Редьярд Джозеф Киплинг

El libro de la selva


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suerte, Jefe de los lobos, para ti y para tus hijos! ¡Que les crezcan dientes fuertes y que jamás se les olvide lo que es el hambre en este mundo!

       El que hablaba era el chacal (Tabaqui, el goloso). Los lobos en la India lo desprecian, porque es un chismoso y se alimenta de desperdicios. Pero aunque lo desdeñan, le tiene mucho miedo, porque es propenso a perder la cabeza y entonces muerde todo lo que encuentra en su camino.

       –Bueno, entra y busca –dijo papá Lobo–, pero te advierto que aquí no hay comida.

       –Para un lobo no –contestó Tabaqui–, pero para un pobre como yo hasta un hueso puede ser un exquisito banquete.

       ¿Quiénes somos nosotros, los Gidur-log (el Pueblo de los Chacales), para andar escogiendo?

       Rápidamente se dirigió hacia el fondo de la caverna, donde encontró un hueso de ciervo con restos de carne, y se puso a roerlo alegremente.

       –Muchísimas gracias por la comida, estaba muy rica –dijo relamiéndose, y luego agregó con aire de despecho–: Shere Khan, el Grande, ha cambiado de cazadero. Durante la próxima luna cazará, según me ha dicho, en estos cerros.

       –No tiene ningún derecho a eso –protestó enojado papá Lobo–. Según la Ley de la Selva, no puede cambiar de lugar sin advertirlo debidamente. Va a asustar toda la caza en quince kilómetros a la redonda, y yo..., yo tendré que trabajar doble en esos casos.

       –Por algo su madre le llamó Lungri (el Cojo) –dijo mamá Loba en voz baja–; es cojo de nacimiento. Por eso no ha podido matar nunca más que ganado. Ahora los campesinos de Waingunga lo persiguen, y se ha venido aquí a molestar a los nuestros. Revolverán la Selva en busca de él cuando ya esté lejos, pero nosotros y nuestros hijos tendremos que huir cuando enciendan fuego a la maleza. ¡Te aseguro que le estamos muy agradecidos a Shere Khan!

       –¿Quieres que se lo diga? – dijo Tabaqui.

       –¡Fuera de aquí! –replicó enfadado papá Lobo–. ¡Fuera de aquí! ¡Ándate a cazar con tu amo! Ya has hablado bastante por esta noche.

       –Ya me voy –respondió suavemente Tabaqui–. Desde aquí se oye a Shere Khan allí abajo entre todos esos árboles. Veo que no era necesario que yo les trajera hasta acá la noticia.

      Papá Lobo se puso a escuchar. En el valle que descendía hasta el río oyó un seco, rabioso y pérfido lamento de un tigre que, siempre que no ha podido capturar ni una sola presa, pierde todo pudor y no le importa que toda la Selva se entere.

       –¡Imbécil! –exclamó papá Lobo–. ¡Qué manera de comenzar el trabajo metiendo semejante ruido! ¿Se imaginará que nuestros ciervos son como sus gordos bueyes de Waingunga?

       –¡Chiss! No son bueyes ni ciervos lo que caza esta noche –contestó mamá Loba–. Lo que busca es al Hombre.

       –¡Al Hombre! –exclamó papá Lobo, mostrando la doble fila de blanquísimos dientes–. ¡Faug! ¿Acaso no hay suficientes escarabajos y ranas en los estanques, que ahora se le ocurre comer carne humana? ¡Y además en nuestras tierras!

       La Ley de la Selva prohíbe a toda fiera comer al hombre, ya que toda matanza humana significa, tarde o temprano, la llegada de hombres blancos, montados en elefantes y armados de fusiles. Entonces a todo el mundo en la Selva le tocaría sufrir. Dicen también (y es cierto) que los devoradores de hombres se vuelven sarnosos y pierden los dientes.

       El ronquido se fue haciendo cada vez más intenso y terminó, al fin, en el ¡Aaar! a plena voz que lanza el tigre en el momento que ataca.

       Se oyó entonces un aullido lanzado por Shere Khan.

       –Falló el tiro –dijo mamá Loba–. ¿Qué ocurre?

       Papá Lobo corrió hacia fuera y a unos pocos pasos oyó a Shere Khan murmurando y gruñendo furiosamente, mientras se revolcaba en la maleza.

       –A ese estúpido se le ha ocurrido nada menos que saltar por encima del fuego de unos leñadores, y se le han quemado las patas –replicó papá Lobo gruñendo con mal humor–. Tabaqui está allí con él.

       –Algo sube por el cerro –observó mamá Loba enderezando una oreja–. Prepárate.

       –¡Un hombre! –exclamó papá Lobo con disgusto–. Un cachorro humano. ¡Mira!

       Frente a frente de él, apoyándose sobre una rama baja, se erguía, completamente desnudo, un niño moreno que apenas sabía andar: la cosa más tierna y pequeña que jamás se había presentado en la caverna de un lobo. Miró a éste cara a cara, y se rió.

       –¿Es esto un cachorro de hombre? –preguntó curiosamente mamá Loba–. Nunca he visto ninguno; tráelo.

       Papá Lobo estaba acostumbrado a mover de un lado a otro a sus propios cachorros, por lo que sin grandes esfuerzos tomó cuidadosamente al niño entre sus dientes, y sin daño alguno lo acomodó junto a sus pequeños lobos.

       –¡Qué pequeño! ¡Qué desnudo!... Y... ¡qué atrevido! –dijo con dulzura mamá Loba. El niño se abría paso por entre los cachorros para arrimarse al calor de la piel–. ¡Ajá! Ahora come con los demás. Así que éste es un cachorro de hombre, ¿eh? Pues a ver si ha habido alguna vez lobo que pudiera vanagloriarse de contar con uno que estuviera entre sus hijos.

       –De eso he oído hablar en varias ocasiones, pero nunca refiriéndose a nuestra manada ni a mis tiempos –contestó papá Lobo–. Está completamente desprovisto de pelos, y bastaría que lo tocara con el pie para matarlo. Pero observa: nos está mirando y ni siquiera tiene miedo.

       El resplandor de la luna que penetraba por la boca de la caverna quedó interceptado, de pronto, por la enorme cabeza cuadrada y por parte del pecho de Shere Khan, que se asomaba por la entrada. Tabaqui, detrás de él, le decía con voz chillona:

       –¡Señor, señor, se ha metido aquí!

       –Shere Khan ¡qué honor su visita! –dijo papá Lobo, mientras sus iracundos ojos lo delataban–. ¿Qué desea, Shere Khan?

       –Mi presa. Un cachorro humano ha pasado por aquí. Sus padres han huido. Dámelo.

       –Los lobos son un pueblo libre –dijo papá Lobo–. Obedecen a las órdenes del Jefe de su manada, y no a las de un pintarrajeado cazador de reses como tú. El cachorro de hombre es nuestro..., para matarlo si se nos antoja.

       –¡Si se nos antoja! ¡Si se nos antoja! ¿Qué es eso de “si se nos antoja”? ¡Por el toro que maté, que es cosa de preguntar hasta cuándo he de estar oliendo su perruna guarida, para obtener lo que justamente se me debe! ¡Soy yo, Shere Khan, el que les habla!

       El rugido del tigre sonó estruendosamente por toda la caverna. Mamá Loba se separó de sus pequeños lobos y se adelantó, fijando en los llameantes ojos de Shere Khan los suyos, semejantes a dos verdes lunas brillando en la oscuridad.

       –Y soy yo, Raksha (el demonio), quien te contesta. El cachorro humano es mío, Lungri, mío y muy mío. No se le matará. Vivirá para correr junto con nuestra manada y para cazar con ella; y, al fin y al cabo, mire, usted, señor cazador de desnudos cachorrillos..., devorador de ranas..., matador de peces...; al fin y al cabo, él será quien, a su vez, le cace. Así que ahora apártese, o por el sambhur que maté, le aseguro, fiera malvada de estas selvas, que va a volver al regazo de su madre más cojo aún que al venir al mundo. ¡Lárguese!

       Shere Khan hubiera desafiado a papá Lobo, pero no podía resistirse contra mamá Loba, porque sabía que en el lugar en que estaban, todas las ventajas eran para ella, y que lucharía hasta morir. Se retiró, pues, refunfuñando de la boca de la caverna, y cuando se vio libre, gritó:

       –¡Cada perro ladra en su propia guarida! Ya veremos lo que dice la manada respecto a eso de criar cachorros humanos. El cachorro es mío, y al fin vendrá a parar a mis dientes, ¡ladrones!

       Mamá Loba se dejó caer jadeante entre sus hijos, y papá Lobo le habló gravemente: