a ella, mirándola. Era alto, moreno y atlético, su pelo negro, despeinado por el viento.
Pero lo había visto antes… ¿quién no se hubiera fijado en un hombre así? Ella estaba tomando un café en la plaza y él había pasado volando en una moto, como la mayoría de los jóvenes sicilianos.
De cerca era incluso más guapo. Y miraba su bañador con una expresión claramente sexual. Quizá debería haberse asustado, pero…
Algo en sus ojos negros y en la curva de sus labios parecía llamarla a un nivel elemental; era algo que no había sentido nunca. Porque Emma era una soñadora y nunca había conocido a nadie que pudiera parecerse a los personajes románticos de las novelas.
Hasta aquel momento.
Llevaba unos vaqueros gastados y una camiseta de manga corta, los pies desnudos estaban medio enterrados en la arena.
–Come si chiama? –le preguntó él.
Le parecía una grosería no contestar. Además, era imposible con esos ojos de ébano clavados en su cara.
–Emma Shreve.
–¿Y hablas italiano?
Ella negó con la cabeza, diciéndose a sí misma que no debería entablar conversación con un desconocido, pero sintiéndose libre por primera vez en siglos.
–No, pero lo intento… no soy de esas personas que van por el mundo esperando que todos hablen mi idioma. Y el italiano no es tan difícil. Lo difícil es entender el siciliano.
Entonces no lo sabía, pero eso era exactamente lo que quería oír un orgulloso siciliano.
–¿Y cómo se llama usted?
–Vincenzo Cardini –contestó él.
Naturalmente, Emma no sabía nada sobre el dinero y la influencia de la familia Cardini. Aquel día pensó que era un chico como los demás, aunque guapísimo y con un carisma extraordinario.
Él se sentó a su lado en la arena y la hizo reír contándole historias. Y cuando empezó a hacer demasiado calor, la invitó a comer en un restaurante cercano. Tomaron sarde a beccafico, el plato de pescado más delicioso que Emma había probado nunca.
Él hablaba de la isla en la que había nacido con una pasión y un conocimiento que hacía que las guías turísticas pareciesen algo obsoleto y aburrido. Emma suspiró mientras le contaba que ya sólo iba a la isla de vacaciones, que el cuartel general de su negocio estaba en Roma. Y luego le hizo todo tipo de preguntas sobre su trabajo para intentar concentrarse en algo que no fuera la belleza de su rostro.
Pero cuando intentó besarla, se lo impidió.
–Lo siento, no tengo por costumbre besar a extraños.
Vincenzo sonrió.
–Y yo no acepto una negativa.
–Pues esta vez vas a tener que hacerlo –replicó Emma.
Pero no habría sido humana si no hubiera sentido algo cuando él puso un dedo sobre sus labios, capturando sus ojos con una mirada oscura que la hizo temblar.
Al día siguiente, Vincenzo fue a buscarla al hotel y ella aceptó, encantada. ¿Cómo iba a decir que no cuando ya estaba medio enamorada de él y Vincenzo de ella?
Un colpo di fulmine, lo había llamado él, con el aire de un hombre que hubiera recibido una visita inesperada.
Por el día le mostraba la isla y le hablaba de su familia. Tras la muerte de sus padres había sido criado por su abuela y tenía montones de primos que «no aprobarían que se vieran», le había dicho.
¿Pero qué le importaba eso a Emma si cada noche le enseñaba un poco más lo que era el placer; un placer que ella nunca había imaginado que existiera?
Se había preguntado entonces si la vería como a una cría inocente, pero Vincenzo parecía disfrutar enseñándola. Para él, eso demostraba que no era una chica fácil como lo eran tantas inglesas. Según Vincenzo, las chicas que iban a Sicilia de vacaciones buscando un «amante latino» entregaban sus cuerpos con la misma facilidad que pedían copas en el bar.
Todo parecía perfecto hasta la noche en la que, por fin, Emma le dejó compartir su cama. Después de hacer el amor, Vincenzo se incorporó para mirarla con si fuera un espectro. En su rostro podía ver una mezcla de emociones: dolor, incredulidad, alegría, rabia…
–¿Por qué no me lo habías dicho?
–¿Decirte qué?
–Que eras virgen.
–¡No sabía cómo hacerlo!
–¿No sabías cómo? –repitió él–. Y has dejado que pasara esto… –añadió, sacudiendo la cabeza–. Te he robado tu virginidad, la más preciada posesión de una mujer.
Pero a la mañana siguiente su furia había amainado y durante los últimos días de vacaciones le enseñó todo lo que sabía sobre el amor.
Cuando llegaron al aeropuerto para decirse adiós, Emma lloró por todo lo que había encontrado e iba a perder para siempre.
No esperaba volver a saber nada de él, pero Vincenzo apareció inesperadamente en Inglaterra para decirle que no podía dejar de pensar en ella, como si hubiera cometido un crimen por ser la causa de su obsesión.
Cuando descubrió que no tenía ni familia ni trabajo, la llevó con él a Roma… y fue allí donde Emma se dio cuenta de que estaba saliendo con un hombre fabulosamente rico.
Vincenzo la instaló en un lujoso apartamento, le compró un vestuario nuevo y la transformó en una mujer que hacía que los hombres volvieran la cabeza.
Emma floreció bajo sus atenciones… aunque se quedó sorprendida al descubrir que la transformación había desatado unos celos terribles en él. Vincenzo sospechaba que incluso sus mejores amigos querían acostarse con ella.
–¿No sabes que te desean?
–Te aseguro que ese deseo no es recíproco.
–No puedo soportar la idea de que otro hombre te toque. Ni ahora ni nunca.
Se casaron poco después, pero Emma empezaba a albergar serias dudas. ¿Se había casado con ella para poseerla o porque se sentía obligado por haberle robado la inocencia? Pero el matrimonio representaba la aceptación de su familia y, sobre todo, lo que Vincenzo deseaba más que nada en el mundo.
–Un hijo –le había dicho durante su noche de bodas, mientras acariciaba su estómago plano–. Voy a poner la semilla de mi hijo dentro de ti, Emma.
¿Qué mujer no se hubiera sentido emocionada? Desde luego, no una mujer tan enamorada como ella. Pero el tenor de su relación cambió drásticamente desde ese momento. Vincenzo parecía tener un propósito cada vez que hacían el amor. Y luego estaba la inevitable desilusión cada mes, cuando el deseado hijo no se materializaba…
En una de sus periódicas visitas a Sicilia incluso su primo favorito, Salvatore, que desaprobaba claramente el matrimonio, habló sobre los hijos. O más bien de la falta de ellos. Y Emma se sintió a la vez dolida e insultada.
Pronto el tema empezó a dominar sus pensamientos, aunque no sus conversaciones porque Vincenzo se negaba a hablar del asunto, y desesperada, Emma fue a ver a un médico inglés en Roma.
La noticia que le dio fue devastadora, pero escondió el informe en un cajón para contárselo a Vincenzo cuando encontrase el momento… aunque no sabía cuándo sería eso.
¿Cuándo era un buen momento para decirle a un hombre que su mayor deseo nunca se haría realidad?
Sin embargo, Vincenzo encontró el informe y estaba esperándola una tarde con el papel en la mano y una expresión de ira que Emma no le había visto nunca.
–¿Cuándo pensabas contármelo? –le espetó–. O quizá no pensabas hacerlo.
–¡Pues