si la conocía? ¿Se refería a Janet Pendleton, la heredera de la fortuna de Pendleton? ¿Aquella rubia de ojos azules que aparecía en las páginas de sociedad del New York Times prácticamente todas las semanas?
Durante una fracción de segundo, Annie se sintió como si el suelo estuviera moviéndose bajo sus pies. Pero no tardó en reponerse y dibujar en sus labios una firme sonrisa.
–Me temo que no frecuentamos los mismos círculos. Pero sé quién es, por supuesto. Y me alegro de que tus gustos hayan variado un poco y ya no te dediques sólo a las veinteañeras. Es agradable saber que ya eres capaz de salir con mujeres que andan cerca de los treinta. ¿Y ya se lo has dicho a Dawn?
–¡No! Bueno, todavía no he tenido tiempo. Pensaba esperar a que volvieran de su luna de miel.
–Ah, Milton, estás aquí –Annie agarró a Milton del brazo, a pesar de que era perfectamente consciente de que estaba intentando dirigirse a la mesa del buffet sin que ella o Chase lo vieran–. Milton –repitió, dirigiéndole una deslumbrante sonrisa–. Mi marido acaba de darme una noticia maravillosa.
Hoffman miró a Chase sin mover ni un milímetro la cabeza. Parecía que tenía tortícolis.
–Cuánto me alegro –comentó.
–Chase va a casarse otra vez. Con Janet Pendleton. ¿No te parece maravilloso?
–Bueno, realmente.. –comenzó a decir Chase.
–Supongo que estamos en época de romances –dijo Annie con una aterciopelada risa–. Dawn y Nick, Chase y Janet Pendleton… –inclinó la cabeza y alzó la mirada hacia Milton–. Y nosotros.
La nuez de Milton se movió de tal manera que casi se descolocó la corbata. Hacía menos de una semana le había pedido a Anne Cooper que se casara con él. Ella le había dicho que lo apreciaba y admiraba, y había confesado lo mucho que disfrutaba de su compañía y sus atenciones. Había dicho de todo, menos que sí.
La mirada de Milton voló desde Annie hasta su primer marido. Y el profesor tuvo la aterradora sensación de que este último estaba deseando pulverizarlo.
–¿Chase? –preguntó Annie radiante–. ¿No nos vas a felicitar?
–Sí –contestó Chase, hundiendo las manos en los bolsillos–. Te deseo lo mejor, Annie. Y también a tu cadáver. A los dos.
La sonrisa de Annie se esfumó.
–Siempre has sabido decir lo más adecuado en el momento oportuno, ¿verdad Chase? –giró sobre sus talones y se dirigió con Milton hacia la mesa del buffet.
–Anne –susurró Milton–. Anne, querida. No tenía idea de…
–Y yo tampoco –replicó Annie y sonrió a aquel sorprendido rostro.
Casada, pensó Chase desolado. Su Annie casada con ese tipo.
Estaba seguro de que tenía mejor gusto.
Deslizó su vaso vacío por la barra, en la dirección del camarero.
–Mujeres –musitó–. No podemos vivir con ellas, pero tampoco sin ellas.
El camarero sonrió educadamente.
–Sí, señor.
–Lléneme la copa otra voz. Bourbon y…
–Y agua. Un solo hielo. Lo recuerdo.
Chase lo miró atentamente.
–¿Está intentando decirme que he bebido demasiado?
La sonrisa del camarero cobró un tinte todavía más educado.
–Podríamos decir que está a punto de hacerlo.
–En el momento en el que haya bebido demasiado, seré yo el primero en darme cuenta. Y puede estar seguro de que se lo haré saber. Hasta entonces, sírvame lo que le pida.
–¿Chase?
Chase volvió la cabeza. Tras él, parte de los invitados bailaban mientras otros continuaban disfrutando de las exquisiteces gastronómicas que les ofrecían y que, por supuesto, Annie no le había permitido pagar.
–No tengo intención de pedirte que pagues la cuenta de la comida. Yo pienso hacerme cargo de todo –le había dicho fríamente cuando él la había llamado para decirle que no se preocupara por los gastos de la boda–. Dawn es mi hija, tengo un negocio que cada vez funciona mejor y no necesito tu ayuda.
–Dawn también es hija mía –le había espetado él, pero antes de que terminara la frase, Annie ya le había colgado el teléfono. Siempre había sido una experta en decir la última palabra. Pero aquel día no lo había conseguido. El recuerdo de la cara que había puesto cuando le había contado aquella estupidez de que estaba a punto de casarse con Janet le estaba ayudando a soportar aquella interminable celebración.
–¿Chase? ¿Estás bien?
¿A quién pretendía engañar? Aquel día tampoco había dicho él la última palabra. Lo había hecho Annie. ¿Pero cómo iba a casarse Annie con esa gallina con gafas y pajarita?
–Chase, ¿qué diablos te pasa?
Chase pestañeó. David Chambers, el que había sido su primer abogado, estaba a su lado.
–David –lo saludó, palmeándole el hombro–, eh, ¿qué tal te va?
David sonrió mientras daba a su viejo amigo un abrazo de oso.
–Estupendamente. ¿Y a ti?
Chase tomó su vaso y bebió de un solo trago la mitad del bourbon.
–Nunca me ha ido mejor. ¿Qué quieres tomar?
David se dirigió al camarero.
–Un whisky de malta con hielo y una copa de Chardonnay, por favor.
–No me lo digas –dijo Chase con una afectada sonrisa–. Estás con una chica. Supongo que el amor ha vuelto a clavar sus garras en ti.
–¿En mí? –David soltó una carcajada–. El vino es para una de las invitadas que está en mi mesa. En cuanto a lo de las garras del amor… No, Chase, eso ya no es para mí. No pienso volver a caer en sus redes nunca más.
–Ya –Chase rodeó su vaso con la mano–. El problema está en que te casas con una mujer y al cabo de un par de años se ha convertido en otra completamente distinta.
–En eso estamos de acuerdo. El matrimonio es una fantasía femenina. Le prometen a uno cualquier cosa para atraparlo y después se olvidan de lo que habían prometido –el camarero le sirvió el whisky. David tomó su vaso y se lo llevó a los labios–. Tal como yo lo veo, lo único que debería hacer un hombre es intentar conseguir una buena ama de llaves, una cocinera y una secretaria. ¿Qué otra cosa necesita?
–Nada –respondió Chase malhumorado–. Absolutamente nada.
El camarero dejó la copa de Chardonnay frente a David y éste la levantó y miró a través del salón.
Chase siguió el curso de su mirada hasta topar con una atractiva morena sentada en actitud altiva.
David tensó la barbilla y bebió otro sorbo de whisky.
–Desgraciadamente, hay otra cosa que también necesitamos. Y allí es donde los pobres bastardos como tú y como yo nos encontramos con problemas.
–Pobres bastardos, sí –repitió Chase y alzó su vaso hacia David–. Pero al menos sabemos cómo hay que hacer las cosas. Acuéstate con ellas y olvídalas para siempre.
David se echó a reír y brindó con Chase.
–Eso se merece un brindis.
–¿El qué? ¿Y se puede saber qué hacen dos tipos como vosotros aquí escondidos?
Ambos hombres se volvieron. Dawn, radiante, y