siquiera un aparente eclipse de acontecimientos podría llevar a creer que hubiese cesado el discreto movimiento de resistencia. La política no se reduce a la excepción del hecho y no podemos subestimar, ni siquiera ignorar, esa tensión latente que lo precede, que es el futuro anterior. Por tanto, es necesario agudizar la vista y afinar el oído para captar los temblores imperceptibles de la Historia, para observar las sacudidas que acabamos de mencionar.
¿Cómo no pensar en el viejo topo, ese símbolo de la revolución que Marx tomó de Shakespeare y Hegel, para relanzarlo tras las ardientes derrotas? Miope y frágil, paciente y obstinado, el topo da vueltas y continúa con sus idas y venidas, vuelve inadvertidamente al punto desde el que había salido y comienza de nuevo incansablemente, excava otra vez, pero no desaparece –solo se vuelve invisible– y allá abajo su laboriosa bonhomía abre el camino a nuevas incursiones.
Fallidas o traicionadas, las revoluciones no se borran fácilmente de la memoria de los vencidos; se transforman en disidencias matizadas, se prolongan en ausencias invasivas, se transforman en presencias fantasmales. La revolución –como ha demostrado Derrida– es una cuestión de topos y fantasmas, de visiones perturbadoras y apariciones prometedoras[1]. Todo comienza con un fantasma que vaga por Europa y que acabará deambulando por el mundo. Sin embargo, es conocida la ambivalencia del fantasma: no se sabe si se trata del regreso de un fantasma del pasado o la aparición de un espíritu del futuro. O ambos. Tal vez sea el último suspiro de un espectro crepuscular o tal vez un soplo todavía demasiado aéreo y sutil.
Es casi imposible no confundir fantasma y espíritu. Especialmente en una época fantasmal como esta, en la que el espíritu parece retirarse para dejar paso a un frenesí generalizado, a una agitación convulsiva. El nuevo desorden mundial se presta a apariciones de todo tipo: vendedores de humo, comerciantes de ilusiones, charlatanes de farsa y graves teóricos de la conspiración. Entre fermentos ocultos, conciliábulos nocturnos, arrebatos de ira, parece difícil descifrar el espacio político.
En un artículo de 2014, titulado significativamente «¿Por qué hoy no es posible la revolución?», Byung-Chul Han reanuda y articula un debate que tuvo con Antonio Negri en un teatro de Berlín[2]. A la perspectiva optimista de Negri, a su esperanza «demasiado ingenua» en la insurrección de la multitud contra el Imperio, Han responde subrayando la estabilidad del sistema neoliberal, que no es represivo sino seductor. Precisamente por esta razón logra neutralizar esa débil resistencia que sobrevive. Toda lucha de clases se convierte en un conflicto dentro del individuo, que en lugar de culpar a la sociedad se culpa a sí mismo. Así pues, este régimen se inmuniza constantemente. Los individuos, ya siempre derrotados y aislados, divididos por una competencia despiadada, no se solidarizan, no se unen en una multitud, no se levantan en una revolución de masas o en una protesta global.
Este punto de vista, interno, por así decirlo, que analiza astutamente el poder en la forma en que se mantiene, en la capacidad, por tanto, de frustrar cualquier fuerza contraria, ofrece la imagen de la dominación como un mecanismo bien engrasado, un sistema congruente, casi un dispositivo técnico. Sin embargo, por muy condicionada que esté, la política no es tecnología. Casi en todas partes surgen fisuras, grietas, discrepancias. Ciertamente nadie puede imaginar encontrarse cara a cara con el capitalismo, simplemente porque el capitalismo es el mundo mismo –un mundo en el que el centro está en todas partes y en ninguna–. La lógica capitalista impregna cuerpo y alma, satura el ambiente, marca las formas de vida. Si la lucha frontal parece anticuada, esto no significa que no existan márgenes de disidencia que puedan consolidarse gradualmente. Basta cambiar un poco de perspectiva, mirar más desde afuera, desde los bordes de la política, para ver espacios de resistencia, plazas en las que se escenifica la solidaridad, se articula el deseo de comunidad. Entre la tentación de una hipótesis demasiado triunfal y el diagnóstico de un triste derrotismo, tal vez haya otra forma de ver los miles de luchas distintas que en el planeta desafían los esquemas tradicionales y reconfiguran el espacio público.
[1] Cfr. J. Derrida, Spettri di Marx. Stato del debito, lavoro del lutto e nuova Internazionale, trad. G. Chiurazzi, Milán, Cortina, 1994 [ed. cast.: Espectros de Marx: el Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional, trad. de J. M. Alarcón y C. de Peretti, Madrid, Trotta, 1995].
[2] Cfr. B.-C. Han, «Warum heute keine Revolution möglich ist», en Kapitalismus und Todestrieb. Essays und Gespräche, Berlín, Matthes & Seitz, 2019, pp. 26-32, disponible en [https://elpais.com/elpais/2014/09/22/opinion/1411396771691913.html].
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