Nicholas Eames

Reyes de la tierra salvaje (versión española)


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y ningún artista las representaba de la misma manera, aunque todos tendían a colocarlas sobre una montaña de cadáveres y darles el aspecto de un monstruo horrible y muy aterrador.

      —Agar consiguió matar al demonio —explicó Matrick—, pero las heridas terminaron por acabar con su vida. Su nieto, Agar el Imberbe, se proclamó primer rey de Agria. Desde ese momento, cuando los cinco reinos se reúnen para tratar temas de gran importancia, lo hacen aquí, en la isla.

      Lilith soltó un bostezo largo y escandaloso. Iba junto a él, envuelta en una capa de armiño y montada en una yegua blanca e imponente.

      —¿Por qué se llama isla? —preguntó Moog—. Yo diría que es poco más que un montículo.

      Matrick miró a su esposa antes de responder.

      —En primavera este lugar se inunda por completo y lo único que queda a la vista en varios kilómetros a la redonda es la isla. Bueno, y la otra parte del nombre viene de que Agar el Calvo fue enterrado debajo del montículo y los espíritus de los caídos en Lindmoor acuden todas las noches a rendirle homenaje.

      —¿En serio? —preguntó Gabriel con tono escéptico.

      —¡En serio! —dijo Matrick con orgullo.

      —¿En... serio? —repitió Moog, que había empezado a frotarse la barbilla, intrigado.

      —¿En serio? —se burló la reina—. Juro por la barba del Señor del Estío que tengo lavanderas que hablan menos que vosotros tres. —Señaló a Clay con una mano cubierta por un guante blanco—. Keil al menos sabe cuándo mantener el pico cerrado.

      —Me llamo Clay.

      Lilith le dedicó un mohín cargado de arrogancia.

      —Con lo bien que estabas calladito.

      El montículo estaba rodeado por un grupo de curiosos boquiabiertos que tenían la esperanza de ver con sus propios ojos a un druin de verdad. Habían extendido mantas y traído cestas de merienda, y tenían la clara intención de pasar el día allí. Había hasta un vendedor de brochetas de castañas asadas y una emprendedora que ofrecía lo que llamaba “auténticos muñecos druin”. Moog compró uno por cinco monedas de cobre, y resultó ser poco más que un calcetín relleno con botones en lugar de ojos y un par orejas endebles de tela cosidas en la parte superior. El mago parecía muy satisfecho con la compra, eso sí.

      Al llegar a la isla y subir por la suave pendiente, encontraron a las dos delegaciones esperando junto al monumento azotado por el viento que había arriba. Los sirvientes del rey empezaron a montar un toldo alrededor de una enorme mesa de cedro que habían traído en una carreta desde Brycliffe, y Matrick y su grupo de nobles agrianos se unieron a los invitados extranjeros.

      La compañía de Fantra era femenina en su totalidad. El feudo de la Reina Salobre era matriarcal: los marineros, los soldados y los trabajadores solían ser hombres, mientras que las mujeres conformaban en su mayor parte el núcleo de mercaderes y tenían los puestos más importantes tanto en el gobierno como en el ejército. Aunque era un reino díscolo en el que los gremios de mercaderes aparecían y desaparecían con la frecuencia de las mareas, a los orientales les gustaba recordar al resto de Grandual que nunca habían perdido una guerra contra los feudos vecinos.

      La delegación estaba liderada por una joven que se presentó como Etna Doshi. Era bajita y fornida, y caminaba con el contoneo fantrano que servía tanto para mantenerse en equilibrio en la cubierta de un barco como para dárselas de petulante. Tenía la piel bronceada por el sol y el rostro curtido como una vela; y sus llamativos atuendos, bufandas de colores chillones, un fajín ancho y todo tipo de joyas chabacanas, le recordaron a Clay a “Lady” Jain la bandolera, la que les había robado en el camino de Conthas. Etna llevaba su pelo negro recogido en una red plateada adornada con zafiros relucientes y conchas marinas de un azul cerúleo. Tenía también una cicatriz arrugada junto a la comisura de los labios que hacía que su gesto tuviese siempre cierto deje desdeñoso.

      —¿Doshi? —saludó Matrick al tiempo que le estrechaba la mano—. ¿Tienes relación con...?

      —Mi madre —respondió antes de dejarlo terminar.

      —¡Espléndido! ¿Y cómo está esa vieja murciélaga ciega?

      Etna se sobresaltó por un momento ante la franqueza del rey, pero su gesto desdeñoso no tardó en convertirse en una sonrisa.

      —Pues sigue ciega —dijo al tiempo que le guiñaba el ojo—. Y también sigue siendo la mejor almirante de la ilustre armada de la Reina Salobre.

      —¿Llegó a descubrir esa isla perdida de la que siempre hablaba?

      —¿Te refieres a Antica? —Etna negó con la cabeza—. Esa vieja imbécil no ha dejado de buscarla, y eso que le dije que tendría más suerte encontrando un hombre honesto en Marea Baja.

      Matrick rio y se agarró la panza con una mano para que no se le moviese mucho. El pícaro convertido en rey siempre se había sentido como en casa en la costa de Fantra, donde hasta las abuelitas podían llegar a considerarse unas estafadoras de lengua viperina y se las estaría describiendo con benevolencia. De hecho, se llevaba muy bien con la madre de Etna y solía decir que ella le había enseñado todo lo que sabía sobre barcos. Y muchas de las cosas que sabía sobre mujeres y sobre dagas.

      —Mano Lenta.

      Clay se giró y se topó de frente con Maladan Pike, Primer Escudo de Kaskar. Pike había sido mercenario en el pasado, líder de una banda llamada los Invasores. Tenía un par de hermanos mayores que eran gemelos y que no dejaban de pelearse por ver quién iba a heredar el trono de su padre, pero ambos habían muerto a manos de un jefe ogro particularmente cruel y prodigiosamente feo llamado Ikko Umpa. Pike había suplicado a su padre que le diese la oportunidad de vengar a sus hermanos, pero el rey del norte no quería arriesgar la vida de su único heredero, por lo que contrató a Saga para que acabase con el ogro. La banda había cumplido su parte del trato y, desde aquel momento, el reticente príncipe de Kaskar había tratado a Clay y a sus compañeros de banda con una mezcla de resentimiento sosegado y respeto poco entusiasta.

      —Pike —saludó Clay.

      —Oí decir que habías muerto.

      —Más o menos. Me casé.

      El Primer Escudo resopló.

      —¿Tienes hijos?

      —Uno. ¿Tú?

      —Siete. —El pecho de Pike se hinchó un poco—. El mayor ya es casi de mi tamaño y podría estrangular a un yethik con las manos desnudas. ¿Y el tuyo? Apuesto mi caballo a que es un asesino despiadado como su padre.

      Clay reprimió un estremecimiento mientras le dedicaba una sonrisa.

      —Es una hija, en realidad. Se dedica a coleccionar ranas.

      —Vaya —dijo el norteño con gesto afligido mientras se rascaba la canosa barba contra la garra de oso de seis dedos que llevaba grabada en el puño de su armadura de cuero tachonado—. Lo del caballo era broma, ¿eh?

      —Ya —dijo Clay.

      La metedura de pata del Primer Escudo quedó eclipsada, literalmente, por la llegada de un barco volador que descendió hacia ellos muy rápido.

      Clay intentó disimular su asombro ante los que lo rodeaban mientras el galeón descendía de los plomizos cielos. Su banda y él habían encontrado muchos barcos como ese naufragados durante sus giras, la mayoría entre las ruinas del Dominio, pero todos eran pecios de velas ajadas y cascos astillados. Los últimos años había oído rumores de que se habían encontrado barcos voladores más o menos intactos, pero no se los había creído hasta que terminó por ver uno de ellos surcando las nubes sobre Vegabrupta. Aun así, Clay creía que nunca llegaría a ver uno de cerca.

      —El Segundo Sol —anunció Moog, que se colocó junto a él—. El buque insignia de la mismísima sultana.

      Para Clay era un barco como cualquier otro, menos las velas, que tenían