embargo, Dzerzhinski criticó fuertemente a Isaiev.
—Hay que analizar con más profundidad y amplitud —replicó—. La situación es tal, que la emigración no conviene en modo alguno a los gobiernos de Europa y, además, está internamente dividida. No obstante, si en el mundo aparece una fuerza extremista organizada y dirigida, la emigración encontrará el apoyo más amplio. Los contactos de Savinkov permiten señalar que esa fuerza será la de los fascistas de Mussolini, y los nacionalsocialistas de Hitler, que lo siguen.
—¿Enciendo la luz, Maximushka?
—Pero aún se ve ¿no?
—Sí. Pero a mí me parece que ya es de noche.
—Ven, Sashenka…
—¿Tomarás té?
—Ven a mí…
—He calentado el agua en el infernillo ¿No quieres lavarte, después del viaje?
—Quiero que te acerques a mí, Sashenka.
«Me parte el corazón su modo de mirarme. Se ha puesto los brazos en el pecho, como si rezara. Niña, amor mío, qué miedo he sentido por ti durante todos estos años…! No me mires así. Estaré callado. No preguntaré nada de nada. Tampoco me preguntes. No debemos humillarnos con la mentira».
Después de la muerte de Dzerzhinski, a Isaiev le pareció que lo habían olvidado. Dirigió a la Lubianka ocho cartas cifradas pidiendo permiso para ir a Moscú: sus nervios se resentían. No había respuesta. Pero, un mes antes, Walter le había transmitido la orden de que se alojara en ese hotel y esperase la llegada de nuevos documentos para salir de China, y todo el mes lo había pasado insomne, andando por la ciudad hasta sentir mareos o náuseas; se sentaba en el banco de un parque, cerraba los ojos, se hundía en una pesada modorra de diez minutos y, entonces, le parecía como si alguien le diera un golpe en la cabeza: «No duermas! ¡Abre los ojos! Tienes que resistir una semana más ¡No duermas!»
…Isaiev estaba sentado en el alféizar, viendo cómo la penumbra invadía la ciudad. Esperaba, al fin, sentir deseos de dormir, pero mientras más se acercaba el día de la partida, más terrible le resultaba volver a la habitación. Los cinco años pasados en Shanghai, Cantón y Tokio se encarnizaban ahora con un frío interior y una constante sensación de estremecimiento y miedo. Lo mismo le ocurría en la infancia, cuando planeaba con su padre ir a Grenoble y estaba esperando el viaje todo el año como una fiesta a la vez que se preguntaba: «¿Y si luego no hiciéramos el viaje?» Esperaba sin cesar tener ganas de acostarse y de estirarse hasta que los huesos crujieran, con los brazos debajo de la cabeza, viendo la cara de Sashenka cerca, muy cerca, y dormirse después, y despertarse cuando sólo faltaran cinco días para la partida.
—Te quiero mucho, Maxim; tal vez sólo ahora he llegado a comprender cuánto te quiero…
—¿Por qué sólo ahora?
—Porque se espera lo soñado, pero se quiere lo nuestro.
—¿No es al contrario?
—Tal vez sea al contrario. Ahora no tenemos por qué hablar, querido. Estamos diciendo tonterías como si jugáramos al escondite. Déjame quitarte la corbata, agáchate.
«Antes no sabía quitarme la corbata», pensó Isaiev, y tomó entre sus manos los dedos helados de ella y se los apretó.
Llamaron a la puerta suave y cautelosamente; pero como el pasillo estaba cubierto por una gruesa alfombra que ahogaba los pasos, la suave llamada se oyó como un trueno. Maxim Maximovich, llevándose la pistola al bolsillo de la chaqueta, dijo:
—Adelante.
Walter vestía un traje de dril blanco, manchado con gotas de vino tinto.
—Toma —dijo alargando el sobre—, para ti. —Su resonante dialecto bávaro resultaba hoy especialmente brusco.
En el sobre estaba el pasaporte alemán a nombre de Max Otto von Stirlitz y el billete de primera clase para Sidney.
Walter cerró los ojos y empezó a hablar. Memorizaba fácilmente los datos cifrados después de apuntarlos dos veces en varias hojitas de papel.
Camarada Vladimorov: entiendo la magnitud de sus dificultades, pero la situación es tal que no tenemos derecho a aplazar para mañana lo que podemos hacer hoy. La documentación que le enviamos «para Stirlitz» es totalmente segura y le ofrece la posibilidad, dentro de dos o tres años, de infiltrarse en las filas de los nacionalsocialistas de Hitler, quien ha publicado hace poco su programa de acción: Mein Kampf. Nuestros hombres le encontrarán en Hong-Kong, “Hotel Londres», habitación 96, reservada a nombre de Stirlitz, y le entregarán fotografías, álbumes familiares y cartas para usted, de Stirlitz padre. El trabajo de aprenderse la historia le llevará diez días. Menzhinski.
—Ahora vete —dijo Isaiev—. Vete, Walter, porque tengo mucho sueño. Quiero dormir mucho.
Walter vio la cajita del «preparado del sueño» y sonrió. —La psicoterapia es una gran cosa —comentó—. Rudnik hace este preparado con aspirina y valeriana. Es una engañifa.
—Es posible —convino Isaiev—. Pero ahora quiero dormir, no por Rudnik ni su preparado. Todo ha vuelto a su cauce y hasta estoy contento, porque un hombre liberado del presidio teme la libertad.
—Debes dormir, Maxim.
—No puedo.
—Por favor, duérmete, querido.
—No puedo ni tengo deseos de dormir.
—Te suplico que duermas… Cuando despiertes, será de noche, volverán a pasar estos cinco años y será como si nunca nos hubiéramos separado.
—¿A qué olía la casa de Timoja?
—A miel y estopa.
—¿A qué más?
—No me acuerdo.
—A nieve. A nieve de marzo.
—Por favor, por favor, duérmete, Maximushka.
—No me gusta engañarte.
—Vuélvete, te acariciaré y te dormirás.
—¿Me has querido siempre?
—Sí.
—¿Siempre, siempre?
—Sí.
—¿Y…?
—¡Sí, sí, sí, duerme!
—¿Por qué lo dices tan rudamente?
—Porque tú me lo has preguntado así.
—¿No tengo nada que preguntar?
—Nada. Duerme, querido, por favor, te lo suplico, duerme… Ya ha pasado todo y estás en casa… Duerme…
—Desde Berlín es más fácil regresar a casa que desde aquí.
—Sí. Tienes razón. Lo entiendo todo. Pero ahora vete, me acostaré y me dormiré. Me siento como un perro que se ha cansado de ladrarle a un hueso. Y no sé bien lo que digo. Puedo decir alguna inconveniencia y te ofenderías. Vete, vete, Walter…
Él volvió a casa en junio de 1946: diecinueve años, siete meses y cinco días después de su encuentro con Walter en Shanghai, en el piso 12 del «Hotel Británico».
Moscú.
...............
A la memoria de mi padre
¿Quién es quién?
Al principio, Stirlitz no podía creerlo: en el parque cantaba un ruiseñor. El aire estaba helado, y aunque por los alrededores se advertían tímidos signos primaverales como en una acuarela fina, la nieve aún permanecía compacta, sin ese tímido azul interno que precede siempre