ser y son practicados de muchas maneras diferentes, pues cada sector contribuye con los propios colores de su realidad y cultura local, respetando siempre la Madre Tierra y nuestros valores comunes y compartidos. (LVC, 2015, p. 3)
En la última década se ha producido un número considerable de material académico en ciencias sociales que promueve el debate en torno a estos conceptos — soberanía alimentaria y agroecología— y discute su capacidad emancipadora y su sostenibilidad productiva (Sevilla Guzmán y Martínez Alier, 2006; Holt-Giménez, 2009; Martínez-Torres y Rosset, 2010, 2014). Por otro lado, un grupo influyente de académicos ha venido planteando una serie de preguntas sobre la capacidad real de la agroecología y la soberanía alimentaria para alimentar a un mundo en constante crecimiento demográfico. Algunas de estas voces sugieren que estas propuestas romantizan la realidad, ya que no todas las comunidades rurales poseen condiciones agroecológicas que permitan la soberanía alimentaria (Bernstein, 2013; Li Murai, 2015).
No es el objetivo de este capítulo profundizar en este debate, pero es importante reconocer que la agroecología y la soberanía alimentaria, como propuestas, no reúnen consensos. Aunque algunos de los argumentos planteados por pensadores escépticos (del mundo occidental, en su mayoría) les dan razón para serlo, analizaré y trataré de entender su negación dentro del contexto del pensamiento abismal, tal como lo desarrolla el teórico portugués Boaventura de Sousa Santos (2007).
El pensamiento abismal en los sistemas productivos
El pensamiento dominante en el debate sobre los sistemas alimentarios y las prácticas agrícolas más convenientes es propenso a invisibilizar las experiencias y los conocimientos de los pueblos del denominado Sur global y, de esa manera, revela su tendencia imperialista. La multiplicidad de experiencias y conocimientos locales es irrelevante, superflua e inexistente desde la perspectiva de las narrativas dominantes, que provienen de aquellos que creen conocer las rutas metodológicas para dar respuesta a los desafíos que el mundo propone. Por lo tanto, hay una exclusión persistente de las formas locales de pensar y entender el campo por parte de aquellos que detentan el poder sobre lo que es y lo que no.
Boaventura de Sousa Santos (2007) lo llamó pensamiento abismal: la existencia de una “línea separatista” que determina qué tipo de conocimiento y qué formas de ver el mundo deben ser válidos y cuáles no, dentro de un sistema donde el “otro lado de la línea” se atribuye el derecho a juzgar y a decidir. Hay, por lo tanto, una invisibilización estructural y sistemática de todo aquello que esté del otro lado de la línea, “del lado de allá”:
Su visibilidad se basa en la invisibilidad de las formas de conocimiento que no encajan en ninguna de estas formas de saber. Me refiero a los saberes populares, laicos, plebeyos, campesinos, o indígenas del otro lado de la línea. Estos desaparecen como conocimientos relevantes o conmensurables, por encontrarse más allá del universo de lo verdadero y lo falso. (Santos, 2007, p. 5)
Las reflexiones de Santos se centran en una realidad macro entre el Norte y el Sur globales, no geográficos, sino geopolíticos, por el hecho evidente de que hay sur en los países del Norte (geográfico) y norte en los países del Sur.4 Así mismo, geográficamente, hay fracturas abismales en contextos locales, dentro del Sur y dentro del Norte.
Las otras formas del saber, que no pertenecen al mundo que conquista, juzga y decide, no solo son invisibilizadas, sino que deben ser combatidas y eliminadas. Cuando Santos (2007) anuncia la existencia de una especie de fascismo social, afirma que una de sus formas de manifestación es el fascismo territorial:
Bajo diferentes formas, la usurpación original de tierras como prerrogativa del conquistador y la subsiguiente “privatización” de las colonias están presentes en la reproducción del fascismo territorial y, más en general, en las relaciones entre los terratenientes y los campesinos sin tierra. (Santos, 2007, p. 17)
En Mozambique (figura 1), la relación entre los propietarios de tierras (élites políticas locales e inversionistas agrícolas) y el campesinado se traduce en la subyugación del segundo por los primeros, ya que usurpan las tierras más fértiles y mejor ubicadas, enviando a los campesinos pobres a zonas con poca accesibilidad y lejos de los mercados. En el caso de Mozambique, el fascismo territorial se puede identificar en la invasión de los territorios campesinos.
Figura 1. Machamba (finca) agroecológica de una familia campesina en Zambezia, Mozambique
Foto: Diogo Cardoso.
En su mayoría, los actos de usurpación de tierras son defendidos —e incluso promovidos— por sectores gubernamentales, en la creencia de que es necesario convertir a los campesinos en productores de agricultura intensiva orientada por el mercado (Silva, 2017), es decir, introducirlos en la cadena mundial de producción y comercialización de productos agrícolas.
Esta visión tiene sus fundamentos en el enfoque neoclásico defensor del neoliberalismo. El Plan Estratégico para el Desarrollo del Sector Agrario (Pedsa, 2010-2019), aprobado por el Gobierno de Mozambique, es un ejemplo. El Pedsa declara abiertamente que su objetivo es transformar el sector agrícola mozambiqueño en un sector más orientado hacia el negocio, basado en los principios de la Revolución Verde. No es difícil concluir que esta visión deriva de las teorías sobre el desarrollo, promovidas por instituciones del Bretton Woods y otros actores, como la Organización Mundial del Comercio. Estas teorías se basan en la creencia de que hay fuertes vínculos entre la liberalización, el crecimiento económico y el aumento de los niveles de vida de las poblaciones más vulnerables. Sostienen la idea de que la agricultura campesina es retrógrada y es la responsable de la inseguridad alimentaria y la pobreza rural en Mozambique. De este modo, marginalizan e invisibilizan una pluralidad de saberes y conocimientos mantenidos por millones de productores locales, en un país que es predominantemente rural. Más del 70 % de la población mozambiqueña es rural y depende, en su mayoría, de la práctica de la agricultura para su sustento. Introducir el sector agrícola mozambiqueño en la cadena global de producción y comercialización representa una amenaza para los saberes agrícolas locales y campesinos.
La eliminación de prácticas agrícolas tradicionales es también un acto de violencia cognitiva contra el campesinado, en beneficio del poder cognitivo de las corrientes dominantes.
El trabajo político-organizativo y productivo de los campesinos y campesinas de la Unión Nacional de Campesinos de Mozambique, al mismo tiempo que reclama justicia cognitiva, desafía el pensamiento abismal y se opone al fascismo territorial. La diversidad de propuestas ideológicas y métodos productivos, que caracteriza a los grupos asociativos que componen la UNAC, enfrenta y niega aquello que Boaventura de Sousa Santos llama monocultura del saber (Santos, 2007, 2019), en un contexto en el que la racionalidad formal, la instrumental y la económica se utilizan como herramientas para la dominación, el control, la eficiencia y la economización (MartínezTorres y Rosset, 2014).
Justicia cognitiva y jerarquías entre los conocimientos
Los discursos más moderados en el debate que he estado propiciando apelan, no obstante, a una coexistencia de conocimientos de la agricultura campesina y el agronegocio. Como se ha verificado, la agricultura campesina ocupa una posición periférica, de dependencia, porque, como argumentan los más moderados, los campesinos necesitan de los hacendados para volverse más productivos y competitivos.
Esta coexistencia ha demostrado ser la de las jerarquías abstractas entre los saberes (Santos, 2007), es decir, se basa en la superioridad abstracta del modelo agroindustrial.
El concepto de justicia cognitiva, tal como lo acuñó Visvanathan (1997), presupone el reconocimiento de la diversidad de saberes y expresa el derecho de convivencia entre diferentes formas de conocimientos, el cual encuentra resonancia en lo que Boaventura de Sousa Santos (2007) llama ecología de saberes.
La justicia cognitiva reconoce el derecho de las diferentes formas de conocimiento a coexistir, pero