Sharon Kendrick

El hijo del siciliano - El millonario y ella


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Se había visto seducida por su riqueza, como había sospechado siempre. Pero, en cierto modo, eso hacía que la conversación fuera más fácil.

      –Me temo que no tienes derecho a nada.

      –¿De qué estás hablando?

      Vincenzo se encogió de hombros.

      –Sólo estuvimos casados un par de años y no hubo hijos. Tú sigues siendo joven, fuerte… ¿por qué iba a financiar el resto de tu vida sólo por haber cometido un error al casarme contigo?

      Emma dio un respingo. Creía haber soportado todo el dolor que era capaz de soportar pero, aparentemente, estaba equivocada.

      –Creo que un abogado lo vería de otra manera.

      –¿Ah, sí?

      –Si no recuerdo mal, tú no quisiste que trabajase mientras estábamos casados, así que ahora no me resulta fácil encontrar un puesto de trabajo.

      –Ah, ya comprendo. ¿Y qué estás dispuesta a hacer para conseguir un divorcio rápido?

      –¿Qué estoy dispuesta a hacer? No te entiendo.

      –¿No? Entonces deja que te lo explique para que no haya malentendidos: tú quieres el divorcio y yo no.

      –¿Tú no? –a pesar de todo, su tonto corazón dio un salto de alegría–. ¿Puedo preguntar por qué?

      –Piénsalo, Emma. Siendo un hombre casado, las mujeres saben que no tienen nada que hacer conmigo. Pero en cuanto se sepa que soy un hombre libre de nuevo, tendré que vérmelas con mujeres ambiciosas, mujeres como tú, que podrían querer ser la siguiente signora Cardini. Mujeres que buscan a un hombre siciliano con una enorme… –Vincenzo levantó las cejas– cuenta corriente. Así que ya ves, para darte el divorcio tendrías que hacer que mereciese la pena, ¿no te parece?

      Ella se había puesto pálida. No podía querer decir…

      –No sé de qué estás hablando.

      –Yo creo que sí. Tú deseas el divorcio y yo te deseo a ti. Una última vez.

      Emma se llevó una mano a la garganta, como si no pudiera respirar.

      –No puedes decirlo en serio.

      –Claro que lo digo en serio. Una noche contigo, Emma. Una noche de sexo, para olvidar algo que me sigue pareciendo inacabado. Una noche, nada más –Vincenzo sonreía tranquilamente–. Y luego te daré el divorcio.

      Hubo un largo e incrédulo silencio mientras se miraban el uno al otro a través del inmenso despacho.

      –¡Eres un monstruo! –exclamó ella por fin.

      Que el hombre con el que se había casado le pidiera que se comportase como… como una mujer que vendía su cuerpo al mejor postor era increíble.

      Vincenzo sonrió al ver que se ponía pálida. Porque aquélla era la mujer que le había roto el corazón, la que le había ocultado la verdad. Nunca debería olvidar eso, aunque tuviera los ojos más azules del mundo y unos labios que suplicaban ser besados.

      –Te casaste conmigo –observó cáusticamente–. Debes de saber que tengo una vena implacable. ¿Qué dices, Emma? No puedes negar que sigues deseándome.

      Ella negó con la cabeza.

      –No es verdad.

      Sus ojos negros se endurecieron tanto como su entrepierna.

      –Mentirosa –sonrió–. Pero claro, mentir siempre ha sido uno de tus talentos.

      –Puedes irte al infierno –replicó Emma, tomando el abrigo–. No, ahora que lo pienso, el infierno sería un sitio demasiado bueno para ti… ¡y seguramente no te dejarían entrar!

      Vincenzo se estaba riendo mientras ella se dirigía a la puerta, observando cómo se colocaba el bolso al hombro, con la melena rubia volando alrededor de su cara.

      –Arrivederci, bella –murmuró–. Esperaré noticias tuyas.

      Sin fijarse en la cara de sorpresa de la morena o la joven de recepción, Emma no dejó de correr hasta que estuvo fuera del edificio. Jadeando, llegó hasta la parada del autobús y se tragó las lágrimas que amenazaban con asomar a sus ojos.

      De todas las proposiciones humillantes que podía haberle hecho, aquélla era la más humillante de todas. Vincenzo Cardini no tenía corazón.

      Dejándose caer sobre el asiento del autobús, Emma sacó el móvil del bolso y comprobó que, afortunadamente, no había ninguna llamada perdida de Joanna, de modo que Gino debía de estar bien.

      El autobús se movía con lentitud por el tráfico de Londres. En circunstancias normales, Emma hubiera disfrutado de los bonitos edificios de aspecto futurista en comparación con el antiquísimo Westminster, pero no podía ver nada, ni sentir nada. Lo que acababa de ocurrir en la oficina de Vincenzo era como una pesadilla.

      Alguien podría haberle sugerido que jugase su mejor carta: decirle al orgulloso siciliano que tenía un hijo.

      Pero el miedo se lo impedía; el miedo a que Vincenzo intentase quitarle al niño. Con su poder y su dinero en comparación con su desesperada situación económica, ¿tendría alguna posibilidad de conseguirlo?

      Emma negó con la cabeza mientras guardaba el móvil en el bolso. No debía contárselo… ¿o sí?

      Pero aunque lo hiciera, Vincenzo podría no creerla. ¿No había sido su supuesta infertilidad lo que creó un abismo entre los dos y, por fin, rompió su matrimonio?

      Intentaba apartar de sí los recuerdos, pero su mente la devolvía a un tiempo anterior a las recriminaciones, anterior a la amargura.

      Un tiempo en el que Vincenzo la amaba.

      Capítulo 4

      EMMA había conocido a Vincenzo durante un momento difícil de su vida, poco después de la muerte de su madre, Edie.

      La enfermedad de Edie había sido repentina y Emma tuvo que dejar sus estudios para cuidarla. Lo había hecho por amor y porque era su obligación, pero también porque no había nadie más que pudiera hacerlo.

      La enfermedad había ido debilitando a su madre poco a poco y durante los últimos meses habían buscado una cura imposible. La menor noticia sobre algún nuevo tratamiento era suficiente para firmar un nuevo cheque.

      Edie había acudido a curanderos, a adivinos… no comía nada más que albaricoques y durante una semana sólo bebió agua tibia. Se había sometido a terapias de todo tipo en un exclusivo balneario suizo, pero no sirvió de nada; nada podría haberla salvado.

      Fueron unos meses terribles y, después de su muerte, Emma se sintió vacía, sin ganas de volver a la universidad.

      Pero fue entonces cuando descubrió que prácticamente no tenía nada. Para pagar los tratamientos alternativos, su madre se había gastado todo lo que tenía. Incluso tuvo que vender la casa.

      Pero Emma, en una decisión sorprendente, decidió gastarse el poco dinero que le quedaba en el banco. Había visto demasiada tristeza como para planear un futuro que no ofrecía la menor garantía. De repente, la vida le parecía demasiado corta. Quería sol, historia, belleza… de modo que se marchó a Sicilia.

      Y allí conoció a Vincenzo.

      Fue uno de esos días que para siempre estaría grabado en su memoria. Emma estaba tomando un descanso de su periplo cultural por la isla en una playa preciosa, con un sombrero de paja y un buen libro, dejando que el sol calentase su piel.

      Sabía que su aspecto, tan pálido y tan rubio, llamaba la atención por donde fuera y solía cubrirse la cabeza cuando entraba en una iglesia, como era la costumbre allí. Además, siempre llevaba vestidos por la rodilla y apenas se maquillaba.

      Pero un día descubrió una solitaria cala cerca de