tienen membrillo adentro”.
A Salvo, cuarenta años después
Mi sobrina festejaba su bat mitzvah en Montevideo y aproveché para hospedarme en un departamento monoambiente alquilado a través de una plataforma de internet en el Palacio Salvo, frente a la Plaza Independencia. Eran pocos días. Llegué en el barco Colonia Express vía Colonia del Sacramento que te deja en la terminal de buses de Tres Cruces y desde ahí al departamento solo debía tomar un colectivo local que tenía parada en la misma vereda, muy fácil. En la Plaza Independencia está el mausoleo de Artigas, máximo prócer uruguayo, lugar emblemático si los hay en la ciudad, con el teatro Solís, la puerta de la Ciudadela, la Casa de Gobierno y el Palacio Salvo, donde me hospedaba yo. El edificio está en una esquina y es arquitectónicamente igual al Palacio Barolo de Buenos Aires. Cuenta la leyenda que se comunicaban entre sí a través de los faros que ambos edificios tenían en sus cúpulas. Quizás contrabando, tal vez soledades, de aburridos nomás, para jugar a que se crucen sus haces de luz sobre el río. Llegué a la recepción y el conserje me entregó la llave y me indicó el piso y número de apartamento. En Uruguay no dicen departamento, sino apartamento. Fui por las mías, tomé un ascensor moderno, lo habían renovado, no era el que esperaba en una construcción de esa época. Al llegar, salí a un palier que en el piso dejaba ver figuras geométricas diseñadas con piezas de mármol de diferentes colores, un lujo y al levantar la vista, empecé a observar esos detalles que hablaban de cierto descuido, detalles que en un edificio, si era de lujo, no debían estar. Caminé en busca de la puerta, entre muchas otras de madera que daban a un largo pasillo, con olor a humedad. Eran puertas de más de 3 metros de alto, algunas pintadas de blanco, otras color madera y el resto simplemente descuidadas. Los cables por fuera acompañaban en tramos los marcos de las puertas, en otras subían al cielo raso, habían hecho un enjambre de cables callejero dentro de un pasillo. Si alguien gritaba FUEGO en ese momento yo te firmaba ahí mismo que un cortocircuito lo provocó, sin dudarlo. Era raro que fueran tantas puertas, se parecía más a un hotel que a una casa de apartamentos. Encontré el número que buscaba, la puerta de madera tenía por delante y de cara al pasillo una reja de hierro que a primera vista aportaba una inseguridad enorme. Era la única que lo tenía. Más que seguridad me generaba el sentimiento inverso. ¿Habrían entrado a desvalijar ese apartamento frecuentemente y su dueña optó por ponerle reja a la puerta de la habitación? A un imaginario lugar desvalijado llegaba yo con mi pequeña valija. Abrí la reja, abrí la puerta, cerré la reja y le puse rápidamente llave a la puerta de madera, ya estaba dentro de mi habitación departamento. Era un único ambiente con baño, una cama bien vestida, una TV y una mesa redonda con dos sillas, desde la cual si abrías la celosía de la ventana se podía ver la Plaza Independencia desde arriba. La verdad, un lugar único. Descuidado, pero único. De esos que permiten que te encariñes de a poco, ni te expulsan al llegar ni te reciben con los brazos abiertos. Un sitio que se va dando a conocer de a puchitos. No es mucho lo que tiene para mostrar, sus pocas cosas, de a poco. Está en un lugar ideal, que de noche se pone picante. Está en un edificio que alguna vez fue lujoso y ahora mete un poco de miedo. Todo de a poco. Pero quiso que me enganchara, me conquistó. El edificio por ser histórico no solo resultaba interesante para mí, sino para los familiares que andaban dando vueltas por el festejo que nos juntaba en esa ciudad. Así fue como después de ir a ver una comedia al teatro Solís, pasaron mi hermana y su marido a ver de qué se trataba el apartamento. Ellos paraban en un hotel a unas pocas cuadras. Con ellos comparto el gusto por los edificios históricos y el berretín de ir al teatro en cualquier parte del mundo. En esa parte chiquita del mundo en la que estábamos se pudo hacer también y así conocí un teatro importante, histórico y elegante. El Solís tiene una confitería delante muy bien puesta, moderna y cara como corresponde. El teatro en sí está muy bien cuidado, es un monumento histórico uruguayo, lujoso edificio, que a la sala principal suma algunas otras para muestras, por ejemplo, en el subsuelo, donde ese día había una exposición de fotos de hombres en culo, peludos. No sé por qué, no se pregunta, era así. Antiguo por fuera, moderno por adopción en sus muestras. No dejaría de llamarme la atención ir al teatro Colón a ver cine. Claro que el Solís no tiene el tamaño del Colón ni del Cervantes en Buenos Aires, es más pequeño. Sin conocerlo, el Solís se me representaba como una gran sala para orquestas u óperas, no para representaciones teatrales, evidentemente le atribuí demasiado peso al cascarón, a su importancia histórica. El Solís está excelentemente mantenido y ofrece obras a precios populares. Nadie se había puesto todas las luces en sus ropas para ir, estábamos vestidos para salir una tarde de veranito, no mucho más que eso. Y el teatro estaba lleno. La obra era malísima, pero qué más daba, estaba ahí con mi hermana, en el teatro más importante de Montevideo, ¿qué tanto más habría agregado una obra buena? Quizás he aprendido a correr estos pequeños riesgos, porque, en definitiva, ¿qué le hace una obra mala más al tigre? Igual lo de mala es subjetivo, resultó ser un clásico, con actores muy conocidos para esos asistentes que aplaudieron a rabiar, de más a mi gusto, pero valgan los aplausos para algunos actores creíbles que los había en escena, el director quizás llevaba sobre sus hombros la mayor cantidad de desaciertos. No porque la obra sea mala voy a dejar de ir a verla, si es que existe alguna motivación adicional como puede ser compartir una tarde con un hermano, conocer un edificio histórico y de paso, ver de qué se trata la obra, una excusa. Mala o buena, todas finalmente terminan y ellos se fueron a cenar por un lado y yo por otro. Un sobrino médico y uruguayo estaba atento a mi llegada y también el Salvo sirvió de anzuelo.
Antes de ir a la confitería del Solís, punto de encuentro establecido con mi hermana, estuve dando vueltas por las cercanías. Viendo cómo se conectan lugares que en mi cabeza estaban muy distantes. Cosas maravillosas como darme cuenta de que el Cid Campeador y Primera Junta en Buenos Aires están ahí nomás uno del otro. Para mí formaban parte de dos mundos que no se juntaban jamás. Pero sí. La puerta de la ciudadela en la Plaza Independencia era el acceso a su peatonal y a la ciudad vieja. Y que detrás del Solís, por una de esas apariciones bíblicas, si caminabas un poquito estaba el río. Amplio, con rambla para caminantes y deportistas, con su avenida orgullosa de poder trasladarte de una punta a la otra de la ciudad, desde el puerto hasta Carrasco sin dejar de ver el río. Cualquier incauto podría llamarlo mar, muchos días se parece bastante, solo los legalistas y los días donde su marrón lo deja en evidencia es que se hace obvio, pero si no, yo le firmo mar sin dudarlo. Estaba ahí. Muchas veces había recorrido esa rambla de una punta a la otra. Ese día era mar y yo estaba cerquita de donde otros veranos, llegando en auto desde Buenos Aires, decretaba el fin del viaje e inicio de vacaciones, aunque faltaran aún 50 km costeros para llegar a Las Toscas, habitual destino final. Era justo donde terminaba el puerto y comenzaba la ciudad. Ahí estaba yo, observando el atardecer, mientras comprobaba que los extremos se tocaban, juntando mar con Plaza Independencia, una obviedad para tantos, un hallazgo tardío para mí. Bajé por la calle lateral del Solís hipnotizado por el agua, redescubriendo como peatón, monumentos y grafitis que el conductor no ve por estar muy ocupado en cambiar el chip de chofer porteño para empezar a pisar el freno en cada cebra, porque el montevideano se manda a cruzar de una, no le importa si el que viene es auto uruguayo o argentino desacostumbrado a la cebra “semáforo”. En otras oportunidades, muchas frenadas bruscas me hicieron merecedor de puteadas bien fuertes y claras, nada de sutilezas, insultos de los peatones, pero también de mi copiloto, acostumbrada a esas formalidades del tránsito uruguayo más que yo. Esa tarde el mar estaba tranquilo, no había mucha gente caminando por la rambla, era un día de semana y la jornada laboral llegaba a su fin, algunos pocos oficinistas se veían escapar de edificios altos. No muy altos, pero los más altos de la zona. Me sorprendió encontrar de cerca la iglesia evangélica de frente antiguo y columnas romanas que tantas veces de lejos había visto desde el auto. Es un edificio con historia, no obstante parece un intruso en ese parque costero, me da la sensación de no ser de ahí, que quiere irse, que habla en otro idioma. Como me gusta hacer un poco de ruido, me senté en un banco de cemento en la Plaza España y le dediqué a la tarde unos temas con mi armónica, mientras veía huir a los empleados, de sus trabajos rutinarios en las oficinas o quizás de mí.
Al iniciar el regreso hacia la plaza, reparé en un edificio vidriado moderno, enorme, que podría jurar no estaba unos minutos antes cuando baje al mar. Me pareció ver un bar dentro y me mandé a ver de qué se trataba, era la Cinemateca Nacional. La gente hacía cola frente a un mostrador mientras