Ahora.
La voz de Kayla se oyó más distante, al fondo de la casa. Luego soltó una exclamación.
—Oh, diablos.
Él se enderezó con una mueca, poniéndose una mano en los vendajes que rodeaban sus costillas.
—¿Qué ocurre? —gritó—. ¿La has encontrado?
—Sí. Está dando a luz.
—Eso es bueno, ¿no? —Kayla era veterinaria y debía de estar acostumbrada a los partos animales.
Kayla no contestó, lo hizo Ginger. Un aullido de dolor cortó el aire.
Apretando los dientes, Alain se levantó del sofá. Winchester se puso en pie, alerta y dispuesto a cojear a cualquier sitio al que fuera el hombre a quien había entregado su afecto.
—Cuidado, perro —le advirtió Alain. Había perdido el equilibrio intentando no tropezar con Winchester ni pisarlo.
Como si lo hubiera entendido, el pastor retrocedió unos pasos, quitándose de en medio.
Alain pensó que era pura coincidencia. Se encaminó hacia el origen de los aullidos: la cocina. Ginger estaba acurrucada bajo la mesa, y Kayla a su lado.
—¿Puedo ayudar? —ofreció, titubeante—. ¿No se supone que los perros hacen esto solos? Llevan siglos haciéndolo, desde mucho antes de que hubiera veterinarios para atenderlos.
—Igual que las mujeres. Se acuclillaban en el campo, daban a luz y luego seguían con su tarea. Pero a la mayora de las mujeres les va mejor con algo de ayuda, ¿no crees?
Él decidió que no iba a discutir al respecto. Su hermano Georges era médico. Sin embargo, a Alain le costaba imaginarse a la perra inspirando con fuerza y jadeando entre contracciones; la miró con curiosidad y comprobó que parecía que controlaba la técnica del jadeo a la perfección.
Intentando no pensar en el dolor que irradiaba de sus costillas, se acuclilló para estar a la altura de Kayla.
—¿Qué quieres que haga?
«No molestar», estuvo a punto de decir ella. No había mucho sitio bajo la mesa. Además, un esfuerzo podía empeorar su estado. Ella no iba a poder atender a Ginger y a él al mismo tiempo.
Pero un vistazo al rostro de Alain la convenció de que era sincero. Igual podría echar una mano.
—Si pudieras ir a por la palangana que hay bajo el fregadero, aclararla y llenarla de agua templada, te lo agradecería —un segundo después de mencionar la temperatura, recordó que sin electricidad el calentador no funcionaba—. Maldita sea, no hay agua templada —se corrigió—. Bueno, llénala de agua fría y trae toallas, necesito toallas limpias —lo miró y adivinó la pregunta que iba a formular—. Hay en el armario de al lado del fregadero —señaló con la cabeza.
Alain tomó aire, apoyó la mano en mesa y se levantó. Tardó unos segundos en localizar el armario correcto.
—¿Cuántas quieres?
—Dos, tres, las que puedas traer.
Kayla pensó que el milagro estaba ocurriendo. Ginger iba a dar a luz. Le daba igual que fuera común o verlo con frecuencia, siempre era como un milagro. Aunque a veces requiriera un empujoncito para producirse.
—Date prisa —le dijo.
—Voy —agarró un puñado de toallas y se las llevó tan rápido como pudo.
Había una mancha húmeda en el suelo y habría jurado ver algo emerger de entre las patas de Ginger, acompañado de un gemido ronco.
—¿Eso es…? —preguntó, buscando confirmación.
—Sí. Palanga. Agua —le lanzó ella, cada palabra una bala. Estaba concentrada en la perra que, sin duda, estaba teniendo al primer cachorro.
Para cuando él llenó la palangana y consiguió evitar chocar con su peluda sombra de cuatro patas, Alain comprobó que Kayla tenía un diminuto y pelado trocito de vida en las manos. Parecía más una rata que un perrito.
—¿Tienen ese aspecto al nacer? —preguntó, incrédulo.
Ella captó en su voz que el perrito le parecía un ser muy poco atractivo. «Pagano», pensó.
—Sí —asintió, secando cuidadosamente al pequeño perro negro—. Bellísimo.
Alain, mirando al animalito, pensó que ese adjetivo no sería el primero en cruzar su mente. Ni tampoco el segundo. Sin embargo, decidió que haría mejor callándose su opinión.
—¡Hay otro! —gritó, viendo una segunda cabeza emerger.
—Cuando el río suena… —bromeó ella, agarrando al segundo perrito, también negro, y secándolo. Colocó a los dos cachorros a su lado.
Siguieron llegando con regularidad, uno tras otro. Veinte minutos después, había nueve.
—¿Ya está? —preguntó él, asombrado de que tantos animales hubieran podido salir de una pastor alemán relativamente pequeña.
—Eso creo.
Alain captó algo raro en su voz. Una inquietud que no había habido antes.
—¿Qué ocurre?
—Éste no respira —el último cachorro, el más pequeño de la camada, yacía inmóvil en su mano.
—¿Puedes hacer algo? —preguntó él. Le parecía terrible que esa celebración de la vida se estropeara con una muerte.
Sujetando al perrito en la mano, boca arriba, Kayla empezó a masajear su diminuto pecho. Con gran delicadeza, sopló en sus orificios nasales. No se le ocurría qué más hacer. Nunca antes había tenido que enfrentarse al nacimiento de un perrito muerto. Y no quería que lo hubiera.
—Dame —ofreció Alain—, deja que pruebe yo. Mis manos son más grandes.
Kayla deseó preguntarle de qué iba a servir eso. Pero sabía lo terrible que era enfrentarse a la muerte sin poder evitarla, así que le entregó el perrito. Observó a Alain hacer exactamente lo que había hecho ella, pero con menos gentileza y más vigor.
—Eso no va a… —iba a decirle que parase cuando vio un leve movimiento. El pecho del animalito se había movido. Ocurrió de nuevo. Asombrada, miró a Alain—. Está respirando. El perrito respira.
—Ya, lo sé. Lo siento en la mano —sonrió Alain—. Casi te perdemos, ¿eh? —le dijo a la diminuta criatura. Sentía una sensación de triunfo, una energía que nunca había experimentado antes, ni siquiera ganando un caso en los tribunales. Había algo puro y no adulterado en el hecho de traer una vida al mundo.
Kayla sonrió, emocionada por cómo había reaccionado ante el perrito e impresionada por como había respondido a la emergencia.
Alain alzó la vista y captó su mirada. Volvió a sentir un chisporroteo eléctrico entre ellos. Pero esa vez le pareció más suave, más íntimo.
—Lo has hecho muy bien, mamá —Kayla se levantó, miró a Ginger y le acarició la cabeza—. Ahora tienes que dar de comer a tus bebés.
Alain, aún de rodillas, la ayudó a colocar a la camada. Había nueve cachorritos en busca de bebida, pero el bar sólo tenía ocho taburetes.
Sujetando al perrito al que había salvado y a otro más, alzó la vista hacia Kayla.
—Sólo tiene, ejem, ocho… —calló. Se sentía fuera de su elemento.
—No se te escapa nada, ¿eh? —Kayla sonrió. Se puso en pie y fue hacia un armario. Cuando se dio la vuelta tenía un biberón vacío en la mano. Lo llenó con leche y volvió bajo la mesa.
Alain había empujado a ocho de los perritos hacia su primera comida y ellos se estaban ocupando del resto. Kayla notó que seguía teniendo en la mano al perrito