A todos ellos se les asignará un precio y todos ellos serán intercambiables en el mercado… Así mismo, los terratenientes son ahora proveedores de servicios ambientales como si ellos hubiesen creado la lluvia, los ríos, las colinas y la vida salvaje. Ellos recibirán un pago por estos servicios ya sea de los gobiernos o de los usuarios[1].
En la publicación colectiva ¿Está agotado el periodo petrolero en el Ecuador?, coeditada por la Universidad Andina Simón Bolívar, puede leerse el párrafo siguiente:
La provisión de servicios ecosistémicos puede ser entendida en términos del valor de un bien capital natural, en forma análoga al valor de un bien financiero y a un flujo de valor que está disponible a lo largo del tiempo, a partir de ese bien; también a un flujo de ingresos, tal como la generación de la renta por un periodo. Un bien puede ser un bosque, y su flujo de valor sería el valor anual de los servicios disponibles a lo largo del tiempo, como la tasa de secuestro de carbón, servicios de filtración de agua o rendimiento agrícola… (Briceño, Flores, Kocian y Batker, 2017: 187).
En una importante reunión de la comunidad financiera internacional llevada a cabo en Londres, uno de sus miembros destacados se expresaba en los siguientes términos[2]:
Dejando de lado el inmensurable valor de que ofrecen nuestras selvas tropicales en su función de conservación de diversidad y agua, estamos en presencia de una inmensa oportunidad de negocio… Bajo una estimación de 610 billones de toneladas de CO2 capturadas por nuestras selvas tropicales, una vasta oportunidad de un negocio de 18 trillones de dólares se presenta ante nosotros… Está cada vez más claro que la solución a este problema está dentro del sistema de libre mercado. Muchas estructuras y mecanismos requieren ser creados, pero debería ser nuestro apetito por esos mercados el que obligue nuestro apoyo político para ellos[3].
De una manera cruda, aunque bastante clara, estas citas sintetizan todo el proyecto de neoliberalización de la naturaleza que penetra a nivel global, ronda círculos empresariales, políticos y ambientales y peligrosamente está contagiando a la academia. Aquí encontramos los ingredientes que alimentan todo ese proceso de escalada de mercantilización de la naturaleza: creación de mercados, capital natural, bien financiero, flujo de ingresos; es decir, un proceso que busca transformar las relaciones biofísicas-sociales-culturales en mercancías para ser vendidas o compradas por aquellos con suficiente dinero (Castree, 2010: 1731). Como señala R. Norgaard (2010), hemos experimentado más de tres décadas de fundamentalismo de mercado libre durante las cuales la comprensión pública ha sido reducida a una ideología de mercados referenciados, mientras las instituciones oficiales han sido denigradas y sus presupuestos reducidos. A lo largo de este periodo los mercados han sido guiados y regulados más por fuerzas internas y sus mitos que por instituciones democráticas y argumentos razonados. Este pensamiento se ha ido gradualmente deslizando hacia la naturaleza y los ecosistemas, en particular, como simples proveedores de servicios cuya conservación, en nombre de la eficiencia económica, exige un pago.
Bajo el discurso hegemónico de crisis y catástrofes ambientales, se proclaman nuevas estrategias y modalidades de conservación de la naturaleza que se presentan bajo la promesa de inyectar nuevos tipos de recursos para la conservación, especialmente de la biodiversidad, en aquellas partes pobres del mundo donde los estados no disponen de los recursos y la capacidad para una efectiva protección de sus ecosistemas. Pero la conservación neoliberal promete mucho más. Ella promete fortalecer la democracia y la participación mediante el desmantelamiento de las estructuras y prácticas restrictivas del Estado. Ella promete la protección de las comunidades locales garantizándoles sus derechos de propiedad y ayudándolas a entrar en el negocio de la conservación. Ella promete la promoción de prácticas verdes en los negocios, demostrando que las estrategias verdes también producen ganancias. Finalmente, ella promete promover una conciencia ambiental entre los consumidores occidentales alentándolos a apreciar la naturaleza a través de un contacto directo con ella (Igoe y Brockington, 2007; Fairhead, Leach y Scoones, 2013; McAfee, 1999).
Estas promesas son difíciles de resistir. En el fondo de estas ofertas tentadoras hay una que es aún más atractiva: una solución simple a problemas complejos y difíciles. Las áreas protegidas, parques nacionales y reservas naturales están ahora destinadas a la provisión de servicios ambientales que permitan compensar los efectos destructivos de la realización del capital y al mismo tiempo promover la difusión de beneficios económicos de las actividades derivadas de su conservación. La metáfora de Grandia sintetiza agudamente esta promesa: se nos ofrece un mundo en el que es posible «disfrutar el pastel de la conservación y saborear también el postre del desarrollo» (2007: 480). En este mundo, la naturaleza es protegida mediante la inversión y el consumo y la conservación puede ser alcanzada sin preocuparse de las profundas y sistémicas desigualdades y las relaciones de poder hábilmente entretejidas en los problemas ambientales locales, regionales y globales de la actualidad.
Cualesquiera que fueran los impactos de la conservación neoliberal, el punto importante radica en que sus políticas no benefician automáticamente a las comunidades locales ni al ambiente. Se puede aceptar que el neoliberalismo abre nuevos espacios de manera que puede perjudicar o beneficiar al ambiente; puede presentar oportunidades o un lastre a las poblaciones locales. Mientras resulta importante entender las condiciones bajo las cuales estos efectos se manifiestan, es igualmente importante tener en cuenta que tales beneficios no son una consecuencia intencionada del neoliberalismo. El neoliberalismo es una cuestión acerca de la restructuración del mundo para facilitar la difusión del mercado libre a nivel global. Los proponentes del neoliberalismo mantienen que esto beneficiara a los pueblos locales, a los países y, por supuesto, al ambiente. Una abrumadora mayoría de estudios demuestran que esta no es una hipótesis válida (Harvey, 2003; Igoe y Brockington, 2007).
La pregunta acerca de si la conservación neoliberal realmente beneficia a la naturaleza, a los campesinos y a las comunidades es un problema de valores que deben ser debatidos y negociados desde un nivel local hasta en los fórums de las organizaciones ambientalistas transnacionales; pasando, por supuesto, por los gobiernos locales y nacionales y organizaciones de la sociedad civil. Pero estas negociaciones y debates jamás podrán ser efectivos en la medida en que tienen lugar en un contexto de un discurso difuso que sostiene que los mercados libres y la mercantilización de la naturaleza produce resultados que benefician a todos sin compromisos o costos sociales y ecológicos (Igoe y Brockington, 2007). Lamentablemente, el capital no puede cambiar la manera en que manipula la naturaleza: en forma de mercancías sometidas a derechos de propiedad privada. Como sostiene D. Harvey (2014), cuestionar esto sería cuestionar el motor económico del capitalismo y negar la aplicación de la racionalidad del capital en la vida social. Esta es la razón por cual «si el movimiento ambientalista quiere ir más allá de políticas cosméticas, necesariamente debe ser anticapitalista» (p. 249). Agrega este autor que el movimiento ambientalista, en alianza con otros movimientos, puede representar una seria amenaza a la reproducción del capital. Sin embargo, el «ambientalismo», por una serie de razones, ha tomado otra dirección. No deja de sorprender cómo un movimiento complejo y heterogéneo parece ser dominado por un conjunto relativamente estrecho de valores, ideas y agendas. A menudo prefiere ignorar la ecología construida por el capital y enfocarse en temas separados de la dinámica central del capital. «Cuestionar un vertedero de desechos aquí o el rescate de una especie amenazada o la reconstitución de un hábitat allá, no son temas fatales para la reproducción del capital» (p. 250). En nuestro contexto local, resulta preocupante constatar que el discurso sobre ambiente, economía y sociedad ha quedado atrapado en una constelación ideologizante de categorías binarias como extractivismo frente a neoextractivismo, conservación frente a desarrollo, buen vivir frente a «mal vivir». Son estas dicotomías simplificadoras las que impiden despojar al discurso de su ropaje contradictorio entre retórica y realidad. Esperamos que el presente trabajo contribuya a desvelar estos sesgos ideológicos.
Contexto y alcance
Usamos a lo largo del presente trabajo el término «neoliberalismo» de una manera específica: una ideología política que apunta a someter los temas sociales, políticos y ecológicos a la dinámica del capitalismo de mercado. En este sentido, el proyecto de conservación neoliberal de la naturaleza consiste en un conjunto de ideologías y prácticas que parten