Mario Diego Peralta

Latinoaméroca en gotas


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el motor.

      —¿Pasó algo? –me preguntó mi mujer mientras la veo buscar en el mapa de papel cómo llegar desde el cerro al zoológico.

      —No, nada, nada –contesté mientras arrancaba. No podía dejar de observarla por el espejo retrovisor. Ahí estaba como siempre, tranquila y apacible, como cualquier tarde en las que nos contaba cómo era jugar a la mamá con gallinas en su casa del golf en Villa Riso o su inmenso cariño por sus maestras. Ahí estaban esos hermosos ojos del color del mar, su mirada alegre y si estaba ahí, era por su permanente buena predisposición para sumarse a cualquier plan que le propusiéramos, disfrutando todo como si fuera por primera vez.

      No podía dejar de mirarla por el espejito, su piel blanca y arrugada, de tantos años de ser abuela. Ella, la misma que voló a cumplir con su deber, tomó sus anteojos y mientras se los colocaba, notando que yo la miraba, cariñosamente me dedicó un guiño de ojo cómplice envuelto en una enorme sonrisa.

      Dedicado a Delia, superabuela y ángel de la guarda de Silvia.

Descripción: C:\Users\Sofia\Desktop\Latinoamerica en gotas\CABALLO.jpg

      Almamula

      Según dice la leyenda, este ser era una mujer sin moral, que cometió incesto con su hermano y su padre, y hasta tuvo relaciones sexuales con el cura del pueblo; y nunca se arrepintió de ello, tampoco ninguno de los tres individuos. En castigo por esta conducta antes de su muerte, ella habría sido maldecida por Dios, quien la habría convertido en una mula de color plomiza que arrastra unas pesadas cadenas. Es muy peligrosa, ya que puede matar a patadas a quien encuentre en la noche.

      Se dice que vaga por las noches en lo espeso de los montes y recorre los alrededores de las poblaciones en días de tormenta. Da gritos de dolor que hielan la sangre de quien los escucha, debido a que va arrastrando un “freno” que le produce un gran dolor cuando ella pisa sus riendas. Según se dice su viaje termina en la puerta de la iglesia del pueblo más cercano, desde donde emprende nuevamente su carrera largando fuego por los ojos y la boca.

      Mitos y leyendas de Latinoamérica

      Escape al este

       (Ficción. La lealtad al viaje está en los lugares)

      Fortín de Santa Rosa

      Leyó su nombre en el informe. Intuyó que podrían venir por él. ¿Para qué quedarse esperando? Si tenía que ser, que lo buscaran, que lo encontraran. Echó una mirada al homebanking, pagó sus tarjetas de crédito. Escribió en Google, pagomiscuentas.com y dejó impagos los servicios que quiso, le causaba placer castigar uno por mes. Se sentía rehén de la conexión de internet carísima, peleada mes a mes y mucha más bronca le tenía por lo indispensable que se le había transformado, la necesitaba desde la mañana para leer el diario, hasta que se quedaba dormido mirando alguna serie por las noches. Y para esto que ahora estaba haciendo, sacando un pasaje en ferry desde Buenos Aires para las 13 horas y reservando un auto en el puerto de arribo. Uno sencillo, su estrategia era siempre la misma. Reservar el modelo básico, que si no lo tenían ya le ofrecerían uno mucho mejor sin pagar de más. A veces no resultaba bien y podía no haber otro auto en destino que el reservado. Frustración alemana, sería lo que deba ser.

      La mochila le hacía doler la espalda y era como llevar la bandera de viajero flameando, en esta oportunidad no quería nada que lo identifique. Manoteó un bolso negro de dos manijas y correa larga, lo abrió y estirando el acolchado, lo apoyó sobre una punta de la cama.

      En el cuarto entraba el sol de la mañana a través de la ventana de madera de vidrio repartido, el frío se quedaba del otro lado, empañando la vista hacia una ciudad que recién empezaba a levantarse. Los colectivos se iban haciendo más presentes en los ruidos de la avenida frente a su edificio. El sol empezaba a tocar la cama y sobre ella ordenados en filas: dos jeans, dos remeras, una camisa y el cinturón hecho un rollito sobre los pantalones, un buzo, ese que le combinaba con todo más por ser el único que por tener el color adecuado, y dos pares de medias. Volvió de la cocina con una bolsa de supermercado en la que estaba poniendo un par de zapatillas deportivas, las miró con resignación y agradecimiento. Muchos caminos juntos, pero ya no daban más, generaban ruido al andar, le hacían pasar vergüenza, como si llevara un cencerro que cada paso que daba, lo avisaba y en este momento él no necesitaba que nada avisara su andar, quería ir sin llamar la atención. Del placar tomó una campera de esas que se enrollan y ocupan nada de lugar, y abrigan nada también, por eso sumó un suéter. Los calzoncillos largos, esos que eran de su abuelo, blancos alguna vez, hoy amarillentos, habían sido superados tecnológicamente por calzas térmicas, pero tenían el recuerdo familiar, tenían un motivo para todavía compartir cajón pero quedaron de lado y el equipo térmico junto a los guantes y el gorro fueron a parar al bolsillo externo del bolso, sin pasar por la exposición previa por la que el resto de la ropa debía someterse antes de ser guardada. Todo a la vista, tres calzoncillos, dos no pasaron satisfactoriamente la prueba, mostrando sendos agujeros fueron arrojados al cesto de papeles del cuarto que los recibió confundido. Del lavadero volvió con dos calzones más respetables, pensaba que con casi 50 años ya no le causaba gracia andar con ropa interior inmostrable, aunque a nadie podía mostrar nada. Para el frío, ya estaba todo sobre el cubrecama. Una malla y una remera de playa devenida en pileta si la oportunidad lo pedía, las ojotas fueron a parar a otro bolsillo horizontal del bolso negro. Un perfume pequeño, casi terminado, uno que acompañaba sus viajes solo porque su envase era de menos centímetros cúbicos que los otros, que no pasarían el control aduanero. Del baño trajo el cepillo de dientes, pasta, jabón y un rollo de papel higiénico, el cual su padre siempre insistía que debía ser llevado si se salía de viaje, aunque el espacio en la cartuchera de elementos de limpieza no lo dejara entrar y en el bolso estorbara. Pero ahí estaba, recordándole que no todo lo aprendido era bueno ni útil, que la imagen del padre se viera representada en 30 metros de papel tisú no era en sí un homenaje digno, pero se grabó así y así le gustaba continuar haciéndolo. Un poco de ropa de gimnasia, una remera y otra campera incombinable entraron apuradas al fondo del bolso, para romper con lo estrictamente combinado de la selección que había sobre la cama. El pasaporte y la tarjeta de crédito por un lado, junto con el billetón de 500 euros que no había podido cambiar a nadie. Al lado el DNI, la otra tarjeta de crédito y un fajo pequeño de dólares. Unos iban al bolsillo del pantalón que llevaba puesto, el otro al bolso, dentro de una media que se enrolla para transformarse en su “culo de perro”, así llamaba al lugar secreto donde guardaba sus cosas de valor. Ojeó un libro que estaba sobre la mesa de luz, como corroborando que valiera la pena trasladarlo, que no estuviera casi acabado, que todavía le quedaran cosas por decir, para asignarle el lugar de compañero de viaje a quien algo todavía guarde dentro de sí para ser dicho. Ese no tenía mucho más, sacó otro de más abajo, lo abrió en su primera hoja, no le había puesto aún la marca de yerra que llevaban todos los libros de su biblioteca. No era un sello, no era una estampilla, eran dos inscripciones a mano. Una era su nombre, el libro le pertenecía. Si alguna vez se prestaba, que al menos incomodara al que lo leyera sin devolver. Lo podía hacer en los libros, ya no en los CD, por suerte ya hacía tiempo que los CD de música no se piden prestados, casi que no existen más salvo en su auto. Con la birome en mano, escribió su nombre y quién le había regalado ese libro. Esa había sido una nueva incorporación, no todos los libros lo tenían, los más nuevos sí, le gustaba saber qué persona se había tomado el trabajo de elegir ese libro e imaginar el motivo por el cual pensó que juntos podían pasar un buen momento. Este que tenía ahora ya con las marcas inscriptas era además un libro que reunía las condiciones mínimas para ser acompañante de viaje. No debía ser muy pesado, ni de gramaje ni de temática. Del primer cajón de la mesa de noche tomó sus lentes, esos que no deseaba usar pero a los que volvía rendido cuando las letras se le transformaban en hormigas y se le movían, los puso junto al libro sobre la cama.

      Empezó a hacer rollitos con la ropa y ponerla dentro del bolso. Con todo ya guardado, bajó las persianas del cuarto, pasó revista en la casa, apagó la llave del gas, cerró todas las ventanas y volvió a la laptop que había quedado prendida sobre el escritorio de su dormitorio. Entró en la web del proveedor de cable e internet,