Mario Diego Peralta

Latinoaméroca en gotas


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entrar por el parque a su casa, sentándose a los pies de su dueño que los miraba con cara de asombro, pero no se acercaba.

      Los gritos le habían hecho reaccionar, pero no dio cuenta de la gravedad del ataque del perro hasta que los vio de cerca. Sin demostrar mucha empatía, pero sí algo de humanidad, los invitó a pasar para que se calmaran. Entre la campera y los jeans no se veían las mordidas. Mientras, el perro los miraba como si nada hubiera tenido que ver con todo ese barro que llevaban puesto y la sangre que empezaba a chorrear manchándoles la ropa. La señora de la casa fue la más atenta, ensayando disculpas de mil colores, que el perro estaba entrenado, pero que no sabía qué había pasado, mientras el marido agregaba que seguramente algo le habrían hecho.

      Ella: (Gritándole con furia mientras seguía llorando). ¡Nadie le hizo nada, nosotros solo caminábamos! ¡No pueden tener suelto ese perro acá!

      Él tratando de contenerla, no podía. Ella estaba sacada, casi tanto como el perro. El dueño de la casa parecía estar más preocupado por posibles juicios de responsabilidad civil que por la salud de ellos.

       Segundo acto

      La escena se traslada al living de la casa en Parque del Plata, se abre la puerta, entra ella embarrada y él detrás. La primera en verlos es la tía:

      Tía: (Alarmada y en voz alta). ¿Pero qué pasó, m’ija?

      Ella: (Estalla en llanto y no se le entiende bien). ¡Nos mordió un perro, nos caímos para el lado del arroyo!

      Tío: ¿Por dónde? ¿En qué casa? ¡Voy y lo mato! (Sale de escena, se escuchan ruidos en el placar del dormitorio).

      Tía: Vengan, chiquilines, al baño, lávense.

      Suegros médicos: No lo vayas a matar que hay que ver cómo evoluciona, no sea que tenga rabia. A ver, sáquense la ropa y lávense en el baño, ¿tenés alcohol o agua oxigenada?

      Tía: (Camino a la cocina lamentándose en voz alta). ¡Pero qué cosa más terrible, chiquilines! ¿Cómo puede ser? (Volviendo con alcohol en su mano se lo da a los suegros).

      Suegros: (Mientras tiran chorros de alcohol sobre las heridas que van descubriendo). Acá tenés otra en la otra pierna vos, pero están bien. El diente entró y salió. No se ve desgarro. Igual tienen que darse la antitetánica. Vos la tenés del parto, ¿no?

      Se escucha portazo. (Ha salido Mario con la escopeta rumbo a la casa del arroyo).

      —¿Y la bebé?

      —Bien, duerme.

      La suerte quiso que, pudiendo haber estado realmente en ese carrito paseando con sus papás, ese día se hubiera quedado haciendo la siesta con sus abuelos, mientras sus padres aprovechaban para salir a caminar un poco solos.

      Tan solo imaginar la historia con su hija en medio de las mordeduras le produjo pesadillas durante mucho tiempo.

      En recuerdo de Mario Pérez.

      Heroína (Ficción. La lealtad al viaje está en los lugares)

      Tomando la Interbalnearia, tras unos 30 minutos de auto con dirección al este, se llega a Solís. Pago un peaje, la ruta está en muy buen estado. El paisaje hace que los otros que viajan conmigo estén muy entretenidos mirando por sus ventanillas. El sol de la mañana empieza a calentar con fuerza. Yo conduzco, estoy atento al tránsito por demás, demasiado atento, perdiéndome parte del paseo. Aprovecho las bajadas por las cuchillas para adelantarme a los camiones, el Fiat 128 va forzado por la carretera. Por delante, no solo aparecen las manchas de agua típicas en el asfalto, sino también autos, como paridos por la tierra, aparecen en un segundo, en la mano contraria. Genera un aprendizaje en la conducción de mi nuevo auto viejo recientemente comprado. Quiero estar atento, que no me encuentre la noche en la ruta a la vuelta. Mis ojos no son de fiar cuando manejan cansados y las cuchillas del camino agregan demasiada tensión.

      Los carteles en la ruta indican un acceso a un balneario hacia la derecha. Para Punta del Este hay que seguir recto. Es un viaje corto y vamos escuchando unos casetes con música para chicos, que ayudan a domesticar a las fieras de 8 y 6 años que viajan atrás. Entre ambas, va la bisa. Abuela de mi copiloto, de 82 años, y que acaba de enseñarles a mis hijas cómo saltar a la soga, demostrándoles, saltando ella. Hay una energía muy especial en ella.

      Entrar por Solís alarga el camino a Piriápolis, sin embargo; el viaje propiamente dicho se ha terminado en ese instante. Luego ya es recorrer la rambla para llegar a la otra punta, ya es parte del paseo. Se tarda más, es cierto, pero el tiempo no es la única variable importante y menos estando de vacaciones, donde si quiero puedo regalar una hora y una mateada o media hora con un paseo.

      La ruta pasa por al lado del Alción, hotel sindical con una ubicación fantástica, frente al mar. El edificio parece haber estado mucho tiempo con poco mantenimiento, pero hoy, en enero de 1998, ha logrado tener una inyección de vida y pintura. Es obligada escala para saludar a los primos que trabajan en ese hotel.

      Se trata de una construcción de puertas de madera muy altas en la recepción y unos ventanales enormes que apuntan al mar desde el salón comedor. Es temporada alta y está lleno de turistas. La mañana es el momento de más movimiento, no es el mejor para caer de visita. Lo sabemos. El saludo es cálido, cercano, afectuoso y rápido con cada uno de ellos. Deben atender urgencias. Una charla rápida, felicitaciones cruzadas por el estado del hotel y por la compra del auto. Prometemos pasar cuando volvamos de Piriápolis, más tarde.

      Junto al ventanal la bisabuela está mirando fijamente el mar. Son solo ella y él. No hay urgencias ni gente. Una línea une el horizonte y su mirada. Sus ojos son los que dan el color al agua hoy. El mar está claro y limpio, del color de sus ojos. Su vista clavada en ese punto donde el mar se hace cielo. Alguna conexión especial parece estar sucediendo entre ellos.

      “¿Vamos, Pabue?”. Imperceptible el pestañeo, fija la mirada. Las manos tomadas entre sí por detrás de la cintura, la derecha tomando la muñeca de la izquierda. Su cuerpo, pequeño y frágil, permanecía inmóvil. Con el segundo “¿Vamos, Pabue?”, se sobresaltó. La sorprendió. Quizás no esperaba tener que irse tan rápido. Quizás tendría otros planes.

      Miró hacia donde estaba su nieta, se acomodó los lentes, dedicándole una sonrisa de abuela compinche, largó al aire un pequeño suspiro y comenzó a acercarse, lentamente. En voz baja, ya reencontrada con la realidad, preguntó a dónde íbamos, ya que recién llegábamos, y agregó con preocupación si no se enojarían los primos por irnos tan rápido.

      Subimos al auto los cinco, desandamos el camino hasta el estacionamiento del hotel, y tomando la calle hacia la derecha, salimos a la rambla rumbo a la ciudad de don Piria.

      Ahora le tocó ventanilla a la abuela. No está perdida, está concentrada. Se cruzan sus ojos con los míos en el espejo retrovisor. No los retengo, los veo entrar al mar sin los sobresaltos del agua fría. Pasan olas tras olas. Ella pasea su mirada joven por la playa de arena clara y finita, la hace entrar corriendo al mar. Y en cuanto vuelvo a verlos, ya están en el horizonte. ¿Para qué llamarlos? Su atención está allá lejos, no está en la costa, no está acá con nosotros. Está donde un mar de experiencias la mantiene a flote.

      Andando con las ventanillas bajas, la brisa nos refresca, el aire huele a mar. Aparece el murito que separa la rambla del pequeño médano chato inicial de la playa, al mismo tiempo que se hacen más y más las casas frente al mar. Unos hogares vacacionales, algunos aún cerrados, en los que adivino su olor a humedad, su mobiliario, seguramente mezcla de otras casas desarmadas, escenarios decorados con algunos muebles de casas de abuelos. Hay quien se habrá montado el dormitorio de madera estilo veneciano y a quien le habrá gustado mezclar la mesa antigua en su comedor formal. Ensambles. Nuevo y antiguo para hacer del vintage un nuevo estilo en sí, pero que los herederos valoran más por el recuerdo que por la calidad. Partes de casas de abuelos quebradas. Hay viviendas de varios estilos, algunas más grandes, con árboles altos y parque muy bien cuidado, pero la mayoría son la típica construcción en la costa uruguaya, donde se mezclan techos de paja, con otros a dos aguas de loza, parrilleros y a lo sumo dos dormitorios.