algún laburo o algo así, eran simplemente los de la barra. Un día llegué angustiado por demás, esa vez llorando le conté a mi hermano. Él me preguntó de qué color era el auto de ese sorete. Yo seguía hablando y de a poco completaba toda la información que él quería saber, la hora a la que salía, el auto que tenía, dónde lo estacionaba. Creo que habían pasado dos o tres días de eso; si eso fue un lunes, el miércoles o el jueves llegué al trabajo y mi compañero Hernán me dijo: “¿Viste lo que le pasó al pelado?”
Y el silencio se impuso en el comedor del hotel. Los ojos de José se llenaron de lágrimas y su voz se cortó. El no podía o no quería hablar. El cliente prefería dejar escapar la situación. Con eso para él ya era suficiente. Todo ese tufo sórdido de pronto había dejado de ser entretenido. La lágrima le puso realidad al cuento, cuando la voz quebrada decía que hasta ahí todo podía ser fantasía, pero que lo que vendría de ahí en más ya no. No eran amigos, no tenía por qué seguir, le brindó el silencio necesario para escapar si así lo deseaba, ensayó un “no tenés que seguir contando si no querés”. Se cambió de silla, se puso a su lado y lo abrazó. José se dejó abrazar y así quedaron unos segundos.
Eran las 10 de la mañana, ya tenía todo listo y guardado. Quería evitar cruzarse con el hermano. Calculó el valor de las dos cenas. Atravesó el patio pisando hojas secas, guardó el bolso en el baúl del auto, sacó la bolsa de basura que había quedado ahí dentro y con ella en la mano entró en la recepción, arrojándola en el cesto. Dejó el efectivo debajo de la llave 5 y salió. Justo estaba entrando José con otro muchacho.
—Hola, te presento a mi hermano.
—Hola, ¿qué tal? Mucho gusto. Justo me estaba yendo, te dejé los dólares de las dos noches. Por las cenas que no me querés cobrar, te dejé algo más. Y no acepto un no, que es tu laburo. –Y se fundieron en un abrazo como dos amigos de toda la vida. Un apretón de manos con el hermano fue suficiente. Arrancó la nave y acomodando el espejito retrovisor quedó con la mirada entrecruzada con la del hermano, a quien ahora le conocía los ojos claros y algún secreto.
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