La espera en una consulta médica, de una sentencia judicial.
Cadena perpetua o un tiempo que no avanza mientras el cuerpo envejece.
Hay quien quiere que lleguen rápido los viernes, las Navidades, las vacaciones estivales, y se le va la vida.
Si hay alguien que sabe emplear el tiempo, vivir el tiempo, son los niños, y, sin embargo, muchos adultos se confunden y creen que pierden el tiempo.
Lo triste, lo realmente triste, es matar el tiempo. Permítale al niño que va con usted un guiño, un jugar con el tiempo.
TIEMPO DE VIVIR.
UNA REFLEXIÓN PARA LOS PADRES DE LOS LECTORES DE ESTOS CUENTOS
CARMEN GUAITA
Mi padre me enseñó solamente dos cosas:
a escuchar a los demás y a medir el tiempo.
MARÍA ZAMBRANO
Hola mamá, hola papá, ¿cómo estáis?
A simple vista se adivina que muy implicados en vuestros roles de padres jóvenes y trabajadores. Tal vez convivís en pareja, como tantos; tal vez, como tantos, estáis solos. El caso es que vais a velocidad supersónica durante el día entero y hay mañanas, al llegar al trabajo, en que no sabéis si habéis desayunado una tostada o un par de calcetines.
Sacar adelante la tarea profesional y a los hijos sustenta una paradoja que descorazona un poco: cuando ajustamos las prioridades a ese orden exacto –profesión y familia–, nos encontramos con frecuencia a punto de estallar, agobiados, estresados, insomnes, culpables de casi todo y muertos de agotamiento. Pero cuando el orden se invierte –hijos y trabajo–, podemos sentir los mismos síntomas de desequilibrio. ¿Por qué sucede esto?
Crear una familia supone un compromiso de vida, tal vez el más importante; del trabajo dependen buena parte de la realización personal y, desde luego, el sustento. Si estos dos ámbitos se situaran en los platillos de una balanza, nosotros actuaríamos de peso hacia uno u otro, pero siempre como yo, una persona plena que no se puede desdoblar, de ahí la dificultad. El fiel de esa balanza es el tiempo. Él tiene la clave, así que nos conviene reflexionar sobre su significado y, desde luego, aprender de quienes mejor lo entienden, que son los niños.
Las tres dimensiones del tiempo
Todos sabemos que el tiempo es mucho más que el paso de las horas; sin embargo, precisamente porque vivimos en él, disueltos como la sal en el agua del mar, no nos resulta fácil entenderlo. La verdadera comprensión del tiempo sigue siendo patrimonio de los sabios. No de los intelectuales, ojo; quiero decir de los abuelos que cuentan historias, de quienes modelan el barro, componen sinfonías, escriben poemas, meditan al modo místico o esperan los resultados de experimentos científicos. Y, por supuesto, de los niños.
Habitualmente, vivimos atrapados por el tiempo que se puede contar y medir, marcado por el movimiento de los astros. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos organizado nuestros días con la arena de la clepsidra, las campanadas del carillón o la alarma del smartphone. El tiempo cronológico es la sustancia inasible que se malgasta en un atasco de tráfico; el déspota que marca nuestros horarios de trabajo; el alimento ajeno que devora con glotonería un jefe pesado. Esta variedad del tiempo pasa y no vuelve, se mide y se pierde. Hace crecer a nuestros hijos cuando no estamos delante y saca a la luz defectos de nuestro cuerpo que no habíamos visto antes. Luis de Góngora lo describe de esta manera en un soneto que se titula «De la brevedad engañosa de la vida»:
Mal te perdonarán a ti las horas.
Las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años.
En la mitología griega, Cronos, el dios del tiempo, devoraba a sus hijos. Mucho me temo que hoy lo sigue haciendo. A qué negarlo, los horarios mandan. La mayoría de nuestras dificultades está relacionada con el tiempo que podemos dedicar a las cosas y al orden de prioridades en que las hemos situado. Una vez escuché a Ferran Adrià exponer la receta de la creatividad: «Pasión por lo que se hace, riesgo, afán por compartir, tiempo y libertad». Aunque estemos dispuestos a poner en juego la pasión, las ganas de compartir y el riesgo, nadie duda de que, para ser plenamente creativos –es decir, capaces de encontrar soluciones nuevas a los problemas viejos–, necesitaríamos un poco más de tiempo y libertad.
Pero hay otras dos dimensiones del tiempo, simultáneas, que pasan inadvertidas ante la fuerza de los cronómetros y, sin embargo, son esenciales. Una de ellas es la duración completa de nuestra vida: una incógnita que acaricia los bordes del misterio. Conviene pensar de vez en cuando en ella para agradecer el inmenso regalo que es un amanecer de lunes, con sus prisas y sus nervios. Si comprendiésemos que «cada segundo es un instante más y un instante menos», como suele decir Federico Mayor Zaragoza, tal vez nos tomaríamos con menos drama algunos problemas, ordenaríamos de otra forma la escala de valores y tendríamos más cosas en cuenta.
Existe además otra dimensión del tiempo, tal vez la más próxima a su esencia. En la Grecia clásica se denominaba kairós –que significa «la oportunidad»– y nos habla del momento presente.
Si fuésemos capaces de observar al microscopio nuestra propia historia, veríamos una cadena de instantes que interactúan entre sí y en relación con los demás. Esta sucesión de emociones, sentimientos, proyectos, sueños, alegrías, tristezas, actos, palabras y silencios convierte a cada uno de nosotros en persona única, distinta a quienes hayan existido y existirán, siempre la misma en el fondo pero nunca igual.
Esas tres dimensiones temporales –el reloj, la duración de la vida y el presente– constituyen nuestro marco de referencia. Y es que el tiempo está personalizado. Si lo observamos bien, comienza con nuestro nacimiento y llega a su final en nuestro último día. El tiempo somos cada uno de nosotros, por eso nadie puede escribir un libro sobre él, pero, a la vez, sobre él –literalmente mientras dura– relatamos nuestra historia.
La prisa del hoy, la memoria del ayer y las expectativas para el futuro están relacionadas con ese don que nos ha sido otorgado para vivir. Esa paradoja de la que hablábamos al principio proviene de haber olvidado que el tiempo es una categoría vital y de haber otorgado todo el poder a una sola de sus dimensiones. Porque, debemos reconocerlo, los minuteros mandan mucho y hoy es la alarma del smartphone la que rige las decisiones de nuestra vida.
El reloj, príncipe de nuestro tiempo
Todos aquellos que en 2001 tuvieran más de ocho años recuerdan con seguridad qué estaban haciendo el 11 de septiembre de aquel año, cuando cayeron las Torres Gemelas del World Trade Center. A miles de kilómetros de distancia, con varios husos horarios de diferencia, dondequiera que estuviésemos, aquel suceso nos conmocionó tanto como a los neoyorkinos, y lo hizo en el mismo instante. Aquella mañana, tarde o noche del mundo se abolieron las dos referencias básicas para el ser humano: el espacio y el tiempo. La ubicación física, aquí, y la ubicación psíquica, ahora, dejaron de ser intuiciones para sumarse a un magma común que comenzaba a denominarse «globalización». Desde entonces hasta hoy hemos profundizado en ese proceso y ya aquí es todo el universo –incluso lo llevamos en la mano– y ahora es siempre.
Ninguna época de la historia ha acumulado mayores conocimientos ni los ha convertido en algo tan fácilmente accesible. A cambio, seguimos comportándonos como si las instrucciones de la vida fuesen completamente desconocidas. Por ejemplo, promovemos –o aceptamos sin rechistar– el sacrificio del bienestar personal ante la fuerza de lo económico, de tal manera que hoy más que nunca el tiempo es dinero, y en ocasiones ni siquiera mucho. De ahí a las jornadas laborales interminables o la invasión de la esfera privada por el trabajo no hay más que un paso, y ya lo hemos dado.
Como sistema de valores, nuestra sociedad contiene demasiada indiferencia, demasiada inmediatez. No pensamos en consecuencias