Marie Ferrarella

Atrapa a un soltero - La ley de la pasión


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sigue abrazando a mi árbol —le dijo—. Pero tu ropa está seca y no tendrás que ponerte el peto de mi padre —su boca se curvó con una sonrisa que su madre había llamado malévola—. A no ser que quieras.

      —Si tengo que perderme dentro de la ropa de otra persona, preferiría que fuera en la de una mujer —pensó para sí, que si ella estuviera dentro sería aún mejor—. Sin ánimo de ofender.

      —No me ofendes —aseguró ella.

      Kayla se preguntó si eran imaginaciones suyas o si la temperatura de la habitación estaba subiendo de nivel. Dejó la ropa que acababa de recoger de la cuerda del garaje sobre la mesita.

      —Puedes vestirte después de desayunar, si quieres. ¿Cómo te encuentras? —inquirió, dándose cuenta de que había preguntado por el dolor de cabeza pero nada más.

      Alain hizo un rápido reconocimiento antes de contestar. Las costillas le dolían, pero no tanto como la noche anterior. Aunque no le dolía la cabeza, era muy consciente de la brecha que ella había cosido la noche anterior. Notaba cómo latía.

      —Lo bastante bien como para vestirme ya.

      Ella abrió la boca para decirle que tal vez debería esperar hasta después de comer algo, pero se contuvo. El hombre sabría qué podía hacer. Ella no era su madre ni su enfermera.

      —Vale —aceptó. Volvió al sofá—. ¿Quieres que te ayude a ir al cuarto de baño para que puedas vestirte en privado? —sugirió.

      Él pensó que era como cerrar la puerta después de que se escapara el gato, dado que ella era quien lo había desvestido. Pero prefirió no mencionarlo. No tenía nada en contra de que una mujer bonita hiciera lo que quisiera con su ropa y su cuerpo. Lo que no le gustaba era ser un inválido que necesitase ayuda.

      —Puedo apañarme solo —dijo. Pero eso no tuvo ningún efecto en ella.

      —¿Cómo lo sabes? —lo retó—. No has estado de pie desde que te arrastré hasta aquí dentro.

      En vez de contestar, él se sentó y sacó las piernas de debajo del edredón. Iba a levantarse para demostrar que estaba bien. Apoyó los pies en el suelo y se levantó del sofá; la habitación empezó a dar vueltas.

      Alain parpadeó como si eso pudiera ayudarlo a despejar la cabeza. Se sentía tan débil como un gatito enfermo. Exasperado, miró a Kayla.

      —¿Qué diablos me diste anoche? —preguntó.

      Kayla pensó que no conocería el nombre genérico del medicamento, así que no tenía sentido mencionarlo. Sencillez ante todo.

      —Algo para hacerte dormir.

      —¿Durante cuántos días? —exigió él. Había perdido la noción del tiempo—. ¿Veinte?

      —¿Siempre eres tan exagerado? —contraatacó ella. Se respondió a sí misma—. Ah, claro. Había olvidado que eres abogado.

      A él le pareció ver que curvaba el labio superior con desdén. Por lo visto, no aprobaba cómo se ganaba la vida. La mayoría de las mujeres se derretían al enterarse de que trabajaba para un renombrado bufete: implicaba dinero.

      —No te gustan los abogados, ¿eh?

      La parcela en la que estaba la casa de Kayla había sido el doble de grande. Una disputa territorial había llevado a su familia al juzgado, y el juez había dictaminado en su contra. Su abuelo había estado a punto de perder todo aquello por lo que había luchado la mayor parte de su vida. Ver cómo doblegaban y rompían su espíritu había sido una experiencia horrible para Kayla. En la cadena evolutiva, consideraba a los abogados ligeramente por encima de los escorpiones.

      Los mejores hablaban como los ángeles, pero al final todos eran iguales: unos buitres.

      —Viven del sudor de los demás —dijo.

      —Interpretaré eso como un no —asintió Alain.

      A ella la sorprendió que estuviera dispuesto a dejar el tema sin más.

      —¿No vas a defender a tu casta? ¿A decirme cuánto bien hacen los abogados? ¿O lo mucho mejor que es el mundo gracias a los fiscales?

      —Nunca intento abrir una mente cerrada —Alain movió la cabeza—. Uno se arriesga a perder los dedos —sonrió con malicia y ella sintió un remolino en el estómago—. Por no mencionar otras valiosas partes del cuerpo.

      No discutía cuando no podía ganar. Kayla pensó que, además de guapo, era inteligente.

      —Bueno, admito que eres más listo que la mayoría de los abogados —dijo. Igual que había hecho la noche anterior, afirmó los pies en el suelo y lo miró—. ¿Preparado?

      —¿Para qué? —preguntó él, pensando que no estaba preparado para ella. Esa mujer era algo fuera de lo común.

      —El cuarto de baño —dijo ella, moviendo la cabeza hacia la izquierda.

      No parecía tener sentido discutir con ella sobre su capacidad de manejarse solo. Alain clavó las manos en el sofá y se incorporó. El triunfo duró poco. Según se enderezaba, volvió a marearse.

      Tanto que se tambaleó, a pesar de sus esfuerzos. Preocupado por no caerse de bruces y perder todo atisbo de dignidad, ni siquiera se dio cuenta de que sólo llevaba los diminutos calzoncillos que se había puesto única y exclusivamente para lucirlos ante Rachel.

      Un instante después sintió que Kayla lo agarraba del brazo.

      —¿Vamos? —lo animó.

      Lo miraba a los ojos pero, por el brillo de su mirada, él supo que se había permitido mirar su cuerpo. No pudo evitar preguntarse si lo consideraba a la altura del último hombre que hubiera ocupado su cama.

      Empezó a andar, sin sentir las piernas como suyas. Cada paso parecía llegar de un sueño.

      —La última vez que alguien me acompañó a su cuarto de baño, acabamos duchándonos juntos.

      —No te recomendaría una ducha ahora —repuso ella—. Pero si quieres ducharte más tarde, dímelo. Tendré que envolverte en plástico.

      —Suena interesante —comentó él, imaginándose a los dos desnudos envueltos en el mismo plástico, muy apretado.

      —Para proteger los vendajes —dijo ella, sin inmutarse. La verdad era que el hombre tenía un cuerpo impresionante, como una roca—. No pueden mojarse.

      —¿Cuánto tiempo tendré que estar vendado? —preguntó él, mirando las gasas que envolvían su torso.

      —Más de un día —contestó ella.

      Él avanzaba a pasos cortos, como un niño. Le temblaban las piernas, pero no sabía si era por el accidente o por la cercanía de su acompañante.

      Se dijo que tal vez fuera una mezcla de ambas cosas. Igual que su hermano Georges, era incapaz de resistirse a una mujer guapa y la que tenía al lado era mucho más que guapa. Sin embargo, a diferencia de Georges, estaba seguro de que asentarse y formar una familia no era lo suyo. En ese sentido, se parecía demasiado a su madre.

      En otro tiempo había creído que Georges también, pero eso había sido antes de que él conociera a lo que Philippe denominaba «una mujer única en la vida». Vienna era una mujer dulce y bellísima que, sin pretenderlo, había cambiado el rumbo de la vida de Georges, llevándolo a anhelar lo que nunca antes había tenido: una relación seria y estable.

      Alain esperaba, por el bien de Georges, que eso existiera. En cuanto a él mismo, sabía que nunca tendría algo así.

      Kayla dejó de andar y él comprendió que debían de haber llegado al cuarto de baño. Ella lo apoyó en la pared, junto a la puerta y dio un paso atrás. Alain se habría reído si no estuviera sudando a chorros por el esfuerzo.

      —Grita si me necesitas —instruyó ella. No era coqueteo, lo decía muy en serio.

      Alain