sus párpados perdieron la batalla y se cerraron.
Capítulo 4
Lo estaban vigilando.
La sensación de que había un par de ojos clavados en él, en cada uno de sus movimientos, atravesó la opresiva y espesa niebla que lo rodeaba.
Alain intentó resurgir, recuperar la conciencia y abrir los ojos. Cuando lo consiguió, tuvo que controlarse para no dar un grito de sorpresa.
A unos quince centímetros de su rostro, había un morro de perro.
Alain dio un bote y una punzada de dolor lo recorrió de arriba abajo. Gimió.
El perro, en respuesta, se alzó y lo lamió. Alain hizo una mueca que expresaba lo poco que le placía esa reacción.
—Bienvenido otra vez.
La risueña voz sonó a su espalda. Un segundo después, Kayla estaba ante sus ojos.
Se había cambiado de ropa. Seguía llevando los mismos vaqueros ajustados, pero en vez de camiseta lucía un suéter verde que realzaba el color de sus ojos, entre otras cosas.
—¿Cuánto tiempo llevo fuera de circulación? —preguntó, alzando lo ojos hacia ella.
Kayla se inclinó para darle una palmadita en la cabeza a Winchester. El perro había pasado toda la noche junto a Alain. Era indudable que se estaba creando un vínculo, al menos desde el punto de vista del perro.
—Has dormido toda la noche —le dijo Kayla. Ella la había pasado en el sillón, frente a él, para asegurarse de que no empeoraba—. Y bastante tranquilo —añadió. Luego, porque él había mencionado un nombre de mujer en sueños, no pudo resistirse a preguntar—. ¿Quién es Lily?
La pregunta lo pilló por sorpresa. Se preguntó si esa mujer conocía a su madre. Le parecía dudoso, dado que estaba entregada a sus animales y a su madre sólo le gustaban los animales de dos patas y, a ser posible, en su cama.
—Mi madre, ¿por qué? —preguntó, intrigado.
—La llamaste un par de veces durante la noche —ladeó la cabeza con aire curioso—. ¿Llamas a tu madre por su nombre de pila?
Ella había tenido unos seis años cuando descubrió que sus padres tenían otros nombres que no eran «papi» y «mami». No se imaginaba llamándolos por su nombre de pila.
—No, en realidad no —dijo él. Como no recordaba lo que había soñado, no sabía por qué había dicho el nombre de su madre; pero no conocía a ninguna otra Lily—. ¿Has estado toda la noche observándome dormir? —preguntó, sin entender la razón de que hubiera hecho algo así, y sintiéndose reconfortado sin saber por qué.
Kayla se rió y movió la cabeza.
—Somos algo pueblerinos por aquí, pero no estoy tan desesperada. No, no he pasado toda la noche observándote, yo también he dormido —le aseguró.
Lo cierto era que había dormido poco. Él había tenido una respiración muy trabajosa durante un rato y la había preocupado haberse excedido en la dosis de calmante. Así que lo había estado vigilando, pero Alain no tenía por qué saberlo.
—He hecho lo mismo que haría por cualquiera de mis pacientes —le dijo—. Aunque no tengas pelaje. ¿Cómo va el dolor de cabeza?
Hasta oír la pregunta Alain no se había dado cuenta de que el coro de diablillos había dejado de golpetear. Se tocó la frente para comprobar que seguía estando en su sitio.
—El dolor de cabeza ha desaparecido —dijo con asombro. La noche anterior había pensado que su cabeza estaba a punto de abrirse en dos y que el dolor duraría eternamente. Pero, aparte de las punzadas en las costillas, se encontraba bien.
—Me alegro —Kayla asintió complacida. Fue hacia la cocina—. ¿Tienes hambre?
Él estuvo a punto de decir que no. Nunca tenía hambre por la mañana y se alimentaba de café solo durante varias horas. Pero sentía un pinchazo en el estómago, seguramente porque no había cenado la noche anterior.
—Sí, creo que sí —asintió.
—Pareces sorprendido —comentó Kayla, notando el titubeo de su voz.
—Lo estoy —admitió él—. No suelo tener hambre por la mañana.
Ella adivinó que seguramente no tenía tiempo para notarla. La gente de la ciudad solía apresurarse para llegar pronto a ninguna parte. Había sido una de esas personas, y lo sabía bien.
—El aire del campo abre el apetito.
—¿Consideras que estamos en el campo? —preguntó él, sorprendido por el comentario.
—¿Tú no? —le devolvió ella.
—Anoche tenía la sensación de estar en Oz —bromeó él—. Pero suelo asociar «campo» con terreno agrícola.
Kayla pensó que era una opinión admisible. Para ella, cualquier lugar en el que hubiera menos de cien personas por metro cuadrado era campo.
—Hace tiempo, aquí sólo había granjas. Aún quedan algunas —le dijo. Le gustaba visitarlas cuando tenía oportunidad. Además, las familias que tenían terreno solían estar dispuestas a adoptar a algunos de sus perros—. Dedicadas al maíz y las fresas, en su mayoría —añadió.
Ariel daba vueltas a su espalda, recordándole en silencio que aún no le había puesto su comida. Eso recordó a Kayla a su pregunta original.
—¿Qué te apetece?
La pregunta le quitó el aliento. Sin ser consciente de ello, había estado observando cómo los senos de Kayla subían y bajaban bajo el suéter verde con cada respiración. No podía contestar lo que tenía en la punta de la lengua porque la guapa veterinaria habría pensado que era un sinvergüenza. Tal vez lo fuera, pero lo que más le apetecía en ese momento era estar con Kayla, sin el suéter verde y en una situación íntima.
—Lo que vayas a tomar tú —contestó, mirando a Winchester. El perro seguía mirándolo fijamente, como si esperara que cometiese un desliz.
—Entonces, huevos y tostadas —repuso Kayla, satisfecha con la respuesta.
A él lo sorprendió la respuesta. Había asumido que Kayla sería vegetariana. La mitad de las mujeres a las que conocía arrugaban la nariz ante cualquier cosa que no proviniera del suelo, de un árbol o de un tallo. Además, había supuesto que la risueña veterinaria sería adicta a las dietas saludables.
—¿No sabes que los huevos son malos? —preguntó, observando su rostro.
—Exageraciones —Kayla movió la cabeza—. Es perfectamente aceptable tomar cuatro huevos a la semana. Y tienen muchos elementos nutritivos. Mi bisabuelo tomó huevos a diario toda su vida y cumplió los noventa y seis.
—Podría haber vivido diez años más si hubiera evitado los huevos —aseveró Alain.
—Tienes sentido del humor —dijo ella con una gran sonrisa—. Eso me gusta.
Él sintió que sus palabras le cosquilleaban la piel, calentándola. Era la típica reacción de un adolescente y Alain no supo cómo interpretarla. Supuso que se debía al calmante que ella le había dado la noche anterior.
Por otro lado, Kayla sintió que algo se removía en su interior al ver cómo la miraba. Su sonrisa hacía que se le acelerara el pulso. Decidió no darle importancia, esas sensaciones no darían problemas. Ella no pensaba hacer nada al respecto, y estaba casi segura de que él no podía. Para cuando pudiera, se habría marchado de allí.
—Casi me olvido —dijo, antes de salir—. Tengo buenas noticias.
De inmediato, él pensó en su BMW.
—¿Mi coche está bien? —preguntó, animoso.