Considero que tengo buena compañía, sí; me rodea buena gente pero, de ahí a mi propia compañía de teatro era mucho. A él le gustaba darme ese trato, y yo lo dejé, agradecí la deferencia de invitarme y me retiré sonriente. ¿Sería una señal? Podría avisarles a mis profes de teatro, pensé y olvidé a las pocas cuadras mientras me comía otra porción de torta vegana en el mismo lugar que había descubierto un rato antes. Mis vicios, mis problemas.
Mientras le entraba a la segunda porción, colgado al wifi del lugar, dando cumplimiento al mandato supremo del viajero que ordena, sin lugar a oposición, utilizar todo wifi gratuito cuyo alcance te alcance, aunque nada tengas que utilizar de él a priori, porque si te conectás, seguramente algo interrumpirá que sigas distraído de tu virtualidad, siendo feliz con tu ser en viaje. Es momento de cuestionar el precepto, no hace falta siempre estar a tiro. Pero en esta oportunidad hizo que un WhatsApp de otro primo entrara y quedamos en encontrarnos en una hora, ¿en dónde? En el Palacio Salvo, claro. A la hora señalada, nos compramos algo que pudiéramos comer y fuimos al departamento a almorzar. Él tampoco nunca había entrado, entonces le mostré las dos o tres cosas que ya sabía y él me devolvía con historias que recordaba del lugar, como el lío entre sus condóminos que llevaba a que no tuvieran un presupuesto de mantenimiento unificado y así podía haber pisos que estaban muy bien y otros en franca decadencia. “Y eso en sus espacios públicos, imaginate en los interiores, hay de todo. Es increíble”. El almuerzo duró lo que las bandejas de comida tardaron en terminarse. Siempre es lindo encontrarse a charlar con Leandro, su surf, su música, su paternidad disfrutada como pocos y los temas personales de ambos que hacen que una charla valga aún más. Estuvimos un rato compartiendo la tarde, partiendo su jornada laboral, pero teniendo que volver.
Yo tenía que ir volviendo también. Al bajar, me llevé la valija y entregué las llaves al portero. Nos despedimos con un fuerte abrazo como siempre. Montevideo me lo sostiene, pero yo debo soltarlo y seguir. Tengo que ir 50 km más al este y 32 años para atrás.
5 de enero,– DMSM (Distrito Militar San Martín)
Era la primera vez que me iría con mi novia y su familia a Las Toscas, Uruguay. Yo hacía un paralelo entre su Las Toscas y mi San Bernardo. Ese lugar donde ambos pasábamos un mes al año, donde ella tenía primos y yo unas primas postizas. Pasé la noche en su casa en Buenos Aires y de madrugada partió el Ford Falcon celeste rumbo a la playa. Se preveía un viaje largo, por lo cual mi suegra había preparado en una heladerita de camping algunas frutas, sándwiches y agua. En el auto viajábamos con sus padres, sus dos hermanos y la abuela. Esos asientos que tenía el Falcon eran como sofás de 3 cuerpos, era un living en un auto. Lleno de gente y de bolsos, bolsas, bolsitas y la heladera a los pies de la madre. Al pegar la vuelta en la esquina ya hubo pedido de comida. “Ma, ¿me pasás unas uvas?”. Recién salíamos. Era fines de diciembre y pasada la Navidad en Buenos Aires, ellos tenían el propósito de compartir fin de año con la familia que tienen allá. Mi suegra tiene hermana y primos, sobrinos y amigas, muchos afectos que hicieron que volviera a su país como mínimo 45 días al año, si el tipo de cambio lo permitía. En verano con su marido y en invierno, a falta de licencias en el trabajo, podía irse sola con los tres chicos. Ella hizo que sus hijos tengan familia del otro lado del río y al encuentro de ellos me llevaban. Algunos ya me conocían porque habían venido a Buenos Aires. Otros no, esta sería la primera vez. El viaje se hacía largo, el calor agobiante, el aire acondicionado en el auto, ausente. No era común que tuvieran aire y menos los Falcon. Mi viejo había comprado un Falcon rural rojo a mi tío que le había puesto aire acondicionado, todo un lujo ochentoso. Era un aparato enorme, que colgaba por debajo del torpedo, la gloria misma. Pero este no tenía aire. El viaje se hacía largo, la demora para cruzar el puente era siempre incierta pero en esa época del año, entre larga y larguísima, seguro. Cuando la charla se agotaba, alguien tomaba la posta con un monólogo. Bien podría ser mi suegra que tiene, por ser uruguaya, ese gen que la hace hablar con una fluidez extrema. No puedo dar fe, por el paso del tiempo, pero seguramente ella debió contar lo pequeña que era mi novia cuando hacían los primeros viajes solas con su hermanita apenas un año y medio menor, y que hablando la niña se desenvolvía cual adulto enano, llegando a generarse el mito que decía que era Silvia la que completaba el tríptico en la aduana con tan solo 3 o 4 añitos. Un trámite que agregaba muchas horas al viaje. Entrados en tierra charrúa, las cuchillas hacen del camino un cuadro y mi suegro no está acostumbrado a manejar tanto, pero no presta el volante a un chico de 18 que maneja no hace mucho, así que el cansancio irrumpe y se combate como sea, parando a cada rato, tomando de la heladerita ya vacía agua de los deshielos para lavarse la cara, no sin cierta tensión propia de viajar de noche y la ansiedad por llegar. Finalmente, son ellos los que me enseñan que tomar la rambla en Montevideo luego de pasar el puerto es poner fin al viaje y dar inicio a las vacaciones. Desaparece mágicamente todo el agotamiento y el mar aporta tranquilidad y alegría, mientras avanzamos hacia el destino, Las Toscas, la casa donde Silvia jugaba libremente con sus primos y generaba historias propias un poco más ajenas a sus padres que las de Buenos Aires. Habiendo vivido 26 años y vuelto dos veces al año, mi suegra es la que juega de local e indica el camino tomando por avenidas con nombres raros. Que una avenida se llame Propios, es al menos raro. Avenida Italia que se hace la Gianatassio e Interbalnearia al fin. La sensación de cercanía hace latir el corazón con alegría a todos en ese auto. Un cartel indica la rotonda de entrada a Atlántida y encargados de mi inducción en ese, su paraíso vacacional, entran por ese acceso mostrándome desde el auto la calle principal, su iglesia, la rotonda de los fundadores donde hay una fuente y tomando por la rambla, de a poco nos alejábamos como a otro barrio, pegado ahí nomás, luego volveríamos caminando a Atlántida desde Las Toscas. Finalmente el Falcon llegó al frente de una casa que yo conocía por fotos y todos bajaron de un salto, como un desembarco, mientras unos abrían la puerta del frente otros pasaban revista rápido al fondo.
La construcción en todo el balneario es bastante parecida. Casas con techo de paja uruguayo, o chalé a dos aguas, pero con techo de hormigón. Generalmente casas chicas, de uno o dos dormitorios, living, baño y cocina. Un parrillero que da sentido al espíritu vacacional y pasto. Algo de pasto, terrenos amplios, de 15 metros de frente con construcciones chicas, generando una sensación de distanciamiento justo entre vecinos, de paz en ese balneario. Me llamaba la atención que estuviera todo construido, no es que el espacio se diera por falta de ocupación de terrenos, casi no había baldíos. Las Toscas era un balneario con calle principal asfaltada y rambla. La Ferreira, la avenida por la que el colectivo te llevaba a Atlántida o a Parque del Plata, y la Central, que desde la estación de servicio te sacaba a la Interbalnearia. Las asfaltadas eran esas, las demás de arena; lo cual ayudaban a la idea de casa de vacaciones. Al menos para mí, San Bernardo tenía más o menos la misma cantidad de asfalto en ese momento. La casa de ellos tenía una galería y en ella, una hamaca de hierro. Estando sentados ahí, vimos llegar al tíoabuelo, personaje muy querido por todos, era hermano de alguno de los fallecidos abuelos uruguayos y parte de una banda de tíos que conformaban todos los cuentos de Miryam, mi suegra, tanto en Uruguay como en la Argentina, ella los mantenía presentes con sus relatos. Llegaban sus primos y con los más jóvenes nos fuimos a la playa caminando, quedaba cerca, mientras los grandes empezaban a acomodar la casa y a cocinar la comida para festejar el cumpleaños de Silvia ese día y al siguiente el fin de año y después el Año Nuevo. Una seguidilla de comilonas que hacía que la parrilla no se apagara jamás.
La playa en Las Toscas es de arena clara, amplia, con médanos, sin ninguna carpa, balneario o puesto de venta de nada. Con las lonas, a tirarse y mirar el mar. A charlar con los primos, a fumar algún cigarrillo que ellos tenían. A quemarse hasta ponerme camarón, un clásico mío. Eran épocas donde las publicidades no eran de pantallas solares, sino de bronceadores, donde, si volvías de la playa, cuanto más tostado era señal de que mejor lo habías pasado. No era una playa muy poblada, todo se comparaba en mi cabeza con San Bernardo, la playa que yo conocía. Viendo la arena que tenían ahí, entendí el porqué de la cara de Silvia cuando a los 17 fue unos días a visitarme y al llegar a la playa me miró con cara de… ¿es barro? ¿Qué pasó? Ella no entendía cómo había juegos para niños, restaurantes y carpas a montones en las playas argentinas. En Las Toscas éramos unos pocos, la arena clara y finita, y el mar. Río para los más puristas, pero mar a los efectos de las necesidades de esas vacaciones.
Y