Yulián Semiónov

17 Instantes de una Primavera


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les tenemos miedo a las verdades de la vida.

      »—¡Sí que les tienen! Yo mostraba cómo esa gente trataba de acudir a la Iglesia y cómo la Iglesia los rechazaba. Hasta los feligreses los rechazaban, y el pastor no podía oponerse a ello.

      »—Por supuesto que no. No lo critico a usted por decir la verdad. No lo critico porque haya mostrado esa verdad. Tenemos opiniones distintas en lo que respecta a los pronósticos del futuro del hombre.

      »—Pastor ¿no le parece que sus respuestas no son las de un pastor, sino las de un político?

      »—Lo que pasa es que usted me juzga según sus propios patrones. Me ve en una sola dimensión política. De igual modo se podría ver en la regla logarítmica un objeto para clavar clavos. Con la regla es posible hacerlo, porque tiene longitud y una masa conocida. Pero esa es su décima o vigésima función. Lo que importa es que con su ayuda se pueden hacer cálculos y no sólo clavar clavos.

      »—Pastor, le estoy haciendo preguntas, pero usted me clava a mí los clavos sin contestarme. Muy hábilmente, me hace pasar de ser quien plantea las preguntas a ser quien las contesta. ¿Por qué dice usted que está fuera del combate cuando participa en él?

      »—Es cierto. Estoy en el combate y, efectivamente, estoy en guerra, pero yo lucho contra la guerra misma.

      »—Usted discute de modo muy materialista.

      »—Discuto con un materialista.

      »—Entonces ¿puede usted combatirme con mis propias armas?

      »—Me veo obligado a hacerlo.

      »—Escuche… En nombre del bien de sus feligreses, necesito que se ponga en contacto con mis amigos. Le daré sus direcciones. Le confiaré la dirección de mis camaradas… Pastor, usted no traicionará a los inocentes…»

      Cuando acabó de oír la grabación, Stirlitz se levantó rápidamente y se alejó hacia la ventana para no enfrentar la mirada del que ayer había pedido ayuda al pastor y ahora sonreía maliciosamente escuchando su voz, tomando coñac y fumando ávidamente.

      —¿No tenía cigarros el pastor? —preguntó Stirlitz sin volver la cabeza.

      Estaba junto a la enorme ventana, que ocupaba toda la pared, y veía cómo los cuervos se peleaban en la nieve disputándose el pan. El guardián recibía ración doble de comida, y le gustaban mucho las aves. No sabía que Stirlitz pertenecía al SD, y estaba completamente convencido de que la villa era propiedad de homosexuales o magnates financieros: nunca había estado en ella una sola mujer, y cuando se reunían hombres, hablaban en voz baja, y sus comidas y bebidas eran exquisitas. Casi siempre norteamericanas y de primera calidad.

      —Sí, allí sufría mucho por falta de tabaco… El viejo hablaba en exceso, y estuve a punto de ahorcarme por no poder fumar.

      El agente se llamaba Klaus. Lo habían reclutado dos años antes. Él mismo lo había pedido: el ex-corrector ansiaba sensaciones fuertes. Trabajaba artísticamente, desarmando a sus interlocutores con la sinceridad y brusquedad de sus opiniones. Se le permitía hablar de todo, pero su trabajo debía dar resultados y ser rápido. Stirlitz, que había estudiado bien a Klaus, le tenía más miedo en cada nueva entrevista.

      Stirlitz volvió a la mesa, se sentó frente a Klaus y le sonrió.

      —Bien —dijo—, entonces ¿está usted seguro de que el viejo le arreglará los contactos?

      —Sí, ese problema está resuelto. Me encanta trabajar con intelectuales y curas ¿Sabe? es tremendo ver cómo un hombre va a la muerte. A veces me gustaría decirle a alguno: «¡Detente, tonto! ¿A dónde vas?»

      —Creo que no vale la pena hacerlo —dijo Stirlitz—. Sería poco razonable.

      —¿No tendrá usted conservas de pescado? Me vuelvo loco si no como pescado. Es el fósforo ¿sabe? Las células nerviosas lo exigen…

      —Le conseguiré buenas conservas de pescado ¿Cuáles quiere?

      —Me gustan en aceite.

      —Entiendo… ¿De qué producción? ¿Nuestra o…?

      —«O» —se rió Klaus—. Aunque no sea patriótico, me gustan mucho las comidas y bebidas de Norteamérica y Francia…

      —Le conseguiré una caja de genuinas sardinas francesas. El aceite es de oliva, muy picante… Un montón de fósforo… ¿Sabe? ayer examiné su expediente…

      —Pagaría lo que fuera por verlo, aunque fuese con un solo ojo…

      —No crea que es tan interesante… Cuando usted habla, se ríe o se queja de dolor de hígado, es impresionante si tenemos en cuenta que ha llevado a cabo hace poco una ardua operación… Sin embargo, su expediente es aburrido: informes y más informes. Todo se ha mezclado: sus denuncias, las denuncias contra usted. No, no es interesante… Lo curioso es otra cosa: calculé que, según sus informes, y gracias a mi iniciativa, fueron arrestadas noventa y siete personas… Nadie dijo nunca nada sobre usted. Nadie. Y en la Gestapo los «trabajan» con bastante dureza…

      —¿Por qué me habla de eso?

      —No lo sé… Trato de analizar… ¿Le dolió alguna vez cuando era detenida la gente que albergaba?

      —¿Usted qué cree?

      —No lo sé.

      —Tampoco yo… Creo que me sentía fuerte al enfrentarme a ellos… Me interesaba la lucha… Lo que les ocurría después, no lo sé… ¿Qué nos ocurriría después a nosotros, a todos nosotros?

      —Es verdad —convino Stirlitz.

      —Después de nosotros, el diluvio… Además, nuestra gente es cobarde, baja, ávida, delatora. Todos son así. Es imposible ser libre entre esclavos… Entonces ¿no es mejor ser el más libre entre los esclavos? Todos estos años he gozado de total libertad espiritual…

      Stirlitz preguntó:

      —Dígame ¿quién visitó al pastor anteayer por la noche?

      —Nadie…

      —Alrededor de las nueve…

      —Se equivoca —dijo Klaus—. En todo caso, de los suyos no vino nadie. Yo estaba allí completamente solo.

      —Tal vez visitaron al pastor… Mis hombres no pudieron ver sus caras.

      —¿Vigilaban ustedes la casa?

      —Por supuesto. Todo el tiempo… Entonces ¿está usted seguro de que el viejo trabajará para usted?

      —Sí, en general tengo vocación de oposicionista, de tribuno, de líder. La gente se somete a mi empuje y a la lógica del razonamiento…

      —Bien. Es usted estupendo, Klaus. Pero no se jacte en exceso. Ahora, vayamos al trabajo… Durante varios días vivirá usted en una de nuestras casas… Después le espera un trabajo serio, que no tiene relación conmigo…

      —Tome una hoja de papel de la carpeta gris —dijo Stirlitz— y escriba lo siguiente: ¡Standartenführer! Estoy terriblemente cansado. Mis fuerzas están al borde del agotamiento. He trabajado honradamente, pero no puedo más. Quiero descansar…

      —¿Para qué todo eso? —preguntó Klaus, firmando la carta.