en la lógica del poder institucional. En resumen: la policía tiene el monopolio de la violencia interpretativa, porque redefine las normas de su propia acción y, apelando a la seguridad, aumenta su control de la vida de las personas. Su soberanía violenta es tan escurridiza como fantasmal.
Precisamente por eso las violencias de la policía no son anomalías, sino que revelan más bien el oscuro trasfondo de esta institución. Son como instantáneas que captan a la policía mientras conquista el espacio, gana poder sobre los cuerpos, examina y experimenta una nueva legalidad, redefine los límites de lo posible. Si esas escenas despiertan confusión, si parecen tan ignominiosas, es porque son el indicio de un poder autoritario, la prueba de la innegable existencia de un Estado policial en el Estado de derecho.
A este respecto las violencias, si bien ponen de manifiesto la esencia de la policía, sacan a relucir la arquitectura política, que capta y destierra, incluye y excluye, y en la que, en definitiva, está ya siempre latente la discriminación. De pronto salen a la luz las fronteras de la democracia inmunitaria, en la que la defensa reservada para algunos –los amparados, los protegidos, aquellos que no pueden ser tocados– se niega a los demás –los rechazados, los expuestos, reducidos a cuerpos intrusivos y superfluos–, de los que al final es posible deshacerse. El coronavirus ha hecho que la inmunización sea aún más exclusiva para quienes están dentro y la exposición implacable para quienes están afuera. La policía revela la inmunopolítica en el espacio público.
La revuelta no es una respuesta casual. Sería un error considerarla simplemente una explosión de ira, una reacción torpe ante la asfixia inminente. Las escenas que se han repetido en calles y plazas, a pesar de la pandemia, son una respuesta directa a la acción de la policía, una forma de recuperar la calle, devolver la presencia a los excluidos, defender los derechos de los indeseables.
De este modo vuelve a aflorar la estrecha relación entre la revuelta y el espacio público. La confirmación adicional proviene de aquellas protestas que, especialmente en las ciudades estadounidenses, han puesto las estatuas en el punto de mira. Polémicamente estigmatizados como movimientos iconoclastas, vistos más de cerca representan la necesidad no solo de reocupar el paisaje urbano, sino también de rearticular su memoria. La lucha se proyecta sobre ese pasado celebrado en los monumentos erigidos a generales confederados, traficantes de esclavos, reyes genocidas, arquitectos de la supremacía blanca, propagandistas del colonialismo fascista. ¿Por qué seguir viviendo rodeados de estas estatuas en una atmósfera sofocante? Si está mal borrar el pasado, no lo es menos reificarlo. Ante el honor y la gloria otorgados a los verdugos y opresores urge hacer valer la mirada de los vencidos. Se perfila así un choque en relación con los derechos y la memoria.
La pandemia ha exacerbado un proceso en marcha, ha agudizado una tensión ya latente en la disciplina de los cuerpos, la militarización del espacio público y las peleas que manifiestan disensión, niegan la división, interrumpen la arquitectura del orden. La policía preventiva de las relaciones, ese blindaje reglamentado que alcanza su cúspide en la abolición del contacto con el otro, posible enemigo, foco de contagio, es ya continuamente la norma y sello de la democracia inmunitaria en la que se aleja el peligro de la masa viva e incontrolable, el peligro de la comunidad abierta, el fantasma de la revuelta.
El espacio público está disciplinado y controlado desde hace tiempo. El derecho a manifestarse ya no es obvio: las marchas, mítines y sentadas deben ser autorizadas. No es casualidad que los lugares de las nuevas revueltas, cada vez más nómadas y transitorias, se hayan multiplicado mucho más allá de la calle, desde zonas de mar abierto, pasando por espacios transfronterizos, hasta la descentralización de internet. De ahí el recurso a gestos creativos, formas inéditas y la capacidad de reinterpretar incluso las medidas de bioseguridad, como sucedió con las máscarillas higiénicas utilizadas como símbolo de una invisibilidad exhibida, de un anonimato reivindicado abiertamente. El uso político sublima el inmunológico.
Por lo tanto, es necesario preguntarse si es posible una política más allá de ese espacio público, reglamentado y custodiado, en el que, incluso antes de que lo ocupase el virus soberano, se había vuelto difícil actuar. Para responder tenemos que replantear el dispositivo del espacio público echando un vistazo a esa alterpolítica anárquica que se prepara con las nuevas revueltas.
[1] Cfr. D. Di Cesare, Virus sovrano? L’asfissia capitalistica, Turín, Bollati Boringhieri, 2020 [ed. cast.: ¿Virus soberano?, trad. J. González-Castelao, Madrid, Siglo XXI de España, 2020].
[2] También Foucault se inclina por esta perspectiva. Cfr. M. Foucault, «Omnes et singulatim. Verso una critica della ragione política», en Biopolitica e Liberalismo. Detti e scritti su potere ed etica 1975-1984, ed. de O. Marzocca, Milán, Medusa, 2001, pp. 109-146.
[3] Cfr. W. Benjamin, «Per la critica della violenza», en Opere complete I. Scritti 1906-1922, ed. de R. Tiedemann y H. Schweppenhäuser, ed. it. de E. Ganni, trad. de R. Solmi, Turín, Einaudi, 2008, p. 476 [ed. cast.: «Para una crítica de la violencia», en W. Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, 1998].
II. LA CONSTELACIÓN DE LAS REVUELTAS
Lo que llama la atención de las revueltas actuales es su gran fragmentación; parece difícil incluso llegar a una visión de conjunto. Así como es patente su extensión mundial, ¿será igualmente patente que se trate del mismo fenómeno? ¿No será algo forzado usar el mismo nombre para indicar situaciones dispares? Sobre todo porque, a diferencia de los movimientos del pasado, no es fácil sacar a relucir una aspiración común. Si los insurgentes de 1848 aspiraban a la libertad y la república, si a los revolucionarios de 1917 les guiaba el ideal del comunismo del siglo xx, si quienes tomaron las calles en las décadas de los sesenta y los setenta pensaban que pronto iba a ser posible otro mundo, ¿qué es lo que une los disturbios del siglo xxi?
Se puede insistir en desemejanzas, en métodos e intenciones discordantes: algunas revueltas son episódicas, otras recurrentes, algunas parecen tímidamente esbozadas, otras abiertamente subversivas. Pero una particularización de las revueltas que se niegue a considerarlas como articulaciones de un movimiento global acaba a priori por avalar la defensa del statu quo: todo estaría bien –y solo surgirían aquí y allá algunos problemas marginales.
Con el fin de indicar los complicados vínculos entre las revueltas, las afinidades móviles, los movimientos discontinuos, las correspondencias imponderables, tal vez sea apropiado hablar de constelación. En el cielo nocturno se juntan de repente estrellas distantes, chispas dispersas, antes ocultas a la vista. En su disposición inédita adquieren valor incluso las estrellas menores, mientras destaca una pertenencia mutua de otro modo oculta. Carece de una conexión casual, una dirección lineal e incluso la apariencia de un comienzo. La constelación está sin arché, es anárquica y subversiva, resultado fluido de una movilización repentina que ha arrancado su homogeneidad de la oscuridad. En esa simultaneidad inesperada, las luces individuales se intensifican, se iluminan entre sí, parecen converger en un punto focal. Entonces la coyuntura parece ser una prefiguración alegórica. No es de extrañar que Benjamin utilizara la imagen de la constelación para hacer implosionar las arquitecturas monumentales de los ganadores: es la forma de recuperar lo que ha sido eliminado, desacreditado, ridiculizado. Lo que no ha sido elevado a la dignidad de la Historia rompe el flujo del devenir. Sin embargo, igual que se apagan las estrellas, volviendo al espacio impenetrable, también las revueltas pueden disolverse en las profundidades abismales de la Historia. Esa detención fulmínea, casi una conflagración simultánea, es el aquí y ahora de los eventos actuales que podría escaparse sin una lectura oportuna. Urge, por tanto, una mirada nocturna al cielo de la Historia que retenga las revueltas, las traiga a la memoria y las redima en su carga disolutiva y salvífica.
Intentar redescubrir los rasgos comunes de las revueltas que constelan el universo contemporáneo, sin perder de vista su inclinación local, significa aceptar un doble desafío. El primero consiste en buscar, si no el hilo rojo, al menos la cuerda subyacente, cuya unidad está garantizada por el traslape y entrelazamiento