pobre y tan importante como cualquier otro.
Pero ¿quién es el que viaja? He escuchado compatriotas avergonzados ante el encuentro con otro porteño en algún hipermercado de Miami. Pero ¿los argentinos somos así? ¿Por qué podría yo o alguien hablar en nombre de los argentinos en general? Viviendo en este país por más de cincuenta años, claro está que no hay una única argentinidad. Me causa sorpresa cuando un porteño se apodera del gentilicio argentino para definirlo como descendiente de inmigrante europeo, de tez blanca (valga la aclaración para que sepan aquellos descendientes de turcos alemanes, que tampoco acá se les daría trato de primer mundo), ese grupito pequeño que adopta el discurso dominante, la sociedad porteña y acomodada, una parte de la población del país que se apodera del gentilicio para sí, a fuerza de excluir a la mayoría. Cosas de Latinoamérica. Este tipo de problemas, donde los sectores más acomodados entienden la lógica del mérito como simple explicación de que aquel que no tiene algo es simplemente porque no lo mereció. Se valida que alguien se arrogue para sí o para su grupo de poder, la posibilidad de decidir en qué y cuándo el Estado debe gastar en acción social, porque, cuando no lo hace en lo que ellos quieren, entonces amenazan a la sociedad entera, la extorsionan con su independencia económica.
La llanura bonaerense en la que está enclavado Buenos Aires, si bien es la región más poblada, en cantidad de kilómetros cuadrados es la menos representativa de la piel de mi país. Mi país tiene montañas, tiene zonas desérticas, tiene sierras y montes. Tiene selva, mucha selva; playas y acantilados. Tiene glaciares y cataratas. Buenos Aires tiene un río y gente. Mucha gente, producto de un desarrollo industrial que favoreció la centralización económica. Para muchos ciudadanos salir de la muralla de la General Paz, avenida que separa realidades, foso con dragones alimentados a base de miedo a perder lo que nunca se tuvo; es tener pánico, sentimiento que se parece al que se muestra en las películas estadounidenses; esas de presupuesto republicano. Me permito pensar que los estemos plagiando. Un miedo que construye personajes de fantasía, monstruos malísimos, unas bestias choriplaneras que, tan solo con no parecerse a ellas, algún porteño podría encontrar, tan solo con eso, el sentido de su vida.
Es entonces esperable que, según me cuenten de otros lados, esa amplitud en la paleta de colores de la vida venga decidida por otra persona en el cuadro que se me pinta. Concluyo entonces en lo artístico del relato de viajes, en lo personal, en lo modificador de la realidad y no por influir en ella, sino en la forma en que se da a conocer. Buscarme entonces en otras partes del país, en otras regiones de Sudamérica, es encontrarme con toda esa cultura distinta y en esa alquimia hacer que arda la falsa identidad, para dar con el hueso, con lo que somos.
Si me pongo a recordar la manera en la cual me enseñaron historia de mi región o de mi país en la escuela primaria y secundaria; poco y nada se mencionaba sobre pueblos originarios y menos aún sobre la historia de los otros países del continente, salvo para contar alguna guerra ridícula y fratricida como la del Paraguay, por ejemplo.
Ese “yo viajero”, porteño de clase media con moralina judeocristiana, sale por el mundo y ve que no es como lo supuso. Abre sus ojos. Comienza a relacionarse con habitantes de otros países vecinos y esto hace que entren en su corazón y por ende se empieza a desarmar ese imaginario de gente desconocida con la cual algún político o militar inescrupuloso podría llevarlo a una guerra si quisiera. Ya no es hablar en general, es hablar en particular. Si hablo de uruguayos, hablo de Tere, Santi, Leo y Nicole. Si hablo de cubanos, hablo de Dani y Yao; si hablo de brasileros, lo hago mencionando a Vane y Bernardo y a sus madres, amigos y hermanos. Hablar de peruanos, es hablar de Guille, Luis, y la lista continúa. Países y personas. Los respeto no por las dimensiones de sus tierras o sus economías sino por su gente; y es ahí donde las generalizaciones me empiezan a apretar el zapato, como las que mencioné más arriba sobre los argentinos o los porteños, porque sé que montonazos no somos así. Que boludos hay por todas partes, naciones y continentes. Y ¿qué tan boludos? En contra del prejuicio pero reconociendo su existencia, tratando de ser respetuoso, así es como deambulo, sabiéndome contenedor de mi propia boludez, que por ser mía no deja de serlo. Intento ser consciente de mi propia pavada, esa que llevo de viaje conmigo. A veces lo logro y me pongo contento cuando noto que algo en mí cambió. Ahí es donde la cultura de otros me nutre, con ese hambre cultural inicio este nuevo viaje latinoamericano.
El “yo escritor” está atravesado por sus circunstancias producto del cruce que se produce en la cabecita de una persona luego de haber vivido un rato en este mundo, continente, país, provincia, ciudad, barrio, familia y ocupando diferentes roles, habiendo sido comprador o dejador de muchos bienes que se ofrecen supuestamente para vivir mejor: cosas físicas que alimentan el ego, a veces necesariamente; otras muchas, simplemente excusas consumistas. Se forman mapas conceptuales que dejan fuera muchas experiencias, demasiados límites calcados de mapas ajenos, se construyen tabúes, generan diques, barricadas, supuestamente de protección, las diferencias en lugar de nutrir parece que atentaran contra la propia personalidad. Animado a dejar de lado esos condicionamientos, el escritor se sienta en un momento histórico especial frente a su computadora, máquina de escribir, cuaderno o papiro. Es importante que sepan, quienes lean esto, que si bien los viajes ya los hice, el día en que comienzo con la redacción es el día 45 de una cuarentena impuesta en mi ciudad ante la pandemia de COVID-19. ¿Podría pasarlo por alto? Bien podría cualquier turista de paso por Buenos Aires escuchar el relato de cómo la fiebre amarilla cambió la ciudad a fines de 1800 cuando se produjo la mudanza de aquellos ciudadanos que tenían posibilidad económica hacia el norte de la ciudad, dejando el sur a merced de la enfermedad, la pobreza y lo poco que el Estado podía hacer. La pandemia en 2020 no afecta en todos los países de la misma manera y dentro de un mismo país, varía según las ciudades. Se toman decisiones de aislamiento y para los que viajar es parte de nuestro identikit nos genera un freno de golpe, vemos cómo se dispersa por el mundo el virus, siendo aquellos que estaban de viaje quienes a sabiendas o no de ser portadores, fueron clave en la cadena de distribución. El viaje es turismo, pero también es trabajo, es educación, es comercio. Es globalización. El momento abruma. El encierro trastoca, me expone ante mis –a veces muy pocos– recursos para transitarlo. Se cruzan cuestiones políticas y económicas. Las razones infecciosas, médicas, justifican lo actuado y parece que la decisión tomada en mi ciudad y en mi país es al menos más efectiva que la aplicada en algún país vecino como Brasil, donde el coronavirus avanza a pasos acelerados. El mapa del mundo hoy se cuenta por cantidad de casos de infectados, muertos y cantidad de test realizados. La pobreza vuelve a ser un común denominador en Latinoamérica. Si el aislamiento social es una propuesta válida, se complica su aplicación en las villas donde los problemas habitacionales generan la necesidad de conformarse con aislamiento barrial. ¿Es posible entonces que el yo escritor pueda abstraerse de lo que está viviendo a la hora de escribir? Entiendo que no y por eso lo cuento, lo pongo de manifiesto, lo advierto. Mi estado de ánimo está alterado por esta realidad.
Recorro el mapamundi desarrollado por una universidad estadounidense donde me muestra cada ciudad con la cantidad de contagios y muertes día a día. Latinoamérica aparece coloreada en rojo furioso sobre todo en algunas ciudades de Brasil. Me provoca tristeza. ¿Será igual el sentimiento para quien viajó y conoció que para el que no?
Creo que cuando uno estuvo un rato de su vida en alguna otra ciudad, cuando los recuerdos incluyen personas y cultura de otros lados, es imposible que pase como un número más todo lo que está ocurriendo en este momento. Como si fuera una ola, como un tsunami, el COVID-19 comenzó en China a comienzos de 2020 y se extendió a Europa, dejando asfixiado al sistema médico de Italia y España, subido en aviones llegó al Reino Unido, a Estados Unidos y al resto del mundo. Y ahí se ven las diferencias que hoy existen dentro de los países más desarrollados en relación con sus políticas sanitarias y sus sistemas de salud. No fue igual la experiencia del coronavirus en Alemania que en Italia o España. En Alemania el sistema de salud no colapsó. Si no es posible pararlo, dado que no hay vacuna aún, es necesario poder hacerlo manejable por el sistema de salud de cada comunidad. Fue sorprendente escuchar a líderes africanos que, entregados ante la pandemia, solo recomendaban rezar. Se puso de manifiesto una vez más la precariedad de la atención sanitaria de los Estados. Para algunos, solo en materia de salud; para otros, una muestra más de ausencia estatal por completo. Luego, las políticas adoptadas agravaron o contuvieron el proceso