obligados a imponer cuarentena obligatoria para evitar que el virus se siga esparciendo, cerrando espacios aéreos y fronteras, pero aun así en el Reino Unido la ola fue mucho más alta que en Alemania, que se anticipó en las recomendaciones y no llegó a tener que dictar a nivel país el aislamiento obligatorio, solo cerró los lugares donde se podía juntar gente, como bares, restaurantes y desautorizó la realización de eventos. Cada Estado, conforme el aporte de sus científicos y el grado de atención que los políticos prestaron a sus recomendaciones, fueron avanzando en los días, viendo morir a su población mayor de 60 años, principal grupo de riesgo. Como si fuera retrocediendo en los usos horarios, era posible ver desde Latinoamérica el avance de la noche. La Argentina rápidamente estableció distanciamiento social, cerró fronteras, se apuró a establecer medidas especiales para que su mal estado sanitario, pero público, pueda atender al máximo posible, estableciendo hospitales de campaña en las cercanías de las grandes ciudades que es donde más contagios se registran. Y la ola finalmente llegó a América y entró desaforada inundando Nueva York de COVID-19, encontrando un país confiado en que el contagio era inevitable y que el costo de una cuarentena haría peor daño que la enfermedad. La pandemia generó un parate en la actividad que según informan los diarios, provocó una desocupación bestial, sumado a que finalmente hubo que decretar cuarentenas localizadas por ciudades y ahí están, con millones de contagios y cientos de miles de muertos y un presidente que en conferencia de prensa nunca demostró respeto por la capacidad de sus científicos epidemiólogos para tomar las decisiones. Parecido es el perfil del presidente brasilero, finalmente paciente contagiado, que peleado con sus gobernadores sostuvo el normal funcionamiento de la economía hasta que el agua lo tapó. Estados Unidos muestra imágenes de una Nueva York desbordada en su sistema médico, con cantidad de cadáveres esperando ser sepultados, ya que ninguno de los rituales de entierro, sean de la religión que sean, son posibles de realizarse estando en cuarentena. Estados Unidos cuenta con un sistema médico básicamente privado que encarece y aleja la salud de la población más pobre. Se escuchaban casos donde, al cobrarles el test, ciudadanos de Nueva Jersey optaban por no hacérselo, por no poder pagarlo, y entonces la ola seguía creciendo. El Estado en una epidemia no puede dejar en manos privadas la atención médica. Y cuenta con lo que cuenta, con un sistema que si se puso en jaque en países donde el Estado es activo en materia de atención sanitaria, imaginemos en aquellos donde sus políticos han decidido entregar el negocio de la salud a manos privadas; vaciando los presupuestos públicos para salud. Uruguay tiene pocos casos, Chile muchos contagios y pocos muertos, Perú muchos contagios, alto porcentaje de muertos. Ecuador demostró no poder siquiera enterrar a sus fallecidos, mostrando al mundo una pila de ataúdes en las calles de Guayaquil. Latinoamérica está infectada. Con la pobreza común en sus países, las soluciones de aislamiento no son efectivas, porque en barrios carenciados, que los hay por doquier en todo el continente, es imposible aislar individualmente, entonces se cae en cuarentenas comunitarias, naturalizando el contagio masivo. Imposible que no surja en mí una bronca inmensa, un deseo de encontrar mejores soluciones a este tratamiento médico global que hay que aplicar. Los profesionales de la salud de mi país no están bien pagos porque vienen de últimos años de gobierno liberal que no invirtió en salud pública. Los médicos y enfermeros se contagian fácilmente por el alto grado de exposición y por la demora con la que sus instituciones empleadoras, sean públicas o privadas, entregaron los materiales para protección. Hubo médicos teniendo que armarse máscaras con radiografías viejas pasadas por lavandina más una gomita que las sujetaba por detrás de sus cabezas. Tapabocas, en lugar de correctos barbijos de uso profesional. Muchos días estuvieron en el frente de batalla tirando “venenitos” con una honda. Una médica con 5 años de recibida que en su lugar de trabajo recibió en medio de la pandemia la propuesta indecente de rebaja salarial. Un sector privado que reaccionó como siempre, pensando solo en cuidar su propio culo, pero solidarios para pedir el apoyo estatal para pagar sueldos. Cuando el negocio les dejaba mayores ingresos, ¿entonces también aportaban en mayor medida al Estado que hoy reclaman, o estarían viendo cómo hacer para pagar menos impuestos? Y a sus empleados, claro, cuando tuvieron épocas mejores derramaron el excedente en los sueldos mejorados de sus profesionales de la salud. Claro que no. Claro que trabajaban con profesionales bajo sistemas de becas que les permiten pagar mierda a cambio de trabajo cuasi esclavo, sin límite de horarios, sin la responsabilidad que se le pide a cualquier empleador; con un gremio que no discute la precarización y que pocas veces ayuda a recomponer injusticias. Ese es el sistema de salud con el que la Argentina afronta esta pandemia. Un sistema estatal que por suerte existe y un sistema privado apuntado a las clases sociales más altas y disponible solo en las ciudades más importantes del país.
Latinoamérica en general no tiene sistemas de salud sólidos, ni públicos ni privados. Donde los hay, no alcanza. Y si no, no los hay y debe un paciente subirse a un avión para atenderse en alguna ciudad importante.
Recorriendo Latinoamérica me dispuse a conocer algo sobre sus sistemas médicos y educativos en todos sus niveles. Me metí en sus escuelas y universidades. Sentí algunos temas culturales propios de la mezcla de orígenes, razas y religiones. Anduve por sus rutas, en campos y en ciudades. Atravesé paisajes y tomé su energía. Me sumé en sus bailes y dormí sus siestas. Busqué fuera de la oferta típicamente turística. Traté de ser una y más personas en un mismo viaje. Un típico turista que compra un recuerdito a un artesano y un místico flashero que se queda encantado mirando una pirámide mexicana o haciendo una invertida largo rato en una playa de la costa paulista. Que todo pueda pasar me gusta. ¿Ir a una charla en una universidad?, ¿tomar una clase de teatro? Puedo ir al Teatro Municipal de Río a sentir una ópera y minutos antes participar de una fiesta popular a favor del cuidado de instituciones de salud mental a pasitos de los arcos de Lapa, en el Circo Voador.
A todas las particularidades del narrador que moldean su subjetividad, le sumo la pretensión como autor de no dejar de lado la posibilidad de utilizar ficción como recurso, respetando siempre las locaciones. Mi lealtad al viaje no se negocia. La lealtad al viaje está en los lugares. Los personajes serán los encargados de ver lo que yo vi en esas playas, ciudades o montañas, de sentir, oler y saborear el viaje. Toda mención a un lugar será real, los personajes y las situaciones podrán ser ficticios. Una excusa para ir moviéndome por el mapa. Novelando, en su mayor aspiración, o apenas sorprendiendo en un mínimo relato o cuento de viaje. Quizás sea este un libro transgénero, al que lo discriminen en los estantes de relatos de viajes, por atreverse a ser distinto, a mezclar experiencias reales con historias inventadas, al que bardeen por realista los que gritan: “¡Aguante la ficción!”
Si lo leído hasta acá te huele a selfi escrita sacada desde abajo, estarías conociendo mi papada viajera. Una portada poco atractiva, pero no busco el deleite. Para algunos no soy buen compañero de viaje, para otros simplemente tengo hormigas en el culo. Puede que con el correr de los capítulos vayas obteniendo un mejor perfil mío, puede que hasta te llegues a enamorar, pero será de una belleza fingida, producto de tu propia subjetividad. No te prometo el gran viaje, solo que voy a estar ocupado en generarte alguna sonrisa en este transitar sudamericano.
Mucho Uruguay
Bizcocho dulce
Eran épocas de la plata dulce en Buenos Aires. Mejor dicho, para nosotros lo era en otros países menos en la Argentina. Mientras el país se endeudaba allá por los años 80, la clase media que podía disponer de algún pesito de ahorro, lo transformaba en dólares y salía al mundo al grito de “deme 2”, porque el dólar estaba barato. Volvimos con dos suéteres de Manos del Uruguay cada uno y dos pares de zapatillas. Eso era el “deme 2”, el fenómeno que explica el porqué de la implosión del mercado interno y el quiebre de muchas pymes que tenían costos internos encarecidos en dólares y un mercado inundado de productos importados baratos que impedían vender el suyo. Obvio, no eran los dos pulóveres y las dos zapatillas marca ¨Chauchón Cabezón¨ (como las bautizara mi hermano Patricio) los que desequilibraban la balanza de pagos del país, pero quién sabe, si no hubiera comprado el segundo par, por ahí la historia sería distinta. Ese era el alcance del deme 2 en una familia de clase media acomodada, pero numerosa. Nada de deme 2 electrodomésticos, nada de grandes cuentas, solo chiquitaje; quizás solo era anticipar la compra del invierno, era aprovechar la oportunidad. Pero hablo de volver sin haber hablado aun de ir. Tengo 10 años y junto a dos de mis hermanos que me siguen