Mario Diego Peralta

Latinoaméroca en gotas


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estar todo el día hablando. Y con ese preludio, no paró de hablar hasta que la botella se terminó. Ya con muchas risotadas de por medio, José contaba cómo había llegado a ese trabajo. No tardó en sacar un cigarro armado, y preguntando antes si al otro le molestaba, lo encendió. Eso dio pie para contar que de chico había tenido experiencias con drogas. La falta de experiencia del huésped en ese campo lo dejaba sin poder agregar bocado. Solo escuchaba atento y trataba de imaginarse las escenas que José describía una tras otra, sus historias fantásticas. Contaba que drogado había chocado el auto de su abuelo y un amigo había quedado mal herido. Tras esa imagen triste, pintaba otra con su hermano y pastis en una fiesta electrónica como el momento más feliz de su vida. Felices ambos. Se reía mientras decía: “Qué mala suerte mis viejos, todos sus hijos drogadictos” (reía y remarcaba la s). Quedaba claro en ese momento y en esa cabeza del turista, que no lo era quien fumara faso, de eso se trataba y por eso José reía. Fumaba de vez en cuando, y reía. Escuchándolo hablar atentamente, su cabeza relacionó faso con abulia. Lo notaba a José ansioso por conseguir un título universitario que había quedado en Buenos Aires, en el recuerdo, junto con otras épocas de esplendor añoradas, como si a los veintipocos su momento ya hubiera pasado. Fumando unas secas se olvidaba ya de eso y se sentía tan bien como si lo hubiera conseguido todo en esa bocanada de humo. Estaba llegando a relacionar budismo con faso cuando José lo sacó de esa nube, con un “¿querés?”. Tenía poca experiencia, había participado de algunas rondas, alguna seca y paso, no más que eso. José, viendo la duda, entendió que no era del palo, que frente a él tenía a un auténtico careta, que su vida, sobre la que nada sabía, seguramente había pasado por una serie de certezas tras certezas, procesos sin posibilidad de error y antes que siguiera creando de quien tenía enfrente un extraño mucho más extraño, vio que de su mano el cigarro volaba hacia la boca del otro, le pegaba una pitada inexperta, tosida y se lo devolvía. Agradecido en su mirada por la complicidad y acentuando lo fantástico de sus historias abrió la puerta hacia temas más controvertidos, como la experiencia de su amiga que vivía en Europa laburando de puta. Uno tras otro, los temas reventaban la cabeza alcoholizada y anquilosada del viajero. Él escuchaba el relato de cómo había logrado su amiga juntar dinero, mucha plata, que le servía para mantenerse ella y a su hijo en Buenos Aires. Por algún comentario desafortunado, surgió una pequeña discusión sobre si se enjuiciaba o no, que si ella lo decidía en forma adulta y sin intermediarios, que era su trabajo, el trabajo más viejo del mundo y que con ella, cuando iba a Buenos Aires, él se cruzaba a compartir un faso. José contaba que alguna vez había querido escribir un libro, había tirado algunas pocas palabras en un cuadernito, pero no paso de eso. Tenía miles de temas, reales o inventados. Imposible identificar cuál era cuál en esa charla entre dos que se habían conocido unas horas antes, el alcohol y el faso habían hecho todo lo demás. Reían juntos con los cuentos sobre las salidas de amigos que José contaba tan generosamente y con lujo de detalles exigidos por su receptor, que, en su avidez por conocer, era terreno fértil para el bolazo. ¡Qué más daba que todo lo que se le contaba fuera mentira o verdad! Si frente a él tuviera un libro, si la historia surgiera de una lectura ¿la creería? Estaba teniendo una experiencia literaria en vivo, fantástica. Quedaron en ir a la mañana siguiente a entrenar en la playa. José lo hacía diariamente y le interesaba intercambiar algunos ejercicios de calistenia por los de yoga que su interlocutor fanfarroneaba con dominar, le mostraba unas fotos que tenía en el celular, haciendo unas piruetas en la muralla china, parecía que había que tener mucha fuerza para hacer eso. El vino se acababa, las doce recién daban en el reloj del comedor. El humo espeso subía a mezclarse con el calor de la salamandra, cuando el frío abajo empezaba a hacerse sentir. Fue esta vez el porteño quien se acercó al canasto, tomó dos troncos y los metió, cruzados, soplando, activando la llama, imaginando que su aliento era peligroso para eso, alejando rápido la cabeza del fuego. Mientras tanto una nueva botella de tannat se abría. ¡No hace falta que nos la tomemos toda, amigo! José repitió el “amigo” mostrando que ya estaba tomado y que había fumado demás. Se acercó hasta la mesa y tapando la copa con su mano, le dijo que no podía más, que ya se conocía vomitando. Se sentía con sueño, a lo que José con aire de conocedor se lo atribuyó a los efectos del cigarrillo para los que no están acostumbrados.

      —Gracias, amigo, dejá algo para mañana, me voy a dormir, estoy fundido. –Le dio una palmada en el hombro y cerrándose la campera se puso de pie. Caminó y abrió la puerta. El ruido del mar trajo el frío y el oportuno recuerdo de la falta de calefacción en la habitación. Se puso el frío en el cuerpo y sintiéndolo, se dio vuelta y le pidió más abrigo de cama a José.

      —Tenés un acolchado en el placar –replicó colocado en su rol a cargo del housekeeping del hotel.

      —Sí, ese ya lo puse, pero si tenés alguna frazada más te agradezco. Hace mucho frío en esa pieza.

      Ya estaban hablando en otro tono, desde los roles. Un poco molesto por lo que implicaba aceptar cumplir con el requerimiento, salir al frío del patio y sacar de otra habitación una frazada para llevársela, pero no había opción, sabía que la calefacción no funcionaba, ni para el cliente, ni para él. El dueño no había querido arreglarla porque era muy caro y le encomendó encontrar a alguien de la zona que lo hiciera por menos dinero, mientras tanto eso no se arreglara, empleado y turistas, pasarían frío.

      —Te lo alcanzo en unos minutos, ordeno todo acá y te lo llevo a la habitación.

      Con un gracias se cerró la puerta y los pasos se alejaron, escuchándose desde el comedor las llaves abriendo la puerta de la habitación 5 y el portazo al cerrarse por el viento. Las luces de la cocina se apagaron primero, luego las del comedor. Se escuchaban pasos en el corredor y ruido de llaves. Puteadas en voz baja que acompañaban lo que parecía ser una prueba de varias llaves. Finalmente una puerta se abrió y el mismo viento fue el encargado de cerrarla con violencia, golpeándola contra el marco. Unos segundos después, el ruido era típico del forcejeo con el picaporte en la otra habitación, parecía haberse quedado encerrado. Estando ya acostado, prefería no darse por enterado, se hizo el boludo un poco más, mientras trataba que el calor del cuerpo calentara las sábanas frías. Si lo dejaba encerrado él también se cagaría de frío esa noche. Se levantó, se puso la campera sobre la ropa térmica, las ojotas, abrió la puerta y se dejó llevar por los golpes hasta la habitación.

      —José, acá estoy –le gritó–, pará que empujo de este lado. Alejate. –Los golpes pararon. Bajó el picaporte y con el puño dio un golpe seco cerca del marco. La puerta se despegó y se abrió. José salió explicándole que la humedad del mar hacía hinchar las puertas de madera, agradeciendo al nuevo amigo al mismo tiempo que le pedía disculpas al cliente, mientras lo acompañó esos pocos metros hasta la puerta cinco, entró en el cuarto y apoyó la frazada sobre el escritorio, haciendo espacio entre la yerba, el Mantecol y el mate.

      —Esa yerba te va a poner nervioso –dijo, y antes que la puerta se cerrara, alcanzó a proponer– mañana salgo a entrenar a las 8, si querés venite. Corremos un poco por la playa hasta los aparatos que puso el municipio. Ah, si el viento te tranca la puerta, llamame al 101. –Se rio y cerró la puerta.

      Dos vueltas de llave y de un salto entró en la cama, evitando el piso congelado. La noche pasó con menos frío del esperado. En algún momento el viento había aplacado y la mañana, si bien estaba fría, no se sentía tanto. Se levantó, abrió los postigos dejando entrar el día en su cuarto y volvió a meterse en la cama para hacer fiaca un rato más. Repasaba el día anterior. ¿Cómo podría darse cuenta de si alguno de ellos pasaba información para Buenos Aires? ¿La chica del Buquebus? ¿José? Lo buscaban. Con la chica del barco le constaba no haber soltado ninguna palabra fuera de lugar, podía estar tranquilo. Pero con José, el alcohol y el cigarro lo ponían alerta. Debía ser más cuidadoso. No tenían que encontrarlo, antes que él quisiera ser encontrado y el momento sería justo cuando él lo decidiera, así se lo había propuesto. Alejarse y deshacerse. Perderse para rearmarse. En eso estaba cuando escuchó a José desde el otro lado de la puerta.

      —¡Buen día, amigo! ¿Te sumás en el entrenamiento? Estoy saliendo en 5. –Mezclarse era la mejor forma de llamar menos la atención, así que contestó con un bien porteño:

      —¡Y dale! Sí, esperame que ya voy. –Y activó. Se lavó los dientes