Sharon Kendrick

El hijo del siciliano - El millonario y ella


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–susurró, enredando los dedos en su pelo negro como había hecho tantas veces en el pasado–. Vamos a hacerlo aquí.

      Su capitulación provocó en él un gemido ronco de placer. Le gustaba su rápida transformación de reina del hielo a sirena. Pero siempre le había encantado la fiera pasión que había bajo ese frío exterior. Esa sensualidad que él había logrado despertar, al menos durante los primeros meses de matrimonio.

      Él le había enseñado todo lo que sabía, ¿por qué no iba a disfrutar de los frutos de su labor una vez más, para ver si había mejorado durante ese tiempo?

      –Quítame la camisa.

      Emma, con dedos temblorosos, hizo lo que le pedía, apartando la suave seda de la más sedosa piel de su torso, acariciando el vello que crecía allí… pero, de repente, Vincenzo apretó su mano.

      –Más tarde –le dijo–. Habrá tiempo para eso más tarde, pero ahora…

      Estaba quitándose el cinturón mientras Emma pensaba que no habría un «más tarde».

      «Díselo ahora», le urgía la vocecita interior.

      Pero no le hizo caso. No podía hacerlo porque un gemido escapó de su garganta al sentir los labios de Vincenzo sobre sus hombros y su cuello. Emma se encontró besando su duro y orgulloso mentón, oyendo el gemido de placer masculino.

      Qué cruel podía ser el sexo, pensó. No sólo cruel sino insidioso, porque te hacía sentir cosas que no eran reales. Podía hacerte creer que aún seguías amando a alguien… y ella no amaba a Vincenzo. ¿Cómo iba a amarlo después de todo lo que había pasado?

      Después de quitarse el pantalón, la tumbó sobre el sofá y se colocó sobre ella. Y, por un momento, el tiempo se detuvo. Vincenzo se quedó inmóvil, como un coloso dorado antes de entrar en su ansiosa y húmeda cueva.

      –Vincenzo… –gimió mientras la penetraba con una larga y deliciosa embestida, llenándola completamente.

      Él se detuvo y la miró con sus ojos negros opacos de deseo. Y en ellos había un brillo de algo más, algo que parecía ira. Pero no podía ser ira en un momento como aquél.

      –¿Vincenzo?

      Vincenzo sacudió la cabeza y empezó a moverse de nuevo, odiando el poder que Emma tenía sobre él. Un poder que lo convertía en un muñeco a su merced.

      Miró la visión que había debajo de él, los ojos cerrados, las mejillas enrojecidas mientras levantaba sus perfectas piernas para enredarlas en su cintura.

      ¿No había visto esa misma escena en sueños durante casi dos años? Pero, con toda seguridad, aquello haría que la olvidase para siempre.

      –Mírame –le ordenó–. Mírame, Emma.

      A regañadientes, ella abrió los ojos. Con los ojos cerrados podía dejar volar a su imaginación. Inventar, fingir que aquello estaba pasando sólo porque dos personas se querían la una a la otra. Qué lejos de la verdad estaba eso, qué complejos eran los motivos que los habían llevado allí.

      –Oh, Vincenzo…

      –¿Soy el mejor amante que has tenido nunca? –preguntó él con voz ronca, metiendo las manos bajo sus nalgas.

      –Tú sabes que sí –contestó Emma, a punto de llegar a aquel sitio mágico donde sólo él podía llevarla. Y antes de lo que esperaba.

      Como si estuviera siendo catapultada a las estrellas para bajar luego de manera lenta, deliciosa.

      –Vincenzo… oh, oh… sí, sí, sí…

      Él sintió sus espasmos y tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. Veía cómo Emma echaba la cabeza hacia atrás, clavando las uñas en sus hombros. Y entonces se dejó ir, disfrutando de su propio placer. Y no recordaba que nunca hubiera sido tan intenso, dejándolo saciado y profundamente exhausto.

      El orgasmo parecía no terminar nunca, pero incluso después de haber terminado se quedó dentro de ella un momento.

      Miró entonces su enrojecido rostro, el pelo rubio empapado de sudor. En el pasado lo habría apartado con ternura, pero no ahora… pues tal gesto implicaría algo que no sentía.

      Vincenzo se apartó, levantándose del sofá para servirse un vaso de agua en el bar.

      –¿Te das cuenta de que estábamos tan entusiasmados que se nos ha olvidado usar un preservativo? –bromeó–. Pero, como los dos sabemos, ése es un tema que no debe preocuparnos.

      Incrédula, Emma lo miró desde el sofá. Qué increíblemente cruel decir algo así. ¿Había guardado ese escarnio para el final, después de la intimidad que acababan de compartir? ¿Había intentado herirla como nada más podía hacerlo?

      Pues se equivocaba, como estaba a punto de descubrir. Pero su brutalidad le recordaba que no debía hacerse ilusiones sobre Vincenzo Cardini.

      –Eso era completamente innecesario –le dijo.

      –¿Por qué? Es la verdad.

      No la creería cuando le hablase de la existencia de Gino, pensó Emma, buscando sus bragas en el suelo. Iba a decírselo, pero no pensaba estar desnuda cuando lo hiciera.

      Él la observó vestirse sin hacer nada para impedirlo. Si la deseaba de nuevo, sencillamente la desnudaría, pero en aquel momento estaba disgustado consigo mismo. Qué fácil era que los deseos del cuerpo escondieran la realidad de una situación, pensó. Pero una vez que la pasión había desaparecido, uno se quedaba mirando los fríos hechos…

      Emma ya no era nada más que una esposa desleal que acababa de acostarse con él para conseguir un divorcio rápido.

      Suspirando, Vincenzo empezó a vestirse, deseando alejarse de allí lo antes posible.

      –Vincenzo… –Emma había terminado de vestirse y estaba arreglándose un poco el pelo–. Tengo algo que decirte.

      Él apenas la miró mientras se abrochaba los cordones de los zapatos.

      –Ya me imagino.

      Ella respiró profundamente. ¿Cuántas maneras había de decirlo? Sólo una, porque las palabras eran tan poderosas que nada podría reducir el impacto.

      ¿Pero podría decírselo?

      –Vincenzo, tienes… quiero decir tenemos… –Emma se aclaró la garganta, intentando controlar los furiosos latidos de su corazón–. La cuestión es que… verás, Vincenzo, tienes un hijo. Tenemos un hijo.

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