mostramos nuestra visión del mundo sin dar por hecho que ya la conocen.
Pero no cuando:
•desaprovechamos las ocasiones en que ellos tienen ganas de hablar o de aprender;
•descuidamos a la familia extensa; a los niños les enriquece.
Somos consejeros cuando:
•vemos a nuestros hijos como personas completas, únicas y distintas a nosotros;
•confiamos en sus capacidades;
•les escuchamos y dejamos que sus sentimientos se expresen;
•les ayudamos a tomar decisiones libres;
•les formulamos preguntas que les permitan abrirnos su corazón;
•les escuchamos atentamente y en silencio;
•les miramos.
Pero no cuando:
•asumimos sus sentimientos como si fueran únicamente responsabilidad nuestra;
•les sermoneamos a todas horas;
•les permitimos tomar una decisión y después les aconsejamos;
•tratamos de adivinarles el pensamiento en lugar de escucharles;
•no permitimos ni un momento de silencio;
•nosotros encontramos siempre las soluciones;
•minimizamos la importancia de sus sufrimientos;
•tenemos un guion preestablecido sobre el comportamiento de los hijos ante cualquier situación;
•tomamos decisiones por ellos y confundimos estas con sus deseos.
Esto es una descripción ideal, no un catálogo de mandamientos. Supone, como en la vida laboral, ir aprendiendo cada día. Así que no es difícil entender que, para ejercer la profesión de madre o padre en toda su complejidad, hace falta tiempo para convivir.
Bienvenido, momento presente
Comprender que el tiempo de convivencia familiar es una gran oportunidad conlleva un cambio de actitud. Padres e hijos debemos disfrutar más de nuestra mutua presencia. Por la parte adulta supone un esfuerzo consciente.
En cada jornada se escribe una página de la «Historia de nosotros». Para componerla conscientemente y que la vida no pase como un soplo necesitamos congelar cada día al menos un momento concreto, un aquí y ahora. Cuando hay un niño o una niña, siempre ocurre algún pequeño milagro. Sería bonito saborearlo mientras está sucediendo en vez de diluirlo en la agonía del reloj. Érase una vez un padre y una hija que...
A veces, cuando nos faltan horas de presencia en casa, nos han tranquilizado la conciencia con la expresión «tiempo de calidad», sin explicarnos bien en qué consiste. Y en realidad se trata de un ejercicio de concentración que debe realizar el adulto: «¿Con quién estoy ahora? ¿A quién voy a hablar? ¿A quién voy a escuchar? ¿Qué se merece de mí?». Mirar a un hijo con el interés y la asertividad con que se atiende al CEO de la empresa cuando nos llama a su despacho es dar al tiempo y al hijo la importancia que merecen. Y a la pregunta de para qué, solo puede responderse de forma esencial: para conocerlo mejor, para que me conozca mejor, para educarlo, para vivir. En resumen, y con lenguaje de mi abuela, se trata de estar a lo que uno está. Mindfulness lo llaman ahora. Hay que intentarlo.
No es difícil. Podemos elegir un momento cualquiera y vivirlo des-pa-cio, a cámara lenta. Por cierto, la primera película en que se emplea la cámara lenta es Los siete samuráis, de Akira Kurosawa, un tesoro artístico. Ver todos juntos una película en blanco y negro, en japonés con subtítulos y pasarse luego otra hora y media comentándola mola mucho. Por favor, compruébalo, pero no con este consejo –que proviene de mi propia experiencia de madre–, sino con la actividad que te apasione.
Dar la bienvenida al presente puede consistir en algo tan sencillo como apagar las pantallas individuales y reírse juntos con el mismo monólogo o jugar a inventar cosas raras.
Dar la bienvenida al presente es comprender que llevar a un niño de la mano por la calle mientras se habla por el móvil no es lo mismo que pasear con él. Sé que lo repito, pero es que lo veo con frecuencia y me apena.
Dar la bienvenida al presente es concentrarte en lo que haces cuando le bañas, para disfrutar de mirarle a los ojos, de acariciarlo, de recrearte en su belleza. O puede consistir en cantar por las mañanas una canción tonta, con la letra de lo que estamos haciendo en ese momento, para que pase mejor el trago de las prisas y el desayuno. O en jugar a que nos movemos a cámara rápida a la hora de encasquetarse gorros y mochilas, porque el humor desengrasa los momentos de tensión y es compañero inseparable de todas las oportunidades de felicidad. Puede ser leer juntos un cuento por las noches o hablar un ratito con la luz apagada. O preguntarle qué significa un dibujo y escucharle mirar el mundo con esos ojos tan nuevos. Y, por supuesto, evitar los informativos a la hora de cenar, porque no hay noticia más importante que los problemas de la familia durante la jornada.
Quien lo prueba comprende que esos minutos son verdaderos tesoros.
El sexto sentido
Reconocer el valor del tiempo en familia supone también confiar en nuestra capacidad como padres. No hay pedagogo capaz de recetar un tratamiento a medida para nuestros hijos en concreto. A cambio, disponemos a nuestro alcance del mejor pedagogo de la historia: el sentido común. Esta combinación perfecta de lógica y visión de futuro es, a la hora de la verdad, todo cuanto necesitamos para educar hijos realmente felices.
Un ejemplo de sentido común es suavizar el monólogo parental y dar voz a los hijos, tener en cuenta su opinión razonada, que, por cierto, es la antítesis de las exigencias y los caprichos. Hay que comenzar pronto. Me contaba la psicóloga Alejandra Vallejo-Nágera que sus padres los incitaban a discutir e intercambiar opiniones a la hora de comer, y que ese gusto por expresarse y dialogar es hoy uno de los grandes tesoros de su vida. Se trata de enfocar la atención en ellos, pensando en lo que dicen, porque los niños dicen muy pocas tonterías.
En la adolescencia, cualquier resquicio para dialogar por primera vez está ya taponado. Solo aquella niña y aquel niño que se han sentido escuchados de verdad y desde el principio tendrán establecida una personalidad sólida cuando afronten esa etapa. No podemos olvidar que ser escuchado es existir. Así de drástico. Por cierto, a mí me lo enseñó –con esas mismas palabras– un alumno de nueve años.
El sentido común implica dejarlos jugar. No ser los constantes animadores ni planificadores de sus juegos. Esto es agotador y conduce en ocasiones a terminar dándoles la tableta para que nos dejen un rato en paz. Jugar es jugar, leer es leer, dibujar es dibujar. Ellos. La tarea de los padres es estar disponibles cuando quieran mostrar el resultado de su actividad.
Sentido común es, por supuesto, respetar el ritmo de la infancia, que necesita de hábitos y rutinas para proporcionar seguridad ante un mundo que, a los ojos de un niño, es muy grande. Por eso, incorporarlos sistemáticamente a nuestras salidas nocturnas supone someterlos a un ejercicio adulto. Y dejarlos todos, absolutamente todos los viernes por la noche con los cuidadores y luego enfadarnos si nos despiertan temprano en la mañana del sábado es signo de inmadurez. Tendremos que renunciar a algo; los padres, digo. No pasa nada.
Eres un presente
Los padres y madres no podemos resignarnos a permanecer atrapados en una sola dimensión temporal, aquella que nos constriñe en un planeta chato de alarmas que suenan y tareas que se prolongan. Aunque ese planeta sea inevitable, debemos asumir la gran responsabilidad que aceptamos al convertirnos en padres: criar, cuidar y educar a quienes extenderán nuestra vida hacia otras generaciones. El tiempo –esta vez referido a la época en que vivimos– nos obliga a una evolución que actualice la manera de relacionarnos, pero mantiene viva la esencia de la familia. Esta profundidad esencial es el lugar natural del tiempo en educación, pero para alcanzarlo es preciso reflexionar sobre la