Mario Diego Peralta

Latinoaméroca en gotas


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y terminé comprando dos entradas para esa noche.

      Encontraba así una forma de compartir algo con Santi, el sobrino que venía al centro para cenar conmigo y con el que, por vivir en Montevideo y nosotros en Baires, pocas oportunidades había de hacer algo juntos. Con el Salvo como lugar de encuentro, se vino. Le mostré de qué se trataba el edificio y nos fuimos a pie a ver esa peli tipo las del Bafici, festival de cine independiente en Buenos Aires, bastante interesante, y de ahí, me llevó a tomar unas birras y comer chivitos canadienses (él), yo en mi etapa vegetariana, hice alguna adaptación al medio. Acepté su consejo sobre la cerveza y no insistí con la Pilsen que parece no ser de las mejores, pero que para los que pisamos poco esas tierras charrúas es un clásico. O quizás solo para mí, que me quedé fijado en eso, no sé. Acepté la recomendación y la cerveza que probé era notablemente más rica. Seré infiel a la Pilsen, pero no tan vende patria como para acordarme de la marca que tomé y escribirlo acá. Era una Montevideo de noche de jueves con poco movimiento, terminamos de cenar y me trajo de nuevo al Salvo, era cerca de la medianoche en el palacio. No voy a decir que no miré 20 veces para todos lados cuando abrí la puerta de reja de mi “suite” mientras hacía ruido a metal con las llaves en la cerradura en ese pasillo infinito de luz tenue, con el sonido tenebroso de las puertas abriéndose cuando les falta aceite que lubrique esas bisagras. Interminables segundos pasaron hasta que puse los dos cerrojos y ya estaba a salvo en el Salvo.

      Me enteré que el Palacio supo ser de lujo en un momento, que algunos departamentos aun hoy lo eran, pero que otros fueron oficinas, otros son pequeñas viviendas y que el consorcio es casi inexistente, todo un lío. Un barrio dentro de un edificio, hasta con una radio en uno de sus pisos. Había de todo ahí dentro, vecinos que a la mañana siguiente me encontré en el ascensor cargando un perrito pequeño y la bolsa de los mandados, gente vestida de oficina, otros turistas y yo, tratando de mezclarme.

      El cuerpo de bomberos había organizado una expo con inflables en la plaza, frente a mi ventana, al aire libre. A las 6 a. m. ya se los escuchaba descargar artefactos de los camiones, haciendo ruido innecesariamente tan temprano. A las 8 estaba todo listo. A las 9 arrancó la prueba de sonido y era hora de escapar. Dormí poco esa primera noche. Bajé a desayunar en un bar pegado a la recepción pero con acceso por fuera del edificio. En la planta baja solo había una muestra de cómo se construyó el Salvo, explicado en cuadros los avances de obra y una mención a la visita guiada que partía del hall diariamente. Pregunté al conserje el precio, era un despropósito. Contento de no caer en la trampa, me fui a desayunar huevos revueltos con tomate y sin jamón. Así fue el pedido, pero vino cargado de queso, los lácteos tampoco estaban en mi dieta, así que fue un té y un permitido. Verduras sí, carnes solo de pescado, no lácteos, sí huevos. ¡Y con eso hago maravillas! Ah, sin azúcar y las harinas poco refinadas. Es cierto, últimamente no soy el invitado fácil para una cena.

      Puestos los “championes” (zapatillas en uruguayo básico) y compradas unas frutas secas, nueces y almendras en uno de los mejores supermercaditos/dietéticas que había conocido hasta ese momento, junto con una botellita de agua mineral, comencé a caminar. Sin GPS, siguiendo un poco el instinto, como quien va cuidando la derecha y preguntando cómo llegar a cualquier transeúnte. Tenía que ir hasta el Buceo, caminando por la rambla hubiera sido fácil, pero estaba para otros campeonatos, otras ligas, la de los que se pierden en las ciudades y llegan a destino. Tarde, pero más contentos, más conocedores. La 18 de Julio es la avenida que termina en la Plaza Independencia, por ella me alejé de los policías y sus casitas inflables donde simularían incendios con salvataje incluido, con la mugre de la ciudad en sus veredas, calles y en mis pies. Estaba especialmente sucio el centro ese día. Pasé por la Plaza Cagancha y el recuerdo de 20 años atrás mostraba un Diego volviéndose triste a Buenos Aires no bien empezaba el verano, un 5 de enero. Aceleré el paso, como queriendo escapar del recuerdo. Se bifurcan las avenidas y quedé a una cuadra de la Facultad de Arquitectura. Entré. Se trata de un edificio muy bien cuidado. En sus escalinatas del frente, sentados al solcito están relajados algunos estudiantes, tomando mate, naturalmente. En su hall de entrada, una escultura presuntuosa daba la bienvenida. La construcción tiene una galería interna que contornea un jardín, con un pequeño estanque artificial y en las mesas altas ahí dispuestas, los alumnos están ultimando detalles en sus maquetas. Era día de entrega, las aulas taller estaban vacías, todo sucedía afuera. Con una hija arquitecta, he visto lo que cuesta hacer una maqueta y he aprendido a valorar el arte que hay en ellas. Me acerqué y pedí permiso para fotografiar alguna, haciendo que sus autores automáticamente posen para la toma, cuando era a su trabajo a lo que mi celu apuntaba. La segunda foto, los incluye, porque teniendo al artista ahí, por qué despegarlo de su obra. Se les notaba pegamento UHU en sus manos aún. Habían invertido, tenían presupuesto en esos trabajos, eran de material más caro que el cartón gris común. Me gusta conocer universidades. Me interesan desde sus edificios hasta sus carteleras, las universidades son lugares con mucha vida. Un bar de universidad es siempre especial, habla de cómo se alimenta esa generación, recuerdo en Bangkok encontrar principalmente frutas en el bar de la facultad, mientras que en la Universidad de Lanús vendían un menú fijo bien calórico. Los afiches políticos colgando de los techos, sus carteleras con ofertas laborales, las modas al vestirse, la forma de andar y hablar en grupo, si fuman o ya no tanto, lo importante para ese momento y en ese lugar. La agenda universitaria. Siempre hay algún tema que los está movilizando, que los preocupa y ocupa. La facultad me regalaba además un poco de arte. Salí de Arquitectura con olor a cigarro en la ropa y contento continué caminado, al calor del solcito mañanero en busca del bulevar España que me llevaría a la playa de Pocitos. Una vez ahí, con el mar de frente (Pocitos tiene mar por cuestión de clase, aunque sea río), mis pasos fueron hacia la rambla. Malecón le dicen en Ecuador y Cuba, Costanera en Buenos Aires, rambla aquí en ROU (así escribía República Oriental del Uruguay cuando ponía la dirección en las cartas que enviaba a mi novia todos los veranos). Con mirada contenta veía los desniveles de la costa, saltando el cartel de Montevideo, ese para tomar la típica foto, y mi destino al fondo. Al llegar, habría recorrido unos 7 km desde el Salvo, con el placer que me da caminar, conociendo todo en general y nada en particular en una ciudad que no es nueva para mí, pero que para este momento lo estaba siendo. Era un aporte de novedad a una ciudad de visita frecuente.

      Había llegado a la casa de mi hermano, otros llegaban al festejo en avión, así que lo acompañé en auto hasta Carrasco para irlos a buscar. Almorzamos todos juntos frente al río y luego vendría la siesta obligada antes del festejo, que en esta oportunidad no se realizaría en una sinagoga, sino en un shopping. La misma cara debo haber puesto yo. Sorpresa. Es divertido y suma montonazo que en un viaje se pueda participar de un evento religioso tan importante. Es amplio, es valioso, es interesante. Es una excusa para seguir aprendiendo y disfrutando de festejar con la familia que pudo ir. Obviamente que a la ceremonia le siguió la comida típica, un golazo. Una fiesta era el motivo para estar en Montevideo esa semana y yo podría haberlo tomado así. Sin embargo, armé un viaje, que contenía el festejo como centro, pero que incluía actividades que me gustan hacer cuando estoy en modo viajero. Muy felices estábamos los tíos de poder estar con la sobrina más chica en su fiesta.

      A la mañana siguiente salí a recorrer la ciudad vieja y el mercado del puerto. Todo lo que el domingo por la tarde me pareció inseguro, quizás cumpliendo el precepto del montevideano medio, que alerta sobre la peligrosidad de la zona, ahora en día hábil me resultó muy interesante y seguro. Descubrí una dietética con bar incluido, con agradable diseño y con una torta vegana de chocolate sin gluten increíble. Este hallazgo y el supermercadito dietética del otro día me hablaban de hábitos de comida que estaban cambiando en esa ciudad. Por la Sarandí me metí en el Cabildo, al que tenían acondicionado para muestras de arte, exponían una de fotos futboleras con mención a un familiar Fontenla lejano, sorpresa y foto, el edificio antiguo está bien mantenido. Seguí caminando y pasé por el Museo del Carnaval, me dejó con ganas porque estaba cerrado igual que el mercado del puerto. Los bares ese lunes me sorprendieron, estaban abiertos mostrando sus recientes remodelaciones, lindos diseños, actuales, con sus labios pintados de rojo pasión para atraer y robarle el cliente al restaurante que estuviera menos actualizado. Perdido por sus callecitas vi edificios, como el del Banco de la República Oriental del Uruguay, que parecían más imponentes que el teatro Solís. El dinero le gana al arte. Y no sé cómo, terminé hablando