y su contexto sin contar con un relato que lo explique. Además, durante ese ejercicio de apreciación, surgen interacciones entre quienes ven y las imágenes o entre las distintas personas que las observan. Cada observador, como resultado de esa interacción y según su cercanía con el contenido de la imagen, puede hacer sus interpretaciones o construir sus propias historias. De ahí la ilusión de que la fotografía habla por sí sola, o como versa aquella frase tan utilizada en el campo de la comunicación: “una imagen vale más que mil palabras”. Es cierto que las imágenes comunican con mucha fuerza, pero siempre necesitan ir acompañadas de una explicación que dé cuenta de sus contextos de producción. La fotografía inmortaliza un momento específico (las interacciones visibles), como la celebración de cumpleaños de un niño, lo cual hace pensar en un momento de alegría para la familia. Sin embargo, remite también a una variedad de contextos que le dan sentido (interacciones no visibles en la fotografía), por ejemplo, comprender que en el momento en el que fue tomada la fotografía los padres estaban pasando por una crisis de pareja o por dificultades económicas. Las fotografías, a pesar de tener una dimensión “interaccionista”, a través de los relatos permiten abrir reflexiones sobre los múltiples contextos en los cuales se insertan.
Por esto, decidí enfocarme en estudiar cómo las experiencias singulares son a la vez experiencias socialmente moldeadas, cómo las vivencias más íntimas no son ajenas al funcionamiento de las estructuras sociales o colectivas o cómo el sufrimiento personal es también un sufrimiento socialmente producido. Uno de los principales retos de esta investigación, en este sentido, es buscar las huellas que han dejado los procesos sociales de moldeamientos sobre estas existencias singulares y pequeñas. Para esto, me detuve en analizar cómo han sido vividas esas vidas, cómo las narran hoy sus protagonistas y cómo, a pesar de todas las dificultades, logran reconstruir historias de sí mismos. Es, en definitiva, un análisis hecho a través de una narración de narraciones.
Para destacar estas experiencias singulares como experiencias sociales de producción de personas, fui analizando y preguntándome durante el trabajo cómo se ven afectadas por la pertenencia a tres tipos de colectivos: el género, la clase social y la generación. Además, para una mejor comprensión de estas experiencias singulares, las indagué en la vida de los entrevistados desde cuatro dimensiones que presento a continuación:
Dimensiones de la experiencia | ||
Activas | Pasivas | |
Prácticas | Lo que hacen | Lo que les pasa |
Interpretativas | Lo que piensan | Lo que sienten |
1. Lo que hacen las personas (sus acciones y prácticas).
2. Lo que les sucede (lo que los afecta y que no pueden controlar).
3. Lo que piensan (sus interpretaciones y pensamientos).
4. Lo que sienten (sus sentimientos corporales o sus sentimientos como reflejos de éticas y estéticas de clase).
Función política del sufrimiento
Aunque llevé a cabo el trabajo de campo con cuatro familias, decidí, en el momento de la narración, concentrarme en una sola, la cual representa un caso especialmente denso, con tanto por contar que me permitió seguir adelante con mis objetivos. A pesar de que el esfuerzo de redacción se concentró en un solo caso, los otros están presentes, de manera implícita. Porque el trabajo con las otras familias me aportó experiencias y conocimientos que han marcado indudablemente mi manera de entender sus realidades y me han dado una visión más amplia para analizar el sufrimiento y la violencia.
Al escoger esta familia de las clases populares con mujeres cabeza de familia para desarrollar el análisis del trabajo, también asumí el riesgo de que se juzgue mi trabajo como voyerista por hacer hincapié en los sufrimientos y en las dificultades de mujeres que conviven con una doble dominación: de clase y de género. Como explica Bourgois (2010), trabajar sobre marginación social encara al investigador con el dilema de las políticas de la representación, pues la investigación etnográfica permite conocer detalles de los casos particulares que, si no son analizados en relación con su contexto de producción y no se da cuenta de esos contextos, se corre el riesgo de transmitir una imagen sesgada o demasiado desfavorable de las personas estudiadas, como que su marginación es consecuencia de su responsabilidad personal, y dejar de lado las condiciones estructurales que la producen. No obstante, al igual que el antropólogo citado, no busco exhibir el sufrimiento de estas mujeres, pues no considero “normal” que la condición social, tampoco la de género o de edad, que puede exponer a una mayor vulnerabilidad, justifique las desigualdades sociales. Al contrario, considero que cualquier persona es susceptible de sufrir, por ejemplo, como consecuencia de la pérdida de empleo, la delincuencia común, la enfermedad o por muchas otras razones. Porque, precisamente, la experiencia del sufrimiento está estrechamente relacionada con las condiciones sociales y culturales (Le Breton, 1999), de manera que puede ser vivida con más intensidad por aquellos más vulnerables (como consecuencia de su pertenencia a colectivos sociales, como la clase o el género). Silenciar la violencia y el sufrimiento es una manera de complicidad; visibilizarlo es una forma de denuncia.1 Para las personas del caso que presento, mostrar su sufrimiento es una forma de valorizar sus luchas y, a su vez, de repararlo, en el sentido de darles la oportunidad de hablar de él, de ser escuchadas, de contar que sus esfuerzos tienen sentido y darle una expresión pública para evitar que se repitan situaciones similares.2 El silencio ante el sufrimiento es una manera de “normalizarlo” o de “invisibilizarlo”, pero hablar de él no siempre quiere decir “espectacularizarlo”, sino convertirlo en vocero de situaciones reales injustas para permitir que ejerza su función política (Renault, 2010).
El hecho de que estas violencias hayan sido ejercidas contra mujeres de las clases populares constituye una razón más para visibilizarlas. Porque “desafiar los mandatos implícitos o explícitos de la no-visibilidad es constituirse en agente de cambio” (Femenías, 2007, p. 21), es hacer del sufrimiento materia de crítica social (Renault, 2010) y es llamar la atención sobre injusticias sociales, porque lo que no se ve no se conoce o, en palabras de Bourdieu (2000a), se “des-conoce”, y eso equivale a no existir. Se trata de un sufrimiento que tiende a ser subestimado o silenciado,3 porque sus víctimas, por su condición de dominadas y por sus escasos capitales culturales, cuentan con menos herramientas para transformar su mundo social. Por lo mismo, es poco probable que desafíen las estructuras de dominación que las violentan. Como bien lo explican West y Fenstermarker (2010), apoyándose en ideas de Bell Hooks, “el hecho de que las más victimizadas sean menos predispuestas a protestar o a cuestionar es precisamente una consecuencia de su victimización” (p. 173). En este sentido, narrar su sufrimiento consiste no solo en denunciar esa dominación, sino también es dar visibilidad al esfuerzo de estas mujeres por superar las marcas de las violencias en sus vidas, con sus dificultades, éxitos y fracasos.
En este sentido, me parece importante también destacar algunas cifras que evidencian los índices de violencia contra mujeres y niños en Colombia. Según el boletín mensual de diciembre de 2019 del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, los casos de violencia registrados entre enero y diciembre de ese año en el entorno familiar contra niños, niñas y adolescentes ascienden a 8466 (4017 contra hombres y 4449 contra mujeres); 47 524 de violencia contra la pareja, de los cuales, 40 760 son casos de violencia contra la mujer; y 15 129 casos de violencia entre otros familiares, entre ellos, son las mujeres las principales víctimas de estas violencias, con 9818 casos registrados (Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, 2019). Son miles de casos que se repiten, en mayor o menor medida, cada año. Estas cifras evidencian que los casos presentados en esta investigación no son situaciones aisladas; pero, además, estas cifras refuerzan la necesidad de visibilizar el sufrimiento y la violencia de mujeres y niños como un camino para desnaturalizar las estructuras de poder que los producen.
Las descripciones de las experiencias de las personas entrevistadas se han hecho con su consentimiento y con su participación, porque, en atención a que la fotografía permite hacer un trabajo entre dos, las narraciones de sus experiencias son fruto de un trabajo conjunto: siempre fuimos dos personas las que trabajamos sobre las fotografías: sus protagonistas y yo. Ello es una ventaja de esta metodología, pues permite reflexionar con las personas sobre sus fotografías y no sobre las personas