Donatella Di Cesare

El Tiempo de la revuelta


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que va más allá del sentido restrictivo atribuido al término «policía»[1]. No se trata simplemente de porras, vehículos blindados, interrogatorios: ni siquiera del aparato represivo del Estado de forma aislada y única. Es mucho más amplio ahora el llamado «orden público» gestionado por la policía, cuyo papel, no siempre evidente, es por tanto decisivo. Además de disciplinar los cuerpos, permitirles reunirse o prohibir su unión, la policía estructura el espacio, asigna los papeles, establece títulos y competencias en el ámbito del tener, del hacer, del decir. Fija los lugares que se debe ocupar y regula el derecho a aparecer; pero sobre todo gobierna el orden, el de lo visible y el de lo decible, fijando los límites de la participación. Incluye y excluye, discriminando quién toma parte y quién no.

      Se suele adoptar la perspectiva interna. De este modo, una vez que ha administrado el orden público, la política se diluye en la policía. Esto es, de hecho, lo que queda de una política que, reducida por la tenaza de la economía y doblegada ante el arsenal ideológico burocrático, acaba convertida en residuo elocuente de su propia trágica ausencia. No obstante, la política no puede limitarse a las murallas de la polis; más aún si con esto nos referimos al perímetro estatal. Esto es especialmente cierto en el escenario del nuevo milenio, que es complejo, inestable y fragmentado. En el horizonte de la gobernanza no es posible explicar ni las inestabilidades y tensiones internas ni los movimientos que sacuden el ámbito transfronterizo, más allá de las fronteras, tachado de mero caos, de gris desbarajuste. Todo lo que viene de «afuera» adquiere una apariencia fantasmal: es una sombra ilusoria y a la vez una amenaza inminente. Igual que se clandestiniza la migración, se hace pasar la revuelta por un desorden oscuro y apolítico. Un enfoque regulativo y gubernamental no puede hacer otra cosa.

      Solo una política que haga el camino inverso, que se mueva desde los bordes, que quebrante las barreras, sustrayéndose de la función policial, puede rescatar su nombre. Una política así, que está presente allí donde estallan los conflictos, donde surgen las luchas, pone en común la injusticia, muestra el disenso, pone luz en los invisibles y los repudiados, se pone del lado de los que no tienen parte, niega la partición y la división, muestra la contingencia del orden, rompe la jerarquía policial del arché, que quiere el monopolio del principio, que dice haber establecido el mando. No hay política más que en la interrupción anárquica, en el vacío en el que, apenas perceptible, la llamada a la igualdad desdice la lógica del gobierno, donde en un movimiento incesante se reconstituye una y otra vez el ser-juntos de la comunidad.

      [1] Cfr. J. Rancière, «Il torto: politica e polizia», en Il disaccordo. Politica e filosofia, trad. de B. Magni, Roma, Meltemi, 2007, pp. 41-60 [ed. cast.: El desacuerdo. Política y filosofía, trad. de H. Pons, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996].

      Las formas de protesta que han salpicado el panorama internacional de las últimas décadas atestiguan, a pesar de la fugacidad de los movimientos espontáneos, características nuevas y peculiares.

      Place de la République, Plaza Taksim, Liberty Plaza, Puerta del Sol: de un continente a otro son innumerables las plazas. Se baja a la calle para reunirse en un centro neurálgico de la ciudad designado para una asamblea. Como si por encima de todo se quisiese evitar la dispersión, como si se intentase, a pesar de la diversidad de proveniencia, reunirse en un espacio y un tiempo comunes. Las plazas ocupadas están destinadas por lo general a la circulación del tráfico o simplemente al paseo y al ocio. Los manifestantes se detienen, se quedan allí horas, días, noches; se van y vuelven, casi como para representar una comunidad alternativa.

      Pero ¿por qué ocupar las plazas?; ¿por qué no las fábricas o las universidades siquiera, como sucedía hace tan solo unos años y como sucede de forma cada vez más esporádica?

      El paso de la fábrica a la plaza no debe tomarse como una casualidad insignificante, un fútil problema logístico. La idea que inspira y guía el movimiento obrero en su historia es que el trabajo, incluso a pesar de estar alienado en las relaciones de mercado y vampirizado en las estructuras estatales, constituye ya un mundo común. Y esto gracias a su estructura horizontal, al sistema de producción e intercambio capaz de funcionar incluso sin jerarquías, sin jefes, sin propietarios. Esta visión del futuro, en la que las relaciones mediadas por la abstracción del dinero y de la mercancía iban a ser superadas y redimidas en esas relaciones finalmente humanas entre productores, ha apoyado y apoyado el desarrollo de las diversas corrientes del sindicalismo, del socialismo, del anarquismo. De ahí la idea y la modalidad de la lucha entendida como toma final del poder por el colectivo obrero.

      Incluso en las ocupaciones de escuelas y universidades que, desde la década de los sesenta, en diversas ocasiones y de diferentes formas, con picos en la década de los setenta, han marcado las etapas del movimiento estudiantil, era profunda y firme la convicción de que el mundo por venir estaba ya ahí, a la vuelta de la esquina, tras la espera de tan solo una noche.

      Aquella efervescencia, aquella ansiedad, aquella esperanza han fallado. Los sentimientos y aspiraciones que recorren y agitan hoy las plazas son mixtos, intrincados, contrastantes. Las ocupaciones han abandonado las fábricas, los lugares de trabajo, pero también en buena medida las universidades, las escuelas y todos los lugares de las funciones sociales, igual que muchos nudos estratégicos en los que podían unirse primero las fuerzas en conflicto. Esta deserción tiene un claro significado político. Es el reconocimiento de que en la era del capitalismo avanzado, de la deuda global, de las industrias deslocalizadas, del trabajo precario ubicuo, el trabajo mismo ya no crea comunidad. Al contrario, es solo la forma en que cada uno, en competencia incesante, gestiona su «capital humano». Por otro lado, como enseña la biopolítica, ahora es ya la vida entera –y no solo la fuerza de trabajo– la que se exige y absorbe. Con respecto a las protestas del pasado, a las formas tradicionales de lucha, como la huelga, esta diferencia es decisiva.

      La comunidad ya no puede darse por supuesta, sino que debe ser buscada con esfuerzo, escenificada fuera de los lugares de trabajo –apartados ahora de la topografía de la visibilidad– y representada lejos de los edificios de la representación. De ahí el papel de la asamblea, en la que debe encontrar sitio el otro pueblo, aquel que precisamente no es representado. Las nuevas asambleas son tentativas de comunidad en las que, sin embargo, la aspiración que las orienta parece diluirse en la satisfacción de estar juntos.

      El encuentro tiene lugar en la plaza, ese espacio dejado vacío por la política, que es a la vez recordatorio simbólico del ágora, primer lugar de la democracia y última reserva disponible de la comunidad. Se entiende la mezcla de resignación y resistencia. Estar-juntos significa reaccionar ante un mundo que aísla, que separa. La respuesta, aparte de política, también es ética. En este sentido, la ocupación en sí ya es oposición. En la plaza confluyen diferentes formas de movilización: desde feministas hasta activistas de derechos humanos, desde ecologistas hasta personas que defienden a los migrantes, desde pacifistas hasta antirracistas. Sin embargo, esa convergencia es a menudo una unión temporal en la que son incapaces de unirse las luchas individuales.

      Desde que las consignas de los partidos ya no consiguen atraer a las masas, la plaza se ha convertido en escenario de la creatividad (de ahí la presencia en ocasiones de actores y comediantes), donde se idean nuevos gestos, se experimentan acciones nuevas y espectaculares, se lanzan lemas creativos, se hace gala de chistes irreverentes. Sin embargo, cuando se apagan las últimas notas de ese canto de resistencia entonado entre todos, juntos, en todas las plazas parece que lo único que resuena es el claro «no» de un rechazo global al mundo global.

      Afirmación de la democracia, prueba de solidaridad, el movimiento de las plazas corre el riesgo de disiparse en una miríada de luchas particulares o incluso de acabar reabsorbido en los intereses de la política oficial. No influye en la duración, no va más allá del disenso, no parece dejar huella en esa partición de la ciudad que, ya desde el examen platónico, se revela la justicia misma. Así como la huelga obrera no era solo ocupación de fábricas, sino también subversión y redistribución de espacios, el movimiento de las plazas, aunque intenta reaccionar a la dispersión capitalista, no logra reconfigurar el espacio público.