la plena comunión con Dios, con la naturaleza y con los otros seres humanos. Este sueño que se ha ido frustrando a lo largo de la historia humana, Dios lo va a realizar por su lado en plenitud más allá de la muerte.
Para Ginés se cumple la promesa de Jesús cuando se despide de sus discípulos, en la cercanía de su pasión: «No tengáis miedo, me voy a la casa del Padre; os prepararé sitio, volveré y os llevaré conmigo para que donde yo esté me acompañéis vosotros para siempre» (Jn 14,1).
La casa familiar es el lugar donde habita nuestro corazón. Cada vez que volvíais al hogar de los abuelos decíais: «Voy a casa», para reencontraros con personas entrañables y vuestros rincones preferidos. Cuando faltan los padres y se deshace esa casa es cuando uno siente el hueco que nos queda dentro.
Cada vez que habéis participado en un banquete de bodas (Mt 22,2), con su abundancia de manjares y la presencia de muchos amigos vestidos de fiesta, poníais en acción otra imagen empleada por Jesús para revelar la felicidad a la que Dios invita a participar a todos los hijos recogidos de los diversos vericuetos de sus vidas.
El escrito de las primeras comunidades cristianas llamado Apocalipsis (21,1) anuncia la visión de una nueva ciudad bajada del cielo, de junto a Dios, como su morada entre los hombres. Él habitará en medio, enjugará las lágrimas de sus ojos y ya no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena, porque el mundo del dolor y del fracaso habrá desaparecido para siempre.
Pablo reconoce que: «Ahora vemos como por medio de un espejo, confusamente. Después le veremos cara a cara, de la misma manera que Dios nos conoce» (1 Cor 13,12).
El cielo, en definitiva, es Dios mismo que, en Cristo, se abajó de su cielo a nuestro suelo para, en su ascensión, subir a nuestra humanidad hasta el abrazo definitivo de todos los hijos pródigos en la casa del Padre, que nos rehabilita, nos reviste y organiza una fiesta interminable de felicidad.
A esa gozosa realidad apuntabais cuando, en momentos de plenitud, os decíais: «Tú eres un cielo para mí». Todos estamos convocados a la tarea de multiplicar rincones paradisíacos en los diversos ámbitos de nuestra vida, como anticipo de ese cielo definitivo donde todo es gratuito; allí se paga con sonrisas, con abrazos. La acción de gracias es la única acción que cotiza y la única obligación es la caridad. Ten confianza, porque tu esposo ha tomado refugio en el regazo del amigo.
En el viaje a través de la muerte hacia la luz poniente, que incendia el paisaje, él ya puede atisbar el país de la Vida, «la vida que no muere, la eterna sinfonía en voz de claridades». Hacia esa vida que no muere camina su dolor; y su elegía se cuaja entonces de una tristeza serena que ensancha las costuras del alma.
Despedida en familia
Me pasa aviso un familiar para que acuda al hospital para atender a un enfermo muy grave que había frecuentado las celebraciones en la parroquia. Cuando llego, les hago notar mi presencia. Los hijos me piden que espere en la puerta de la unidad donde está instalado el enfermo. Espero un tiempo, vuelvo a pasarles recado y me dicen que aguarde a que le hagan efecto los analgésicos que le han administrado para que pierda la conciencia y no se asuste de mi presencia; al fin les insisto para que se olviden de esos miedos y permitan mi entrada. Tengo junto a ellos el siguiente ritual de despedida.
Quiero acompañaros para confiar vuestro padre a los brazos de Dios, que le ha cobijado a lo largo de su vida en los momentos gozosos y dolorosos. Vosotros le habéis sostenido como buenos cireneos en este tramo de su dolorosa enfermedad, y ahora permanecéis junto a él en este último tramo del camino.
Para él son estas palabras del profeta Oseas (11,1-4):
Dice el Señor:
Dionisio, desde que eras niño yo te amé.
Te enseñé a andar y te llevé en mis brazos.
Aunque tú no comprendías que era yo quien te cuidaba.
Con correas de ternura, con lazos de amor yo te atraía.
Te alzaba hasta mis mejillas para abrazarte
y me inclinaba hasta ti para darte de comer.
En esos brazos te encontrarás a salvo. Deja que en tu corazón brote esta súplica confiada con las palabras del Salmo 26:
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
Una cosa pido al Señor, eso buscaré:
habitar en la casa del Señor por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo.
Escúchame, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme.
Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.
Recitamos en tu nombre el Padrenuestro y el Avemaría para que la Virgen te acompañe en este tránsito.
Abandónate en sus brazos:
Como el niño que no sabe dormirse sin cogerse de la mano de su madre,
así mi corazón viene a ponerse en tus manos, Señor, al caer la tarde.
Como el niño que sabe que alguien vela su sueño de inocencia y esperanza,
así descansará mi alma segura, sabiendo que eres tú quien nos aguarda.
Tú endulzarás mi última amargura, tú aliviarás el último cansancio,
tú cuidarás los sueños de la noche, tú borrarás las huellas de mi llanto.
Tú me darás mañana nuevamente la antorcha de la luz y la alegría,
y por las horas que traigo muertas tú me darás una mañana viva. Amén.
Recibe nuestro beso de despedida:
Te sumerges en un inefable sueño, apareces resplandeciente,
como si una luz interior hubiese aflorado a tu rostro,
liberado de los límites del cuerpo y del espacio.
Has sido pura bendición para todos nosotros.
Ahora nosotros extendemos las manos hacia ti
y te bendecimos juntos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Que Dios acompañe tu camino.
Os deja en el aire, mudo como un pañuelo de despedida, su último deseo: «Queridos míos, seguid viviendo». Y se va por el camino del más allá.
Este ritual, con sus mensajes y gestos, ayudó a la familia a superar la angustia, a formular una despedida serena, a confiarle al Dios que rehace para la vida permanente la convicción de que Dionisio permanecerá en los adentros de los suyos, como un eco que nunca acaba de ceder a los ruidos del olvido.
La celebración del sacramento de la unción
Este ritual ofrece otro momento pastoral intenso para preparar el tránsito y la despedida de los suyos. La unción plasma el beso del Espíritu de Dios sobre nuestras heridas y sella el cuerpo frágil con la fuerza del aceite que restaura. Hay que ayudar al ámbito familiar para que facilite ese gesto, superando la preocupación de no asustar al enfermo. A la postre, lo van a agradecer, porque aporta paz al enfermo.
En el caso de José María no hubo que superar resistencias. El enfermo, con la esposa y los hijos, pidieron una celebración de la eucaristía y la unción en su casa. En el