Yulián Semiónov

17 Instantes de una Primavera


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del sueño —dijo el doctor, encendiendo un largo habano— lo hace, en Cantón, Israel Mijailovich Rudnik. Como nuestro sistema estatal, pasado y actual, provoca desconfianza crónica en todo el mundo civilizado, Rudnik envasa su invento en cajitas inglesas. Se las han hecho aquí, en Shanghai, y todo el mundo las compra como rosquillas. Lo más asombroso es que la gente de Ioffe, del Consulado general, ha comprado un gran lote del «preparado inglés». Parece que en el Kremlin hay alguien que no puede dormir.

      «Pues yo me dormiría aquí —pensó Isaiev—. En la consulta de los médicos, si uno no tiene cáncer, se siente la tranquilidad de lo inmortal. Las ilusiones son la garantía más segura del bienestar humano. Por eso al cine lo llamaban “la gran ilusión”. Deberían hacer películas sobre la felicidad; pero no, siempre filman desgracias, siempre sufrimientos».

      —¿Le gusta la miel?— preguntó el doctor sentándose a la mesa— ¿La de tilo, o la miel blanca?

      —Solamente a los tontos no les gusta —contestó Isaiev—. Pero yo soy pragmático, doctor. No creo en curaciones con miel, hierba y paseos. Creo en las pastillas.

      —Excelentísimo señor, un verdadero galeno se parece a una ramera del puerto; ya que usted me paga, estoy dispuesto a cumplir cualquiera de sus deseos. ¿Quiere píldoras? Pues en seguida lo arreglaremos. Pero si lo que quiere es dormir, miel, paseos y hierba.

      —¿Raíz de valeriana, hierbabuena y un poco de salvia?

      El doctor miró a Isaiev por encima de las gafas. Cuando miraba a través de ellas, sus ojos parecían muy grandes, como los de una mujer encinta y, al mismo tiempo, vigilantes.

      «La medicina será impotente hasta tanto la Humanidad no acabe con la mentira —pensó Isaiev—. Le estoy diciendo mentiras. Hablando con más exactitud, no le digo la verdad. Si le hubiera dicho que no puedo dormir porque espero el regreso a casa, allí, entre los míos, no necesitaré ningún remedio; y que el insomnio comenzó hace un mes, porque Walter me habló de la próxima salida (no se puede hablar a un hombre de felicidad si no es posible ofrecérsela en seguida), entonces sabría él dónde radica la causa de mi insomnio».

      —Buenos días, mi amor…

      —Maximushka… Maxim Maximich… Maxim…

      —Buenos días, Sashenka ¿Cómo estás?

      «¿Qué estoy diciendo? Las palabras están gastadas como monedas ¿Eran acaso esas palabras las que le había dicho todos aquellos años, cuando soñaba con ella? ¿Por qué nos avergonzamos de expresarnos? ¿Es sincero el hombre sólo cuando habla consigo mismo, en secreto y sin emitir sonido alguno?»

      —¡Qué raro! Preguntaste «¿Cómo estás?» ¿Por qué me lo preguntas, Maxim?

      —Siempre me pareció que tenías ojos grises y ahora veo que son azules.

      —¿Por qué no me besas?

      ¡Qué labios tan suaves y tiernos tiene…!

      Seguramente, sólo las mujeres que aman tienen esos labios dóciles, que se esfuerzan por callar y no pueden callar, ni tampoco hablar; por eso tiemblan todo el tiempo y tienes miedo de que digan lo que tanto temes oír; por eso, bésalos, Maxim, besa esos labios secos, suaves, y no mires su cara, ni trates de comprender por qué cierra los ojos y tiene lágrimas en las mejillas. ¿Tal vez con ellas se va la desgracia? ¿Quién es culpable de su desgracia? ¿Tú? Tú ¿Quién más? Tú la dejaste durante estos cinco largos años; no la pudiste encontrar, aunque la buscaste; no le escribiste ni una sola vez una sola palabra. ¿Quién más puede ser culpable de su desgracia? Su desgracia… Nuestra desgracia, o, más exactamente aún, mi desgracia. Porque yo puedo perdonar, pero nunca olvidar…

      —¿No ha tenido sífilis? —le preguntó el doctor. —Entonces le tranquilizaremos la «cabeza» con mercurio… Durante la epidemia de tifus, muchos contrajeron sífilis y no lo sospechan. Hace poco hicimos una autopsia curiosa: destripamos al coronel Rosenkranz… Se creía que se trataba de una apoplejía; bebía mucho, pero en la «cabeza» le encontramos un tumor sifilítico de tercer grado. Sus hijas están en edad de casarse. Y aquí tiene un problema para una mente ágil: ¿Dónde está la frontera entre la moral y el deber? Tenemos que obrar de manera inmoral: llamar a las muchachas para hacerles un reconocimiento. Los chinos y los ingleses insisten. Shanghai —dicen— es el puerto más limpio de China. Rosenkranz, antes de morir, no pegó un ojo durante tres semanas; se desgañitaba. Pensábamos que tenía el síndrome de la resaca y que le había subido la presión. Pero no… no le hablo de sífilis por casualidad.

      —¿Cuánto le debo, doctor?

      —Veinticinco dólares. Para la leche de los pequeños y la avena, que acaba de subir de precio. Hace un año cobraba quince, pero ahora estoy acumulando papelitos verdes. Quiero irme a Australia, allí no hay tanto color amarillo, casi no hay ningún compatriota, tampoco muchos médicos… Entonces ¿qué pildoritas vamos a tomar? ¿Las inglesas de Cantón, o las de Israel Mijailovich? ¿O prefiere la miel con agua por la noche y un paseo hasta que le brote el sudor en la espalda?

      —Deme las píldoras.

      …Tacataca, tacataca. El golpear de los cascos como una música. La mata de pelo del cochero es ondulada, color trigo.

      —Ahora empezará a cantar —susurró Sashenka—; cuando venía para acá, cantaba muy bien.

      —¿A lo largo del río, a lo largo de Kazanka?

      —No ¿Por qué estás sentada hasta la medianoche en la ventana abierta…?

      —¿Por qué estás sentada, por qué te angustias? ¿A quién, bella, esperas? Ni un solo transeúnte en la calle. ¡Qué raro!

      —No, Maximushka, allí hay gente ¿Ves cuántos son?

      —No veo a nadie, ni oigo nada…

      —¿Oyes el tacataca, tacataca?

      —Dame tu mano. No, la palma. La tienes más suave que antes… Me gustan mucho tus manos ¿sabes? Me despertaba por la noche, sentía tus manos en mi espalda y tenía miedo de abrir los ojos, aunque sabía que tú no estabas a mi lado… Fue terrible. A veces veía a mi padre vivo, alegre, y de repente me abrazabas y sentía las líneas que tienes en las palmas y tus dedos tiernos, largos, de yemas suaves, secas y calientes… ¿Me sentías tú también en los sueños?

      Tacataca, tacataca…

      —¿Sabes qué más cantaba, Maximushka?

      —Cantaba Vuelan los patos, vuelan los patos y dos gansos.

      —¿Por qué no me contestas, Sashenka?

      —No sé qué decirte, querido mío…

      —¿Es usted de Petersburgo, o un personaje de la capital? —preguntó con interés el doctor Petrov, guardándose el dinero en la cartera verde y ajada.

      —Del Báltico.

      —¿Letón?

      —Casi…

      —Habla muy bien el ruso.

      —Mezcla de sangres.

      —Un hombre feliz. No importa cuál, pero es una patria. ¿Por qué no se va a Revel?

      —No me sienta el clima —contestó Isaiev, guardándose la receta en el bolsillo.

      —¿Llueve mucho?

      —Sí, mucha humedad, y el tiempo cambia cinco veces al día.

      —Aunque en Petersburgo cambiara el tiempo cien veces al día —suspiró el doctor—, y no me llamaran más que con el meñique, correría cerrando los ojos, correría.

      —Ahora ya dejan entrar.

      —He perdido la fe. Primero era «maten al burgués», después, «aprendan del burgués». Antes, unos impuestos rigurosísimos, y ahora, «enriquézcanse»… En general temo a los niños, mi querido señor; hacen mucho ruido, son crueles y egoístas. ¿Y