Aurora María Pachano Álvarez

Las fotografías y sus relatos


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de violencias en escenarios urbanos

       Conclusiones

       Capítulo 3. Sofía: un caso de resiliencia y perdón

       La infancia de Sofía: un continuo de violencias

       “El sueño de mi vida es casarme”

       Ante el sufrimiento y la violencia: resiliencia y reconciliación

       Superar las heridas de la violencia: proyecto de vida y estabilidad laboral

       Conclusiones

       Capítulo 4. La tercera generación: ¿reproducción social de la violencia?

       El Gordito: un caso de solidaridad entre víctimas de violencias de dominación

       Laura: la esperanza de las mujeres de la familia

       Conclusiones

       Conclusiones generales

       Bibliografía

       Anexo

      La familia Gómez Ríos vive en la localidad de Bosa, en el barrio San Pablo, sector II, barrio obrero que colinda con el municipio de Soacha, al extremo suroccidental de la ciudad de Bogotá, zona que se ha caracterizado por acoger campesinos desplazados. La vivienda está ubicada en un barrio clasificado por el Distrito Capital como estrato 2. Es un inquilinato pequeño compartido por tres familias. Hace parte de una casa, en cuyo segundo piso viven los dueños, quienes les alquilan dos habitaciones contiguas con baño. Por fuera, hacia el patio común que comparten con las otras familias, está la cocina. El piso es de baldosa y las paredes están pintadas de color verde; en una de ellas, la que queda junto al baño, se notan manchas de una humedad densa y añeja. Las ventanas dan al patio interior, de manera que no entra mucha luz a sus piezas, como ellos las llaman. En la casa viven cuatro personas: Mariana, la abuela materna; Sofía, la mamá; y sus dos hijos: Laura, una adolescente de 17 años, y Damián, de 14. La estrechez no es problema para recibir visitas y dar de comer a todos. El día en el que hice las primeras entrevistas almorzamos ahí once personas: la abuela y una de sus amigas; la mamá y un tío; los dos hijos, tres primas y un compañero del colegio del niño, que había venido para hacer un trabajo, y yo. En general, el ambiente me pareció tan alegre y la familia tan generosa y abierta que nunca pensé encontrarme con historias de sufrimientos tan densas detrás de esas sonrisas.

      En una de las habitaciones hay tres camas, una doble y dos sencillas. En la doble, duermen la mamá y el niño. En esta parte de la casa, mantienen la boquilla sin bombillo, al parecer para evitar el gasto de luz. En una de las visitas que hice a la casa, uno de los hermanos de la mamá que pasó por ahí como hacia las once de la mañana les dijo que no entendía esa mala costumbre de mantener las luces apagadas si no se ven y prendió la luz de la otra habitación que sí tiene bombillo.

      El dormitorio se conecta por un marco sin puerta a otro cuarto donde tienen una mesa redonda con cuatro sillas, una de ellas rota, sin asiento. Tienen un armario y dos cómodas con varios cajones: sobre la más alta está el televisor, pantalla plana; sobre la más bajita, el computador, que usan los niños para las tareas. Entre estos muebles, están distribuidas la ropa personal de ellos, las sábanas, las toallas y demás lencería de la casa. Frente a estos, tienen otros dos muebles donde guardan los víveres y, organizados en el piso, en un rincón, tienen algunos zapatos y morrales. La casa me transmite orden y limpieza. En esta habitación también se encuentra el baño, en cuya puerta metálica tienen pegado un afiche muy grande del grupo One Direction, que contrasta con el resto de la casa. Cuando entré en el baño, vi que la mitad de arriba de la puerta es de vidrio y que el afiche sirve para evitar la visibilidad. En las paredes tienen un par de cuadros, con afiches de zonas de Santander, de donde la abuela es originaria.

      Desde mi primera visita a esta casa, noté que, como parte de la dinámica familiar, hay unos roles de género predefinidos que se llevan a cabo en un contexto patriarcal popular. Si bien todos comparten ciertas privaciones materiales, esta situación de escasez se entrecruza con la dominación masculina. Pues los hombres gozan de ciertos privilegios de tipo doméstico avalados y reforzados por las mujeres, quienes se encargan de todas las tareas de la casa, mientras los hombres son servidos.

      En esta familia, me llaman “profe”, aunque les expliqué que no lo soy. Cuando almorcé con ellos, me sirvieron un plato con bastante más comida que al resto de personas. Solo a mí me dieron tenedor y cuchillo para comer, mientras el resto utilizaba cuchara. No me permitieron ayudarles con las tareas de la casa y la única mesa que tienen la reservaron para mí, de manera que los niños que necesitaban una superficie plana para hacer la tarea de dibujo técnico no podían hacerlo. Cuando caí en la cuenta de esto, propuse cambiar de lugar para hacer las entrevistas y ellos pasaron a la mesa. Son muy atentos, y cuando estoy en la casa, procuran darme siempre algo de comer. En otra ocasión, en la que todos estaban en vacaciones y llegué por la mañana, aunque les había dicho que ya había desayunado, me prepararon un generoso plato de huevos revueltos, dos panes y chocolate caliente, para que lo comiera a la par con los muchachos; y más tarde me sirvieron una buena taza de café. Aunque insistí en que no hacía falta, para ellos no había opción: me decían que yo era su invitada especial y que tenía que estar bien atendida. Me llamó la atención lo de “invitada especial”, al igual que lo de “profe”. Primero, porque yo estaba ahí no porque me hayan invitado, sino porque les había pedido ir para entrevistarlos. Es decir, eran ellos quienes me estaban haciendo un favor a mí. Segundo, porque noto que detrás de las formas de llamarme y presentarme a las personas que llegan a la casa y las atenciones que tienen conmigo me ven diferente. Sobrevaloran mi título universitario y asumen que por haber ido a la universidad soy “profe”. Por eso, se sienten obligadas, en especial la mamá y la abuela, a ser atentas conmigo. Cuando voy, procuro llevarles algún regalo como un ponqué, unos chocolates o algún detalle personal como aretes para la mamá y la abuela. Pero, luego de tantas atenciones y su disponibilidad para entrevistarlos, termino sintiéndome más que en deuda.

      En otra ocasión, fui en compañía de la amiga que me puso en contacto con esta familia. Los conoció gracias a su trabajo en una fundación que promueve la educación de niñas y adolescentes para el cambio social. Como parte de esto, tienen un programa de proyecto de vida y refuerzo escolar para adolescentes: las prepara para la educación superior y consigue becas en universidades para algunas de ellas. Laura, la niña de la familia, participó en este programa los tres últimos años de colegio y obtuvo una beca para ingresar a la universidad. Ahora estudia Economía en la Universidad Católica.

      Cuando llegamos con Lina, mi amiga, la mamá fue a recibirnos a la estación de Transmilenio. Nos acogió con muchísima alegría, pues estaba segura de que esa tarde se resolverían sus problemas. Nos confesó que les había dicho a todos en su casa y que había pedido al papá de los niños que estuviera hoy presente, porque ella había invitado a dos psicólogas para que fueran a ayudarle a resolver los inconvenientes que tenía con el estudio de sus hijos. Pero esas psicólogas, según ella, éramos nosotras. Mi amiga es licenciada en Literatura y yo soy comunicadora social, por lo que cruzamos las miradas con preocupación, mientras escuchábamos el entusiasmo de Sofía. Finalmente, mi amiga sacó sus herramientas de psicopedagogía que había adquirido durante la carrera para intentar ayudarlos. Apenas pude, me aparté de la conversación para hacer las entrevistas que necesitaba. Pero, con independencia de cómo sorteamos la situación, nos pareció llamativo la seguridad con la que la mamá hablaba y la confianza que depositó en nosotras, pensando que realmente éramos las personas indicadas para resolver sus problemas familiares. Además de vernos extranjeras a su mundo social, legitimaban en exceso nuestro capital cultural, en consideración a que, como “personas estudiadas”, podríamos resolver asuntos que tanto para ellos como para nosotras eran difíciles de afrontar. De este modo, siento que tendían a vernos con cierta “superioridad”, pues, en nuestra sociedad, pocas personas acceden a educación superior y los que estudian hacen cosas que exigen conocimientos especializados y ocupan posiciones laborales