Nicholas Eames

Reyes de la tierra salvaje (versión española)


Скачать книгу

las tensiones con Cartea no han dejado de aumentar desde entonces. Mirad, ese “duque de los Confines” ha elegido un momento terrible como un ejército de orcos para... para lo que sea que pretenda con este concilio de los cojones.

      Gabriel lo escuchaba sin dejar de mordisquearse un nudillo con inquietud y con la mirada perdida. Cuando el rey terminó de hablar, preguntó:

      —¿Y podemos ir? Me gustaría ver a ese duque con mis propios ojos. Quizá pueda convencerlo de que deje escapar de Castia a los mercenarios de Grandual.

      —Pues... sí, claro —respondió Matrick—. No veo por qué no. Bueno, primero tengo que comentárselo a Lilith, eso sí.

      En ese momento entró a toda prisa en la estancia la reina de Agria, como un espíritu malévolo que hubiese acudido al oír su nombre. Solo llevaba puesto un camisón y, aunque había envejecido varios años y dado a luz a muchos hijos desde la última vez que Clay la había visto, nada había sido capaz de arrebatarle su imponente (y circunspecta) belleza. Ni tan siquiera el hecho de que la situación con la que acababa de encontrarse estaba muy lejos de parecerle agradable. La seguía un hombre muy musculado que, por alguna extraña razón, no llevaba camisa, aunque sí que traía consigo un gesto protector en el rostro y una espada muy grande en la mano.

      —En el nombre de Vail, ¿qué pasa aquí? —exclamó Lilith.

      —¡Lilith! —Matrick se acercó a su esposa, pero se echó atrás al momento cuando el guardia descamisado se interpuso entre la mujer y él—. Me ha atacado un asesino, pero los chicos... Recuerdas a los chicos, ¿no?

      Dedicó una mirada impertérrita a los hombres que habían arriesgado sus vidas para rescatarla hacía ya unos veinticinco años.

      —¿Qué hacen aquí?

      El rey se retorció las manos de la misma manera que Gabe lo había hecho hacía unos instantes.

      —Bueno, pues lo cierto es que llegaron a través de ese espejo de ahí.

      La voz de Matty había adquirido un tono que se sostenía a duras penas entre la súplica y la calma. Clay se imaginó que era el mismo que usaría un perro parlante para explicarle a su amo por qué había cagado en la alfombra.

      —No te he preguntado cómo han llegado, cariño —dijo Lilith, con voz dulce como la miel envenenada—. Te he preguntado qué hacen aquí.

      —Claro, sí. Bueno, pues se han pasado porque están de camino a Castia.

      —¿Castia? —Articuló la palabra como si le diera asco—. ¿Por qué?

      —Pues... porque... —El rey miró a Clay con nerviosismo.

      —Es complicado —respondió Clay.

      ***

      En el bar de Vegabrupta había un plato llamado Desayuno del Rey. Consistía en unos huevos semicrudos pegados al fondo de una sartén de hierro fundido, aderezados con mucha pimienta negra y una salsa roja y espesa que Shep llamaba sangre de tomate. Lo servían con una hogaza de pan bien tostada y, si uno tenía suerte, unas pocas rodajas de pera más estropeadas que el ego de un bardo mediocre.

      No les sorprendió nada comprobar que el verdadero desayuno de un rey quedaba muy lejos de lo que creía Shep. Entre los platos estrella que encontraron en la mesa de Matrick la mañana siguiente figuraban varias columnas tambaleantes de tortitas esponjosas y doraditas empapadas de sirope, unas hogazas humeantes de un pan que hacía la boca agua, todo acompañado de unos platos de porcelana fina llenos de mantequilla con sal, unas tostadas perfectas servidas con todo tipo de mermeladas: de arándanos, fresas, frambuesas, moras, albaricoques, uvas, higos y algo llamado chancaca que Moog no era capaz de pronunciar sin que le asomase una risilla entre los labios. También había lonchas de panceta, salchichas jugosas y huevos tan grandes y frescos que Clay creía haber oído a las gallinas que acababan de ponerlos detrás de la puerta de la cocina.

      De beber habían servido zumo recién exprimido, de manzana, de naranja, de arándano rojo; y también un vino blanco seco, té de aromas florales, agua fresca con sabor a lima y hasta un café fantrano que Matrick engullía como si fuese el antídoto de un veneno que le ardiera en las venas.

      Clay lo consideraba uno de los mejores desayunos de su vida, al menos hasta que Lilith, que se había sentado frente al rey en el otro extremo de la mesa, anunció que estaba embarazada.

      La noticia cogió al rey del todo por sorpresa mientras tenía boca llena de tortitas, y Clay llegó a pensar que la reina había elegido a conciencia el momento de anunciarlo. Por toda la mesa, las bebidas se quedaron a medio camino de las bocas a las que se dirigían, excepto las de los cinco hijos de Matrick, que siguieron comiendo y hablando entre ellos como hacen los niños independientemente de lo que digan los adultos.

      En la estancia había más personas aparte de Clay y sus compañeros de banda. Los sirvientes no dejaban de entrar y salir por una puerta mientras recogían platos y volvían a traerlos llenos a medida que el rey y sus invitados daban buena cuenta de ellos. También se encontraban en el lugar varios soldados apostados junto a los ventanales que había en una pared de la estancia y el guardia personal de la reina, que estaba unos metros detrás y cuya enorme figura se elevaba varias cabezas por encima de ella. Tenía aspecto de norteño y era el mismo que había entrado descamisado en la alcoba real la noche anterior. Era más joven de lo que Clay había pensado en un primer momento, pero parecía alguien muy capaz en su oficio, y además era demasiado guapo. Tenía la nariz como muchos de los kaskareños que Clay había conocido: ganchuda como el pico de un halcón, y no había apartado la mirada de Lilith en ningún momento durante toda la mañana.

      Clay estaba muy seguro de que se estaba tirando a la reina, lo que hacía que la noticia que acababa de dar esta fuese aún más interesante.

      Moog rompió el silencio con un aplauso lento que dejó a su paso un silencio aún más incómodo.

      El rey, al menos, tuvo tiempo de tragarse su orgullo y las tortitas.

      —Es... Es una noticia estupenda, amorcito.

      —¿Verdad? —La sonrisa de Lilith estaba cargada de rencor—. Los augurios afirman que será un niño. Vais a tener un hermanito —dijo al tiempo que se giraba hacia el quinteto de chiquillos que estaban sentados uno junto al otro a un lado de la mesa.

      Clay los vio reaccionar uno a uno. Los gemelos eran los más jóvenes, y se limitaron a reír entre dientes antes de seguir comiendo. Lillian, cuya piel morena como una cáscara de nuez contrastaba con el intenso azul de sus ojos, no se mostró sorprendida, seguramente porque sabía el fastidio que la esperaba por tener otro hermano varón. Kerrick, el más gordo, puso cara de sorpresa. Abrió mucho la boca, y Clay vio toda la comida que quedaba en el interior. Danigan, el mayor de todos y pelirrojo con pecas, asintió sin alzar la cabeza.

      —Pero yo no quiero otro hermano —dijo Kerrick.

      —Yo tampoco —aseguró Lillian, que se sumó a la protesta.

      Su madre los miró con frialdad.

      —Bueno, y yo tampoco quería dar a luz a una monstruosidad de cinco kilos y medio ni a una chica, pero así son las cosas. La vida no es justa, ¿no creéis? Kerrick, comparte esos guisantes con tu hermana. Diría que ya has comido más que suficiente y tu hermana está flaca como una indigente.

      Clay no pudo evitar abrir la boca de par en par. Como era de esperar, tanto Kerrick como Lillian empezaron a llorar, momento que los gemelos también aprovecharon para hacer lo propio pero con más fuerza. El único que se quedó en silencio fue el hijo mayor, que no dejaba de llevarse huevos a la boca a cucharadas con un desinterés manifiesto.

      Matrick se atusó el pelo ralo.

      —Venga, hijos. Vuestra madre no pretendía haceros enfadar. Solo quería... —Dedicó una mirada cargada de desesperación al otro extremo de la mesa—. Es por el niño —explicó—. La pone de mal humor. Eso es todo. ¿Verdad, amorcito?

      —Será eso, sí —dijo Lilith—. Y también me deja terriblemente agotada.