o comenzando con el entrenamiento, llevaba puesta una calza debajo del pantalón corto, campera también de neopreno, un gorro de lana que mantenían sus orejas bien cubiertas y guantes. Mientras echaba vahos entre sus palmas reparó en los guantes que dejaban la mitad de los dedos afuera, notando que su compañero llevaba los mismos.
—¿Andás en bici?
A lo que José respondió:
—No, se los cagué a mi hermano. ¿Vamos?
Salieron trotando por el patio, demorándose José unos segundos en arrimar las puertas de rejas.
—Acá nunca pasa nada, pero se pueden meter perros y rompen todo.
Bajaron a la playa corriendo por una escalera de madera que comenzaba casi en el estacionamiento. Pocos metros más adelante, el sendero los entregaba al médano. Por un segundo irrumpió el pensamiento de si era acertado correr en zapatillas o mejor hubiera sido en patas, llegada la arena mojada, ese pensamiento desapareció. El mar marrón estaba calmo, el agua planchada explicaba la mala pesca del día anterior. Correr de a dos presenta sus particularidades, la zancada de José requería de una mayor velocidad para mantenerle el ritmo. Responder sus preguntas generaba que el aire de las exhalaciones se malgastara en las dosificaciones de la respuesta en lugar de acompañar el esfuerzo físico. Correr y hablar no le resultaba cómodo. Seguirle el ritmo tampoco. Dejarlo que se adelantara, que corriera adelante era una buena decisión, y lo vio alejarse. A su izquierda, al cabo de un rato de corrida, apareció el águila en el médano. No era un monumento, no era un homenaje, era una construcción bizarra, pero emblemática de Villa Argentina. Ver el águila era saber que Atlántida estaba muy cerca. El ruido de la suela de las zapatillas pegando contra la arena mojada finita generaba en cada paso una sensación incómoda en todo el cuerpo, eléctrica, algo en esa mañana no estaba cuadrando como disfrute, muy probablemente fuera la resaca de la noche anterior que mantenía desordenados los sentidos. Lo vio ir para el médano antes de comenzar la arboleda de la mansa de Atlántida. Antes de llegar al auditorio de la playa, José saludaba a otros muchachos que estaban en la zona pública de ejercicio físico. Dejó de correr, subió caminando para recuperar el aire, había aprendido que una serie de soplo rápido servía para eso y así lo empezó a hacer, estaba cansado. Su estado físico no era bueno, aunque correr nunca fue lo que mejor le salía. Cuando su ritmo cardíaco se acompasó, entonces volvió a trotar subiendo el médano. En la rambla, entre la carretera y la playa, el municipio había puesto unas barras de gimnasia. Había más gente que barras y al verlo llegar José se le acercó y fue presentándole a cada uno de los que estaban ahí entrenando. Un apretón de manos con los más grandes, un beso con los más jóvenes. Unos nombres que serían olvidados casi en el momento, su memoria nunca fue buena y menos para los nombres, si se cruzara en la Tienda Inglesa con alguno de ellos, a lo sumo surgiría un “de dónde me suena esa cara” pero ni por nombre ni por fisonomía se los acordaría. “Dale, José, te toca a vos” y se colgó con un salto de la barra alta. Unas 10 repeticiones que parecieron fluir con normalidad, sin esfuerzo. “¿Vas vos?”. El huésped se paró debajo mirando que la distancia a la barra ya representaba un problema. “Te ayudo”, dijo José y se dispuso a acompañar desde la cintura el salto hasta la barra. Los guantes de bicicleta servían para que las manos no se resbalaran, lo ayudó y ahí quedó colgado. Subió una vez, luego otra, contaba en silencio, a la cuarta ya le costaba. La quinta fue con escala a mitad de camino y buscando darse envión con las piernas. En la sexta cayó. Pasó el siguiente sin mediar comentario de nadie. Volvió a la cola, para la segunda rueda. Esperar le parecía al pedo y como era medio desordenado para el ejercicio físico, se subió en las paralelas para poner a prueba sus tríceps. Ahí le fue un poco mejor, llegó a 10 repeticiones largando un alarido, solo para demostrar que había podido y sin ayuda. Nadie lo notó, cada quien estaba en lo suyo forcejeando, salvo José que charlaba alejado con dos muchachos. Parecía que no se ponían de acuerdo. Se agachó y de su media sacó un billete que le puso en la mano de uno mientras el otro extendía el puño del cual José tomaba algo y se lo guardaba nuevamente en la media. Volvieron con los demás a colgarse y la charla de a poco se puso más amena, a medida que el calor interno neutralizaba el frío de la mañana frente al mar. Las risas, las jodas y uno estando colgado de la barra, el otro fue y le bajó los pantalones, dejándolo en culo, todos se cagaran de risa y el del culo frío saltó directo a pegarle un cachetazo en la nuca al culpable. Cada auto que pasaba los miraba. Uno medio pelirrojo, corpulento, se separó del grupo con otros dos morochos más jóvenes, de menor contextura y arrimándose a José lo invitaron a ir para el centro. Escudado en que tenía un huésped que atender, evadió la invitación. Se alejaron gritando entre risotadas, “no lo exijan demasiado al abuelo, no sea cosa que se les quiebre”. Un “te toca a ti”, puso al abuelo de nuevo en la barra alta, esta vez tocaba bíceps, el caño se agarraba al revés. 1, 2, 3 y en la 5.º se dio por vencido, dejándose caer. Se dispuso a elongar, con el brazo derecho extendido y el codo rotado, presionó contra la mano izquierda, y mientras cambiaba de brazo giró, siguiendo con la mirada a los chicos que se estaban alejando. Los vio detenerse, vio salir corriendo al colorado más grandote hacia una casa y a los otros dos quedarse parados en la puerta. Algo le sonó raro. Automáticamente les dio la espalda, quedó mirando el mar. Todos en ese gimnasio al aire libre estaban mirando el mar en ese momento, lo que sucedía atrás no se había visto y si no se veía, entonces no pasó.
El trato era calistenia por yoga. Habrían pasado unos 40 minutos de forcejeo en las barras cuando varios empezaron a hacer abdominales y en ese momento José empezó a despedirse diciendo que tenía que ir a trabajar, que no era un vago como todos ellos, mientras se propinaban golpes en joda con cada uno a forma de saludo.
—Después paso por el hotel –le dijo uno.
—Dejalo para la semana que viene, que mañana llega mi hermano –le respondió. Los dos empezaron a andar por la rambla a trote lento, callados, nada se iba a decir sobre sus amigos hasta la noche.
Corrieron por la playa hasta alejarse de los demás, se dio vuelta, los vio transformados en hormigas sobre el médano, ya estaban lo suficientemente lejos.
—Vamos para allá y me enseñás cómo es ese yoga que hacés vos – un poco más adelante empezaría la clase.
—Se trata de permanecer. Acá no hay repeticiones. –Se puso en posición de tabla. Aún le pesaban los brazos de colgarse en las barras, pero le mostraba cómo hacer ese asana. – No tan alto el culo, más recto. Tratá de acompañar con la respiración. Cuando inspirás, el abdomen se llena y se expande. En el doble de tiempo permanecés con los pulmones llenos y lo soltás en el mismo tiempo. Un ritmo 1, 2, 1.
José seguía las instrucciones, no pudiendo dar con el ritmo. Seguían quietos, inmóviles. José se tiró en la arena al grito de “¡Y dale, ya fue!”. Entre risas y rota la rutina, empezó el improvisado profesor a desplegar ante los ojos de José toda la demostración con mayor impacto, lo más vistoso que sabía hacer, porque se quedaba sostenido en una mano, o con solo dos apoyos y, desde ahí, con fuerza abdominal levantaba las dos piernas quedando sostenido en sus brazos. Una vertical sin envión, armada como de a tramos.
—Enseñame a parar de cabeza y a hacer eso. –Había un poco de juego de chicos en la arena ahí. Hizo lento el procedimiento para que José pudiera observarlo. Quedó invertido y se elevó sosteniéndose sobre sus antebrazos. Ahí fue José a intentarlo, se pasó de eje y cayó dando un golpe seco de espalda sobre la arena. Bajando los pies, el otro lo fue a socorrer, pero lo encontró cagado de risa. Se levantó con dificultad, riéndose, pidiendo que la clase fuese más gradual, la más para principiantes que pudiera darle. Parecía que le dolía todo. Cuando los años pasan, una caída que de niños es una pavada, de grande, es todo un tema.
—Hay una parte de práctica física, otra de relajación, otra de respiración y finalmente está la meditación. No son solo estas prácticas. –No sirviéndose de ninguna de las alternativas que se le proponían, José pospuso la clase para la mañana siguiente, o para la tarde. Como fuera, quería que eso terminara en ese momento. Era muy autoexigente. Solo él sabía cuánto lo limitaba esa forma de ser. Las cosas le salían perfectas desde el inicio o ya se imponía el sello de no ser para él. Postergar era una manera prolija de salir