con mayor paz y confianza.
Y al final del camino el creyente confía en acceder al encuentro definitivo con Dios, en un cara a cara de luz y felicidad, y con todos los que le han precedido poder afirmar: «¡Qué bien se está aquí, nos quedamos para siempre!».
Visita en el hospital
Me llegó un recado de Javier para que le visite. Tenía un cáncer de garganta, apenas podía hablar y le iban a practicar una operación muy arriesgada. Dediqué tiempo para acompañarle; con medias palabras y por señas me iba comunicando su ansiedad, sus miedos. Le escuché con atención, apreté su mano para transmitirle energía y calor. Le animé:
Dios te ha cuidado y protegido a lo largo de tus años. Ahora, desde tu debilidad, desde el corazón, invócale con estas palabras que pongo en tus labios:
«Hoy siento, Dios mío, que tu mano está conmigo en esta habitación del hospital. Te respiro y te vivo. Alivia mi dolor; quédate en mi pecho, no te vayas, tus manos son un amoroso nido para reconfortar mis penas».
El Señor te responde:
«Javier, no temas, yo estoy contigo; te llevo tatuado en las palmas de mis manos, no defraudo a los que esperan en mí».
Rezamos el Padrenuestro y el Avemaría, le di la bendición y le entregué una copia de estas plegarias. Días más tarde, su esposa me confirmaba: «Por la mañana repasa estas oraciones y pensamientos y se queda pacificado». Ella se fue preparando para el fallecimiento de su esposo, acaecido cuatro meses más tarde.
Es fundamental el apoyo mutuo
Por el paseo, muy frecuentado, desde el barrio hacia la Dehesa de la Villa, me cruzo con un matrimonio conocido. Tras los saludos habituales me comentan, preocupados, que a ella le han diagnosticado ELA. El pronóstico es grave, con una progresiva paralización de todos los músculos del cuerpo y con efectos muy duros para toda la familia. Tendrán que asumir una atención constante a la enferma, que no admite hospitalización; me impacta la entereza con que afrontan la situación. Encarna es muy creyente y pone su confianza en el apoyo de Dios.
Les recordé, como punto de referencia, la escena de Jesús en Getsemaní:
Jesús salió y fue, según su costumbre, al monte de los Olivos. Sus discípulos lo acompañaban. Cuando llegaron al lugar les dijo:
–Orad para no caer en la tentación.
Él se apartó de ellos como un tiro de piedra, se arrodilló y se puso a orar, diciendo:
–Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.
Y se le apareció en ángel del cielo reconfortándolo. Entró en agonía y oraba más intensamente hasta sudar como gotas de sangre, que corrían hasta el suelo. Se levantó de la oración y fue a sus discípulos; los encontró dormidos y les dijo:
–¿Por qué dormís?, levantaos y orad para no caer en la tentación (Lc 22,39-46).
Y dije: «Esta escena, Encarna, te vendrá recurrentemente a la memoria y te sentirás identificada con el miedo, la confianza, la petición de ayuda que vas a necesitar».
A los tres meses me vuelvo a encontrar con ellos. En Encarna van haciendo mella las dificultades para moverse y para hablar. No obstante, mantiene el ánimo, y el marido también alimenta su confianza. A él le entrego una copia de un salmo para que lo recite de vez en cuando junto a ella:
Salmo 129
Desde el abismo grito a ti, Señor, escucha mi clamor,
que tus oídos pongan atención a la voz de mi súplica.
Señor, si no te olvidas de las faltas, ¿quién podrá subsistir?
Mas de ti procede el perdón, y así infundes respeto.
Espero en el Señor, mi alma espera y confía en su palabra,
mi alma aguarda al Señor mucho más que el centinela la aurora.
Como aguarda la aurora el centinela, así espero en el Señor,
porque el Señor tiene misericordia y hay en él abundante salvación.
Hace quince días encuentro al esposo y a una de las hijas; me comentan que la enfermedad ha avanzado mucho y que Encarna va a durar muy poco, según los médicos. Concreto con ellos acudir a su casa para darle los últimos sacramentos a mi vuelta de un breve viaje que tenía que realizar ese día. Cuando regresé, Encarna ya había fallecido y había sido enterrada.
Visité a la familia para rezar junto a ellos y expresarles mi apoyo. Una de las hijas expresaba emocionada:
Ha mantenido hasta el final una fe y una entereza admirables; ha sido una encarnación patente de un amor entregado por todos nosotros; también ha sido una revelación para nosotros la cantidad de familiares y amigos que la querían y la han arropado en sus últimos momentos.
Les entregué el mensaje que recoge estos sentimientos y que podían leer en el funeral que iban a celebrar por ella:
Mamá, te has convertido en un reflejo del cielo que se extiende sobre todos nosotros; nos basta con levantar los ojos a lo alto para estar cerca de ti, mientras nuestro corazón emprende su vuelo hacia el encuentro contigo.
La muerte no ha cortado nuestro amor, en Dios se hace más profundo. Nuestra vida sigue prolongando la tuya. Descansa en paz.
(Sobre un texto de Etty Hillesum)
¿No asustar al enfermo?
En muchas ocasiones estamos llamados a ser «mediadores» entre el enfermo y su familia. El que va a morir lo sabe. Necesita de alguien que le ayude a formularlo. ¿Por qué le cuesta tanto decirlo? Acaso porque la angustia que percibe entre los suyos le impide hablar y le obliga a protegerlos. Los familiares dan por sentado que el enfermo no soportará la verdad; ignoran que ya la sabe y le obligan a sobrellevarla solo. Cuando visito enfermos, suelo pedir a los familiares que me dejen a solas con el enfermo unos momentos. Entonces se desahoga, confía sus temores y angustias, quisiera despedirse de los suyos, pero no se atreve, para no ahondar la herida de la próxima separación.
Acompaño a José mientras su esposa sale a hacer algunos recados. Ante la sencilla pregunta: «¿Cómo estas, cómo llevas esta situación?», me responde: «Sé que estoy próximo a morir; me siento agradecido a la vida por todo lo que me ha regalado; quiero tener una reunión con mis hijos y mi mujer, para despedirme y confiarles mis últimos consejos». Al reintegrarse su mujer a la conversación él continúa explicando con serenidad estos propósitos.
Le doy la comunión, rezo el Padrenuestro con ellos y les entrego esta posible despedida para concluir la próxima reunión con sus hijos:
Queridos míos: no hay nada que temer, la muerte es solo un umbral, como el nacimiento. El único recuerdo que me llevo es el de los amores que dejo. No os atormentéis pensando en lo que pudo ser y no fue, en lo que debisteis hacer de otro modo. A pesar de mi muerte, seguiremos en contacto, me llevaréis dentro, como una constante presencia. Seré vuestro ángel protector.
¿Qué futuro nos espera?
Ginés, un enfermo al que atendí la víspera de su muerte, después de administrarle la comunión y la unción, exclamó con leve sonrisa: «Gracias, ahora me voy en paz, porque me reencontraré con mis padres en el cielo».
Eugenia, la esposa, que estaba presente, me hizo después esta pregunta: «¿Qué es el cielo que él espera?».
Como respuesta le aporto estas sugerencias:
Jesús, en