres embarazadas. Algunos años después, quedó claro que aquello que antes era considerado un tratamiento inocuo había provocado defectos de nacimiento severos en los niños. Esto ocasionó que la Administración de Medicamentos y Alimentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) prohibiera el uso del medicamento. También recomendaron que se excluyera a las mujeres en edad fértil de todos los ensayos clínicos exploratorios hasta que existiera evidencia incontrovertible de su seguridad y efectividad para evitar riesgos al feto.3 Sin embargo, esa postura precautoria fue malinterpretada y aplicada a todo tipo de ensayos clínicos, lo cual terminó por descartar a las mujeres de cualquier edad (desde la pubertad hasta la menopausia) para participar en investigaciones médicas. Como resultado, las mujeres tampoco aportaban información a la investigación médica.

      Por si esto fuera poco, los estudios con animales también se enfocaban en los machos, pues se pensaba que los ciclos menstruales de las hembras ocasionaban que éstas fueran demasiado “impredecibles” para ser estudiadas. De tal suerte que, durante décadas, la investigación científica se realizó mayoritariamente en ratones machos, células masculinas y pacientes masculinos, lo cual proporcionó a la práctica de la medicina información inaplicable (o aplicada de forma inconsistente) a la mitad de la población. Lo “masculino” era considerado “la norma”.

      Más adelante, la epidemia de sida en la década de 1980 supuso el primer desafío a las políticas “proteccionistas” que impedían la participación de las mujeres en la investigación. Los activistas lucharon con diligencia para convencer a la FDA de poner a disposición