Eugenio Vega Pindado

De Weimar a Ulm


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corrientes. El KPD, el Partido Comunista, fue el primero en ser ilegalizado, pero pronto lo sería también el SPD. Los partidos de derecha y el Zentrum católico se disolvieron para que muchos de sus miembros se integrasen en el nacionalsocialismo. A final de la primavera de 1933, en Dachau, se abrió el primer campo de concentración para los opositores políticos que aún no habían huido del país. En poco más de medio año, el régimen parlamentario que permitió a Hindenburg dejar el poder en manos de un loco, devino en una terrible dictadura que llevaría al mundo a una de sus mayores pesadillas.

      Este proceso de liquidación de la democracia se vio acompañado de la persecución de toda forma de expresión cultural que los nazis pudieran considerar antialemana, entre la que se encontraba la Bauhaus. Aunque antes de la toma del poder el partido nacionalsocialista nunca tuvo posición oficial acerca del diseño y la arquitectura, menos aún sobre su enseñanza, algunos miembros del partido como Wilhelm Frick o Alfred Rosenberg ya habían cargado contra la Bauhaus por sus degeneraciones modernas y su supuesto antigermanismo. Para ellos, no era más que un grupo de comunistas y radicales al servicio de la Unión Soviética.

      A pesar de que muchos miembros de la Bauhaus tuvieron que dejar Alemania de inmediato por miedo a ser detenidos, otros, entre ellos Walter Gropius, Herbert Bayer o Ludwig Mies van der Rohe, intentaron cada uno a su manera, buscarse un hueco en el nuevo régimen. Cuando comprobaron que ni siquiera ellos estaban libres de ser perseguidos, iniciaron el camino del exilio.

      A pesar de que el sistema político vivió en una constante inestabilidad, Weimar fue también una época de florecimiento cultural y de cambios sociales irreversibles. Pero muchas de las características culturales del periodo republicano nacieron y llegaron a ser relevantes antes de 1918, y así sucedió con la mayoría de sus creadores: por ejemplo, aunque Arnold Schönberg completara su sistema dodecafónico a mediados de los años veinte, su inclinación hacia la atonalidad había tenido lugar antes de la contienda. Algo parecido sucedió con las distintas corrientes de la pintura de vanguardia, de tal forma, que la abstracción (que empezó a generalizarse en esa década) fue resultado de las innovaciones anteriores.

      La guerra confirió a la cultura de Weimar “un talante político y un tono estridente”. En cierta medida, como ha señalado Peter Gay, en aquellos años no se creó nada que no existiera antes de 1914, pero la libertad que trajo la República contribuyó a liberar todo lo que estaba latente (Gay, 1984, 15). En tal sentido debe interpretarse a Walter Gropius cuando declaró que, de repente, se dio cuenta al volver del frente de “que tenía la obligación de participar en algo completamente nuevo, algo que cambiara las condiciones en las que habíamos vivido hasta entonces” (Gropius, 1968).

      Para una gran parte de alemanes había comenzado una nueva era. Al progreso tecnológico que supuso la aparición de la radio y la popularización del cine se unió la influencia de la música norteamericana y la cultura del consumo que trajeron las nuevas formas de comercio. Esa mezcla de cultura popular con la actividad incesante de las vanguardias artísticas hizo de Berlín una ciudad única en la Europa de su tiempo.

      Una incipiente sociedad de consumo

      Aunque la incipiente sociedad de consumo iniciada durante los años de Weimar se viera lastrada por las crisis económicas se produjeron cambios que no tenían marcha atrás. Los grandes comercios crecieron por la concentración de una próspera clase alta, (de Grazia, 2006, 200) mientras los almacenes populares aparecieron en los extrarradios y en los barrios de trabajadores. Con precios fijos, organización estandarizada y disponibilidad de mercancías, los almacenes populares se convirtieron en un verdadero competidor de las pequeñas tiendas de toda la vida que no se habían visto afectadas por los grandes almacenes del centro de las ciudades. Este nuevo comercio, herencia de las tiendas de “five and dime” (tiendas de cinco y diez centavos) de Estados Unidos, llegaría a Europa durante el periodo de entreguerras. Todo se vendía a precio fijo sin posibilidad de devolución. El peligro que estos negocios suponían para el pequeño comercio hizo que en 1930 el gobierno de Brünning “sacudido por las protestas de los tenderos promovidas por los nazis, aprobase una ley para frenar en seco la expansión de estas cadenas de tiendas” (de Grazia, 2006, 214).

      A esos cambios en el consumo se unió una gran transformación de los medios de comunicación. Sin duda, los avances tecnológicos que tuvieron lugar durante ese periodo de tiempo fueron muy importantes para la vida cotidiana. Las elecciones de 1924 fueron las primeras que contaron con la presencia de la radio, medio que terminaría llegando a los hogares de los trabajadores en la década siguiente. La música se popularizó y las noticias llegaron a donde nunca había sido posible con los periódicos; los acontecimientos deportivos (el boxeo, por ejemplo) y las transmisiones musicales empezaron a formar parte de la programación radiofónica.

      Con la impresión en huecograbado las revistas ilustradas pudieron superar las limitaciones de los procedimientos anteriores para imprimir fotografías y surgieron, como en Estados Unidos, los periódicos populares. Este tipo de prensa organizada en torno a grandes grupos de comunicación impulsó la modernización con semanarios como el Berliner Illustrirte Zeitung del grupo Ulstein con una carácter marcadamente comercial. Pero también fue posible la aparición en 1924 del Arbeiter Illustrierte Zeitung, una publicación izquierdista en la que colaboraron escritores como Máximo Gorki o George Bernard Shaw, artistas como George Grosz y, sobre todo, John Heartfield, el creador del fotomontaje político (Willmann, 1975).

      El cine (sobre todo el norteamericano) se convirtió en un fenómeno de masas que llenó las salas de espectadores durante toda la década. Este interés contribuyó a la aparición de una industria cinematográfica que produjo todo tipo de películas, desde las más vulgares a las más ambiciosas. La UFA (la Universum Film AG) creada por el estado alemán durante la guerra para realizar películas de propaganda y noticiarios, sería privatizada en 1921. A partir de entonces, inició una etapa de crecimiento que le llevaría a realizar más de quinientas películas anuales. En esta época de intensa actividad trabajaron para la compañía directores tan importantes como Fritz Lang, Friedrich Wilhelm Murnau y Max Ophüls. En 1921 se realizó Das Land ohne Frauen, la primera película sonora alemana y en 1931 Phil Jutzi hizo la adaptación sonora de Berlin Alexanderplatz, la novela de Alfred Döblin.

      Antes de Metropolis, su obra más conocida, Fritz Lang había dirigido la primera versión del Die Nibelungen, la ópera de Richard Wagner que se proyectaba mientras una orquesta actuaba en la sala. El acompañamiento era la única forma de ambientación musical en los años del cine mudo. Así sucedió con Berlin, Die Sinfonie der Großstadt, la monumental obra de Walter Ruttmann estrenada en el otoño de 1927 mientras se interpretaba la música expresamente compuesta por Edmun Meisel (de la Torre, 1930, 6). Aunque entonces no tuvo una buena acogida ni por parte del público ni de la crítica, esta obra representa la crónica más fascinante de lo que debió ser la capital del Reich en los años finales de la República de Weimar. La película, que se inicia con la salida de los empleados a su puesto de trabajo, registra el devenir de la ciudad desde la mañana a la noche en su poco más de una hora de duración.

      Del mismo modo que Berlín, la película Menschen am Sonntag (en la que participaron Willy Wilder y Fred Zinnemann) mostró hasta donde podía llegar el cine sin sonido en 1930, cuando ya se habían rodado algunas películas sonoras. El relato de los días festivos de unos jóvenes berlineses retrata una Alemania moderna, ajena a los viejos hábitos de la era guillermina que anhelaba la libertad y la tolerancia que la república prometía a las nuevas generaciones.

      Nuevas costumbres para un tiempo nuevo

      La revolución trajo consigo nuevas costumbres y nuevas formas de relación que, aunque iniciadas tímidamente antes de la guerra, se hicieron más visibles en los años veinte. Como señala Eric Weitz, no es fácil saber si tales cambios se produjeron en todos los ámbitos sociales con la misma intensidad. (Weitz, 2009, 354). En grandes ciudades como Berlín, se hizo evidente una mayor libertad y cierta tolerancia hacia la homosexualidad, lo que no puede afirmarse que sucediera en ciudades más pequeñas. Las mujeres con el pelo corto se movían con desenvoltura por la capital del Reich, fumaban y mostraban con claridad su deseo de independencia. Esta moderna vida femenina, en la que se incluían también nuevas formas de