y dispuesto a hacer las piruetas necesarias para mantener el equilibrio. Creía, ante todo, en si mismo y en su capacidad para sobrevivir en circunstancias adversas. Como demostró en los años de Weimar y en su larga estancia en Estados Unidos, su pragmatismo era el único medio de sobrevivir en un siglo de grandes transformaciones. Esta actitud le permitió en 1918 alinearse con la revolución republicana, y aparecer como un digno representante de la neutralidad conservadora desde su posición en el departamento de arquitectura de la Universidad de Harvard.
En una carta a Tomás Maldonado escrita en 1963 (y publicada en la revista ulm en 1964) acusaba de “falta de intuición política” a Hannes Meyer durante el poco tiempo que dirigió la escuela. Eso es lo que nunca le faltó a Gropius: intuición política y capacidad de adaptación. (Gropius, ulm, 1964). Supo casi siempre de dónde venía el viento y no tuvo reparos en reinterpretar los hechos para dar sentido al mito de la Bauhaus en las siguientes décadas.
Walter Gropius hacia 1919, en una fotografía de Luis Held (1851-1927).
La ofensiva política contra la Bauhaus
Entre 1919 y 1928 Gropius no tuvo otro interés que dirigir la escuela que había fundado, aunque no abandonó por completo su actividad como arquitecto. Era una tarea de gran envergadura, en primer lugar, porque dependía económicamente de la ciudad de Weimar y del estado de Turingia, administraciones con las que era obligado mantener relaciones cordiales. Pero la Bauhaus también supuso una constante tensión por las muchas innovaciones pedagógicas que trajo consigo y las discrepancias que generó su aplicación entre un variopinto cuadro de docentes.
Gropius fue acusado por algunos docentes (y por personas ajenas a la institución) de mantener un estudio privado de arquitectura dentro de la escuela y de utilizar a los alumnos como empleados, aunque tales acusaciones nunca fueron probadas. En todo caso, si parece que sus actividades profesionales pudieron en algún momento colisionar con su responsabilidad como director. En 1927 Fritz Hesse, alcalde de Dessau y en alguna medida responsable del funcionamiento de la escuela, llegó a llamarle al orden por ciertas ausencias injustificadas. Lo cierto es que, por la razón que fuese, en 1928 Gropius abandonó la Bauhaus para dedicarse plenamente a su trabajo como arquitecto y propuso a Hannes Meyer como sucesor. Su lejanía de la dirección no impidió que participase de algún modo en el cese del propio Meyer en 1930, y en el posterior nombramiento de Ludwig Mies van der Rohe.
Tras la llegada al poder del NSDAP en 1933 no mostró Gropius serias resistencias al cambio de régimen. Del mismo modo que otros miembros de la Bauhaus (y de tantos activistas de los movimientos de vanguardia) intentó “un acercamiento a la retórica nacionalsocialista” como demuestran algunas de las conferencias impartidas en 1934, cuando la dictadura era ya un hecho (Medina Warburg, 2018, 59). En esas intervenciones llegó a defender la naturaleza genuinamente germánica de la arquitectura moderna. Pero más que una verdadera convicción, lo que movió a Gropius (como a muchos otros) fue la necesidad de sobrevivir en un ambiente cada vez más adverso (Nerdinger, 1993). Como señalaba Medina Warburg (2018, 59), “no se han superado las narraciones épicas que identificaron el vanguardismo artístico con el compromiso político”, y más en concreto las que hacen referencia al fundador de la Bauhaus.
El sueño americano
A pesar de su prudencia política, Gropius se vio obligado a exiliarse, primero en el Reino Unido, y más tarde en Norteamérica. En Londres publicaría su libro, The new Architecture and the Bauhaus (La nueva arquitectura y la Bauhaus), de 1935, el primero donde inicia su tendencia a reescribir la historia de la escuela para adaptarla a su nueva condición de emigrado.
La manera en que Gropius impulsó una difusión políticamente interesada de sus ideas tras la Segunda Guerra Mundial quedó en evidencia en los viajes que hizo por Iberoamérica, “promovidos y financiados por el departamento de estado como iniciativas de propaganda cultural en el exterior” (Medina Warburg, 2018, 59). Si, como señala Fiona MacCarthy (2019), la arquitectura de Gropius carecía de la carga emotiva que caracterizó a Le Corbusier o de Mies van der Rohe, sus virtudes para relacionar cosas y personas, y crear fenómenos culturales fueron providenciales para quien, como él, tuvo que empezar una nueva vida en Estados Unidos.
Durante la segunda postguerra, Gropius fue nombrado consejero de las fuerzas de ocupación norteamericanas en Alemania con la misión de estudiar los problemas derivados de la reconstrucción del país. Su relación con el gobierno de Estados Unidos llegó a ser tan estrecha que la CIA sufragó la publicación de algunos de sus libros e impulsó su figura internacionalmente. El encargo de construir la embajada en Atenas no fue ajeno a esta peculiar posición de Gropius ante la administración norteamericana (Betts, 2009, 190).
En 1946 fundó TAC, The Architects Collaboratives, junto a varios arquitectos norteamericanos (Körte, 2019). De este periodo es de singular importancia el mítico edificio Pan Am, concluido a principios de los sesenta, y que despertó tanta controversia, hasta el punto de ser uno de los edificios más detestados por los neoyorquinos, tanto por su forma como por su ubicación (Banham, 1964). En 1964, en la revista ulm, Reyner Banham criticaba a quienes veían “a Gropius como un semidiós, a pesar del edificio de la Pan Am”.
Su estrategia de promoción en Estados Unidos había comenzado con la exposición del MoMA en 1938 que se ocupaba exclusivamente del periodo comprendido entre 1919 y 1928, es decir la época de Gropius. Y como cabría esperar, los posibles méritos de Meyer se resumieron de la manera más escueta en el catálogo de esa exposición donde él, por otra parte, tenía un evidente protagonismo.
Aunque la monografía de Wingler, aparecida en Alemania en 1962, proporcionaba ya una visión algo más amplia, Walter Gropius siguió liderando la interpretación de la Bauhaus hasta sus últimos días. El catálogo de la exposición organizada en 1968, 50 Jahre Bauhaus, presentaba el conocido diagrama circular con la estructura pedagógica de la escuela, ideado en 1922, como algo que estuvo en vigor durante todo el periodo de existencia de la escuela entre 1919 y 1933 cuando no fue así (Droste, 2009).
Gropius no solo consiguió asimilar las ideas de Meyer e incorporarlas a su interesado relato, hizo lo mismo con las de Mies van der Rohe y con cualquier otra aportación que fuera de interés para sus objetivos. Tales cambios fueron posibles gracias al enorme control que tuvo sobre el legado de la escuela que le permitió modelar paulatinamente el relato a su conveniencia. Esas maniobras sirvieron para que la Bauhaus pudiera insertarse en la construcción cultural de esa República Federal y contribuir a dar forma a la sociedad de consumo surgida del crecimiento económico. En tal sentido, no puede negarse su positiva influencia para que el proyecto de la Hochschule für Gestaltung de Inge Scholl, Otl Aicher y Max Bill recibiera el apoyo de Estados Unidos y fuera una realidad en 1953.
En 1968 LIFE dedicó un empalagoso reportaje al fundador de la Bauhaus con motivo de su 85 cumpleaños que apareció también en la versión de la revista en español. En un lenguaje carente del mínimo recato, el reportaje glosaba la figura de un hombre ejemplar y comenzaba con una declaración tan exagerada como innecesaria: “Cuando Walter Gropius, de vacaciones en Arizona, se divierte lanzando chorros de agua, las gotas caen trazando en el aire la trayectoria de un hermoso diseño”.
El resto de las páginas, ilustradas con grandes fotografías, mostraban al matrimonio Gropius completamente integrado en la vida norteamericana, lejos del frío de la costa este en la que vivían.
“Cuando llega el invierno, Gropius y su esposa se van de Massachusetts a Castle Hot Spring, estado de Arizona. Gran jinete, a veces cabalga hora tras hora por el desierto […] excelente tirador hace aquí unos disparos de práctica”.
El propio Gropius añade algunos elogios al país que lo acogió:
“Es imposible aburrirse cuando se anda por el campo […] ‘Me extraña mucho que los norteamericanos no recorran más este país. Encierra grandes maravillas”.
A estas líneas acompañaban unas reflexiones de Peter Blake, por entonces director del Architectural Forum, quien, en un lenguaje algo más sosegado, insistía en los argumentos del mito. Tras referirse a la importancia de Frank Lloyd