Редьярд Джозеф Киплинг

El libro de la selva


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Dobló la esquina de la casa, corrió hacia el hombrecito, le arrebató aquella especie de maceta y desapareció con ella entre la niebla, mientras el niño campesino se quedaba chillando de miedo.

       “Son muy parecidos a mí –añadió Mowgli soplando en la maceta, como había visto que lo hacía la mujer–. Y esto se me va a morir si no lo alimento.”

       Comenzó entonces a arrojar ramitas de árbol y cortezas secas sobre aquella materia de un rojo tan vivo. Un poco más allá en el cerro, se encontró con Bagheera.

       –Akela ha fallado el tiro –le dijo la pantera–. Si no hubiera sido que te necesitaban también a ti, lo hubieran matado anoche. Fueron al cerro en tu búsqueda.

       –Yo andaba entonces por las tierras de cultivo. Ya estoy listo. ¡Mira! –Y Mowgli levantó la especie de maceta llena de fuego.

       –¡Bien! Ahora falta hacer otra cosa: yo he visto a los hombres arrojar una rama seca sobre esto, y al poco rato la Flor Roja se abría al extremo de la rama. ¿No tienes miedo de hacer eso?

       –No. ¿Por qué tendría que temer? Recuerdo ahora como, antes de ser lobo, me acosté junto a la Flor Roja, encontrándola caliente y agradable.

       Mowgli estuvo todo el día sentado en la caverna, cuidando de su maceta y metiendo en ella ramas secas, para ver el efecto que producían después. Encontró una a su gusto y, al anochecer, cuando Tabaqui llegó a la cueva y le dijo, con harta rudeza, que lo necesitaban en el Consejo de la Peña, se estuvo riendo hasta que Tabaqui se puso a correr. Entonces se dirigió hacia el Consejo, pero riéndose aún.

       Akela, el Lobo Solitario, estaba echado junto a su roca como signo de que la jefatura de la manada estaba vacante, y Shere Khan, con su serie de lobos empachados de sus sobras, se paseaba de un lado a otro con aire resuelto y satisfecho. Bagheera estaba echada junto a Mowgli, y éste tenía entre las piernas la maceta del fuego. Cuando estuvieron todos reunidos, Shere Khan comenzó a hablar, lo que jamás se habría atrevido a hacer en los buenos tiempos de Akela.

       –No tiene derecho a esto –murmuró Bagheera–. Díselo. Ese es de casta de perro: verás cómo se atemoriza.

       Mowgli se puso de pie.

       –¡Pueblo Libre! –gritó–, ¿es acaso Shere Khan quien dirige la manada? ¿Qué tiene que ver un tigre con nuestra jefatura?

       –Viendo que el puesto está vacante, y que me han suplicado que hable... –comenzó a decir Shere Khan.

       –¿Quién lo ha suplicado? ¿Acaso nos hemos vuelto todos chacales para estar alabando a este carnicero, matador de reses? La jefatura pertenece exclusivamente a miembros de la manada misma –replicó Mowgli.

       Se oyeron feroces aullidos que querían decir:

       –¡Silencio, cachorro de hombre!

       –Déjenle hablar. Ha observado fielmente nuestra Ley.

       Al fin los ancianos de la manada gritaron con voz estruendosa:

       –¡Dejen que hable el Lobo Muerto!

       Cuando un jefe de la manada falla en el tiro, dejando de matar la presa que perseguía, recibe el nombre de Lobo Muerto por el resto de su vida.

       Akela levantó con aire de fatiga la cabeza, mostrándose viejo y desgastado por los años.

       –¡Pueblo Libre! –exclamó–, y ustedes también, chacales de Shere Khan. Durante doce temporadas los he llevado a cazar, y siempre han regresado sanos y salvos. Ahora he fallado en el tiro. Bien saben cómo ustedes mismos me llevaron a atacar un ciervo sin experiencia, para que así se viera más clara mi debilidad. Fueron muy hábiles. Tienen derecho a matarme ahora mismo, aquí, en el Consejo de la Peña. Por lo tanto no pregunto más que esto: ¿quién es el que va a quitar la vida al Lobo Solitario? Porque según la Ley de la Selva me corresponde otro derecho: el de exigir que se acerquen a mí uno a uno.

       Se produjo un largo silencio, porque a ningún lobo le parecía muy agradable el tener un duelo a muerte con Akela.

       De pronto Shere Khan rugió:

       –¡Bah! ¿Qué nos importa lo que nos diga ese viejito sin dientes? ¡No tardará en morirse! El hombrecito ese es quien ha vivido demasiado ya... ¡Pueblo Libre! Fue mi presa desde el primer día: dénmelo. Estoy cansado de seguir empeñándome en hacer de él un hombre-lobo. Durante diez temporadas no ha hecho más que molestar a todo el mundo en la Selva. Denme a ese hombrecito, o de lo contrario les prometo que vendré a cazar siempre aquí y no les daré ni un solo hueso. Él es un hombre, un jovencito de los que los hombres tienen, y yo lo odio más que a nada en el mundo.

       Entonces, más de la mitad de los lobos que formaban la manada aullaron:

       –¡Un hombre! ¿Qué tiene que ver con nosotros un hombre? ¡Que se vaya con los suyos!

       –¿Y que vaya a levantar contra ustedes a toda la gente de los pueblos? No: dénmelo a mí, es un hombre, y ninguno de nosotros puede mirarlo fijamente a los ojos –replicó Shere Khan.

       Akela levantó de nuevo la cabeza y dijo:

       –Le hemos dado comida; durmió hasta hoy con nosotros; nos ha proporcionado caza y no ha hecho nada contrario a la Ley de la Selva.

       –Además, yo pagué un toro por él cuando lo aceptamos. Poco vale un toro; pero el honor de Bagheera es algo por lo que estaría dispuesta a pelear –dijo la pantera suavizando su voz lo que más pudo.

       –¡Un toro que fue pagado hace diez años! –gruñeron entre dientes los lobos de la manada–. ¡Que nos importan unos huesos roídos hace ya diez años!

       –¿O, mejor, qué les importa una promesa? –observó Bagheera mostrando sus dientes blancos por debajo del labio–. ¡Bien les queda ese nombre de Pueblo Libre!

       –Un cachorro humano no puede juntarse con el Pueblo de la Selva –rugió Shere Khan–. ¡Entrégenmelo!

       –Por todo es nuestro hermano, excepto por la sangre –exclamó Akela–. ¡Y ustedes lo matarían aquí! Es verdad que harto he vivido. Algunos de ustedes se alimentan de ganado, y de otros he oído decir que, bajo la dirección de Shere Khan, van de noche, protegidos por la obscuridad, a robar niños a las mismas puertas de las aldeas. De ello deduzco que son unos cobardes, y que a cobardes les estoy hablando. Es cierto que moriré y que mi vida carece ya de valor, pero si lo tuviera ofrecería mi vida por la del hombrecito. Por el honor de la manada, yo les prometo que, si dejan a ese hombre-cachorro volver con los suyos, no les mostraré los dientes cuando llegue mi hora de morir. Esperaré la muerte sin resistencia. De esta manera, se ahorrarán tres vidas por lo menos. No puedo hacer más; pero si aceptan lo que les digo, no pasarán por la vergüenza de matar a un hermano que no ha cometido ningún delito..., un hermano cuya vida fue defendida y comprada, de acuerdo con la Ley de la Selva, cuando se le incorporó a nuestra manada.

       –¡Es un hombre..., un hombre..., un hombre! –gruñeron los lobos y la mayor parte de ellos comenzó a agruparse alrededor de Shere Khan, que se golpeaba las caderas con la cola.

      –En tus manos está ahora el asunto –dijo Bagheera a Mowgli–. Ni tú ni yo podemos hacer ya más que luchar contra todos.

       Mowgli se puso de pie llevando entre las manos la maceta del fuego... Estiró los brazos y bostezó mirando hacia el Consejo; pero estaba loco de ira y de pena al ver que los lobos, procediendo como lo que eran, le habían ocultado siempre el odio que sentían por él.

       –¡Escúchenme! –gritó–. No hay ninguna necesidad de que estén aquí conversando como si fueran perros. Me han dicho ya tantas veces esta noche que soy un hombre, que empiezo a comprender que están en lo cierto. En adelante, no los llamaré mis hermanos, sino sag (perros), como los llamaría un hombre. Lo que hagan, o dejen de hacer, no son ustedes los llamados a decirlo. Me corresponde a mí este asunto; y para que puedan hacerse cargo de él más claramente, yo, el hombre, he traído aquí una pequeña porción de la Flor Roja que tanto los atemoriza a ustedes,