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Anthony Hope
El prisionero de Zenda
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664139122
Índice
I
los raséndil, y dos palabras acerca de los elsberg
—¡Pero cuándo llegará el día que hagas algo de provecho, Rodolfo!—exclamó la mujer de mi hermano.
—Mi querida Rosa—repliqué, soltando la cucharilla de que me servía para despachar un huevo,—¿de dónde sacas tú que yo deba hacer cosa alguna, sea o no de provecho? Mi situación es desahogada; poseo una renta casi suficiente para mis gastos (porque sabido es que nadie considera la renta propia como del todo suficiente); gozo de una posición social envidiable: hermano de lord Burlesdón y cuñado de la encantadora Condesa, su esposa. ¿No te parece bastante?
—Veintinueve años tienes, y no has hecho más que...
—¿Pasar el tiempo? Es verdad. Pero en mi familia no necesitamos hacer otra cosa.
Esta salida mía no dejó de producir en Rosa cierto disgustillo, porque todo el mundo sabe (y de aquí que no haya inconveniente en repetirlo) que por muy bonita y distinguida que ella sea, su familia no es con mucho de tan alta alcurnia como la de Raséndil. Amén de sus atractivos personales, poseía Rosa una gran fortuna, y mi hermano Roberto tuvo la discreción de no fijarse mucho en sus pergaminos. A éstos se refirió la siguiente observación de Rosa, que dijo:
—Las familias de alto linaje son, por regla general, peores que las otras.
Al oir esto, no pude menos de llevarme la mano a la cabeza y acariciar mis rojos cabellos; sabía perfectamente lo que ella quería decir.
—¡Cuánto me alegro de que Roberto sea moreno!—agregó.
En aquel momento, Roberto, que se levanta a las siete y trabaja antes de almorzar, entró en el comedor, y, dirigiendo una mirada a su esposa, acarició suavemente su mejilla, algo más encendida que de costumbre.
—¿Qué ocurre, querida mía?—le preguntó.
—Le disgusta que yo no haga nada y que tenga el pelo rojo—dije como ofendido.
—¡Oh! En cuanto a lo del pelo no es culpa suya—admitió Rosa.
—Por regla general, aparece una vez en cada generación—dijo mi hermano.—Y lo mismo pasa con la nariz. Rodolfo ha heredado ambas cosas.
—Que por cierto me gustan mucho—dije levantándome y haciendo una reverencia ante el retrato de la condesa Amelia.
Mi cuñada lanzó una exclamación de impaciencia.
—Quisiera que quitases de ahí ese retrato, Roberto—dijo.
—¡Pero, querida!—exclamó mi hermano.
—¡Santo Cielo!—añadí yo.
—Entonces, siquiera podríamos olvidarlo—continuó Rosa.
—A duras penas, mientras ande Rodolfo por aquí—observó mi hermano.
—¿Y por qué olvidarlo?—pregunté yo.
—¡Rodolfo!—exclamó mi cuñada ruborizándose y más bonita que nunca.
Me eché a reír y volví a mi almuerzo. Por lo pronto me había librado de seguir discutiendo la cuestión de lo que yo debería hacer o emprender. Y para cerrar la polémica y también, lo confieso, para exasperar un poco más a mi severa cuñadita, añadí:
—¡La verdad es que me alegro de ser todo un Elsberg!
Cuando leo una obra cualquiera paso siempre por alto las explicaciones; pero desde el momento en que me pongo a escribir, yo mismo comprendo que una explicación es aquí inevitable. De lo contrario, nadie entenderá por qué mi nariz y mi cabello tienen el don de irritar a mi cuñada y por qué digo de mí que soy un Elsberg. Desde luego, por muy alto que piquen los Raséndil, el mero hecho de pertenecer a esa familia no justifica la pretensión de consanguinidad con el linaje aun más noble de los Elsberg, que son de estirpe regia. ¿Qué parentesco puede existir entre Ruritania y Burlesdón, entre los moradores del palacio de Estrelsau o el castillo de Zenda y los de nuestra casa paterna en Londres?
Pues bien (y conste que voy a sacar a relucir el mismísimo escándalo que mi querida condesa de Burlesdón quisiera ver olvidado para siempre); es el caso que allá por los años de 1733, ocupando el trono inglés Jorge II, hallándose la nación en paz por el momento, y no habiendo empezado aún las contiendas entre el Rey y el príncipe de Gales, vino a visitar la corte de Inglaterra un regio personaje, conocido más tarde en la historia con el nombre de Rodolfo III de Ruritania. Era este Príncipe un mancebo alto y hermoso, a quien caracterizaban (y no me toca a mí decir