inclinó la cabeza. Si se fijó en el sudor que cubría su frente, no lo mencionó.
—No lo dudo —dijo, retrocediendo.
Entonces él se dio cuenta de que no estaban solos. Todos los perros estaban detrás de ella. Pero Winchester, el más pequeño de la ecléctica jauría, estaba delante. Mirándolo a él, no a ella.
—Si necesitas ayuda para volver, dile a Winchester que venga a buscarme. Estaré en la sala, preparando el desayuno.
—¿En la sala? —repitió él—. ¿No haces el desayuno en la cocina?
—Sí. Cuando hay electricidad. Pero no es el caso, y en la sala hay chimenea.
—¿Vas a guisar en la chimenea? —preguntó él, incrédulo. La mayoría de las mujeres que conocía ni siquiera sabían encender el gas. Para ellas la vida dura implicaba comer en un restaurante de menos de cinco estrellas.
—Imagínate que estás de acampada —dijo ella, guiñándole un ojo.
Él observó cómo se alejaba, disfrutando del bamboleo de sus caderas con cada paso.
Hizo un esfuerzo para apartarse de la pared y entrar al cuarto de baño, pensando que era una situación muy doméstica. Cerró la puerta justo a tiempo para que Winchester no entrara con él.
«Demasiado doméstica», pensó.
Nunca se quedaba a desayunar cuando se acostaba con una mujer. Y tenía menos que ver con que no solía desayunar que con el hecho de que nunca se quedaba toda la noche, por muchas horas que pasasen haciendo el amor. Dormir con alguien habría abierto una serie de puertas y asunciones que no cabían en su vida.
Las únicas relaciones que quería con el sexo opuesto eran temporales, no vinculantes. Igual que su madre. Lily Moreau se había casado con tres hombres, padres de sus tres hijos, pero incluso esas uniones se habían disuelto. El resto de sus relaciones, innumerables, habían durado poco. Su madre tenía una regla: disfrutaba de una relación hasta que dejaba de hacerlo. Entonces cambiaba de rumbo antes de que lo hicieran ellos.
La vida era demasiado corta para anclarse en un sitio y esperar a que llegara el dolor.
Alain se miró en el espejo. Una sombra de barba rubia crecía en sus mejillas y mentón, pero aparte de eso no tenía mal aspecto.
Oyó un ruido al otro lado de la puerta y decidió vestirse antes de que ella volviera a interesarse por él. No sabía qué pensar de Kayla MacKenna. Era mucho más amigable de lo que él consideraba prudente, teniendo en cuenta cómo vivía. Le extrañaba que estuviera sola; tenía que haber una historia tras eso.
Maldijo al darse cuenta que ponerse los pantalones lo había agotado. El accidente había tenido mas consecuencias de lo que había creído. Hizo un esfuerzo para ponerse los calcetines y la camisa; decidió dejar la chaqueta para después.
Se echó agua en el rostro y abrió la puerta.
Estuvo a punto de pisar al perro escayolado.
Capítulo 5
DiÓ un paso atrás para no pisarlo y tuvo que agarrarse a la puerta para mantener el equilibrio. Se tragó una ristra de palabrotas que imaginaba que a Kayla no le habría gustado oír.
Winchester lo miró con ojos de adoración, color chocolate fundido. Alain soltó el aire, movió la cabeza y rodeó al animal. Winchester lo siguió, pisándole los talones.
—Tu perro no deja de seguirme —rezongó Alain, mirando a lo que se había convertido en su sombra de cuatro patas.
Kayla estaba inclinada sobre la chimenea, haciendo el desayuno. El resto de los perros esperaban pacientemente a que les diera de comer. Ella miró por encima del hombro y sonrió.
—Me he dado cuenta. Creo que te ha adoptado.
—Pues dile que me «desadopte» —farfulló Alain, pensando que sólo le faltaba eso. Fue lentamente hasta el sofá. Winchester cojeó tras él, intentando no interponerse en su camino.
Kayla transfirió el desayuno de la parrilla a un plato. Fue hacia Alain y le ofreció el plato de beicon con huevos.
—Lo siento, no puedo hacer tostadas ahora —miró a Winchester, que se había tumbado a los pies de Alain y miraba el plato con anhelo. Estaba bien educado y nunca habría intentado robar un trozo sin que se lo ofrecieran—. Le gustas mucho.
Alain rezongó con desdén. Nunca había tenido una mascota, ni siquiera de niño, ni quería tenerla.
—Creo que se siente culpable por haber conseguido que mi coche se estrellara —dijo. En cuanto tomó un bocado se dio cuenta del hambre que tenía. Le costó cierto esfuerzo no devorar el resto del plato como un lobo.
—Los perros no sienten culpabilidad —dijo Kayla con una sonrisa tolerante. Se sentó en el brazo del sofá.
—Supongo que eso les da ventaja respecto a los humanos —dijo Alain, pensando en el caso que llevaba en esos momentos. Su cliente no parecía sentir el más mínimo remordimiento porque su herencia dejase sin nada a los hijos de su marido fallecido—. Al menos algunos —corrigió.
—Todo el mundo se siente culpable de algo —afirmó Kayla. Ariel frotó la cabeza contra su pierna y ella la acarició, pensativa—. La cuestión es si actúan en consecuencia o no.
—¿De qué te sientes culpable tú? —preguntó Alain, intrigado.
—Oh —ella pensó un momento. No había esperado esa pregunta. Taylor intentó apartar a Ariel para recibir algo de atención. Ella lo acarició también—. De no poder hacer más para salvar a estas magníficas criaturas.
Alain miró hacia la chimenea, donde el resto de los perros seguía comiendo, y luego a los dos que buscaban sus caricias. Desde su punto de vista, hacía más que suficiente.
—Tienes siete perros y medio —comentó, incluyendo el medio porque la perra a la que llamaba Ginger estaba obviamente embarazada—. ¿Cuántos más podrías adoptar? —preguntó. «Sin que te considerasen una excéntrica», pensó.
Ella miró a los animales. Alain percibió su cariño y se preguntó por qué no lo compartía con alguien que pudiera apreciarlo y devolvérselo.
—Por cada uno que salvo —dijo ella con voz triste—, sé que otros dos son sacrificados.
—Pero eliges centrarte en lo positivo.
—Sí, me centro en lo positivo —afirmó ella. Kayla pensó que, si no lo hiciera, no sobreviviría el día a día.
—¿Y qué mas? —preguntó él.
—Qué más, ¿qué? —inquirió ella sin entender la pregunta.
Alain quería saber más de ella. Era una táctica que utilizaba para acercarse a las mujeres que le interesaban, pero esa vez el interés era genuino.
—¿Qué más hace que te sientas culpable? En tu vida privada, dejando a un lado los perros. ¿Qué has hecho o has dejado de hacer, que te asalte en mitad de la noche o invada tu mente y te persiga?
Ella pensó que ésa era la descripción más acertada que había oído nunca.
—Está claro que eres abogado, ¿eh? —rió.
—Estamos hablando de ti, no de mí —replicó él. Había pinchado su curiosidad y no iba a dejar que se escabullera tan fácilmente.
—No, no es así.
Sin embargo, no pudo impedir reflexionar sobre su pregunta. Sólo se sentía culpable respecto a la parte de su vida en la que había permitido, en nombre del amor, que la controlaran. Había llegado a creer que, si hacía lo que Brett quería, vivirían felices para siempre. Y al soportarlo a él, había fallado a todos los demás. Sus padres habrían esperado más de ella si hubieran estado vivos para ver lo que