Frederick A. Kirkpatrick

Los conquistadores españoles


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un desastroso viaje de regreso, llegó a Madeira con unos cuantos supervivientes moribundos. El piloto, que fue recibido y atendido en casa de Colón, reveló antes de morir a su anfitrión, escribiéndoselo y con un mapa, la posición de la nueva isla que había hallado.

      A fines de 1483, Colón pidió al rey Juan II de Portugal tres carabelas aprovisionadas para un año y provistas de quincalla para el trueque, «cascabeles, bacinetas de latón, hojas del mismo latón, sartas de cuentas, vidrio de varios colores, espejuelas, tijeras, cuchillos, agujas, alfileres, camisas de lienzo, paño basto de colores, bonetejos colorados, y otras cosas semejantes, que todas son de poco precio y valor, aunque para entre gentes dellas ignorantes, de mucha estima». Así se expresa Las Casas, copiando, por lo visto, de un documento. No debe de haber inventado esa lista, pues va contra su parecer de que la principal intención de Colón era llegar a «las ricas tierras de Catay ».

      Se ha discutido mucho sobre si Fernando y Las Casas tenían razón al afirmar que el principal objetivo de Colón era, navegando a Occidente, alcanzar el Extremo Oriente, designado vagamente con la palabra «India», o si más bien esperaba encontrar tierras desconocidas. Sus dos biógrafos afirman claramente que se propuso ambos fines. Estaba seguro de encontrar tierra, pero no hubiera sido razonable atribuir a Colón, como excepción entre los descubridores, una certeza inconmovible en cuanto al carácter de las tierras que podía descubrir. Por otra parte, Cipango, que tanto significaba en sus planes, era un eslabón entre sus dos objetivos. Barros, el cronista portugués, dice que Colón esperó hallar Cipango y otras tierras desconocidas. Cipango, que aún no estaba sometida al Gran Kan, sin haber sido visitada por ningún europeo y que, según Marco Polo, se encontraba a 375 leguas del Continente asiático, estaba remotamente unida al Extremo Oriente, pero era a la vez una tierra «desconocida», que había de encontrarse en algún lugar del Océano. Fernando, al escribir sobre el descubrimiento, reclama implícitamente el éxito para su padre al declarar que la Española (Haití) es «Antilla y Cipango». Y en su prefacio habla del descubrimiento por Colón «del Nuevo Mundo y de las Indias» como si ambos propósitos se hubieran realizado, aunque Fernando sabía que su padre no había alcanzado el Extremo Oriente. Esta materia está confusa por haber dado los españoles, hasta el siglo XIX, el nombre de las Indias a la América hispana. En vista de que Colón sólo nos interesa aquí como conquistador, en cuanto hombre de acción, y no como teórico, este breve párrafo puede sernos suficiente.

      En su petición al rey portugués, Colón reclamó para sí, caso de triunfar su empresa, dignidades, poder y emolumentos en gran escala. El rey portugués, después de consultar a los peritos, rechazó la propuesta.

      Esta repulsa y la muerte de su mujer desligaron a Colón de Portugal. Su hermano Bartolomé, un marino rudo, decidido y enérgico, se embarcó para Inglaterra, fue apresado por los piratas, se fugó, y en febrero de 1488 presentó el plan a Enrique VIII, el cual lo rechazó. Entonces se trasladó Bartolomé a la corte de Francia, pero no tuvo allí mejor acogida. Las idas y venidas de Bartolomé no son del todo ciertas y no conciernen a la presente narración. Hay algunas pruebas de que se encontraba en la expedición portuguesa que descubrió el cabo de Buena Esperanza en 1487. No regresó de Francia a la Península hasta fines de 1493, cuando Colón había partido en su segundo viaje. Entretanto Cristóbal, finalizando el 1484, navegó secretamente de Lisboa a Palos, en el suroeste de España. El cercano convento de La Rábida le brindó hospitalidad. Sus frailes se ocuparon de Diego, el hijo pequeño de Colón, mientras éste marchaba a Sevilla en busca de ayuda, sin conseguir nada en un principio. Pero el conde (después duque) de Medinaceli, hombre de fortuna y autoridad principesca, señor feudal del Puerto de Santa María, cerca de Cádiz, escuchó a aquel extranjero pobre, le alojó casi un año en su propia casa y se dispuso a proveerlo de barcos. Sin embargo, estimando que tal empresa era propia tan sólo de la realeza, escribió el conde a la reina Isabel, la cual, en mayo de 1486, hizo venir a Colón a Córdoba, le recibió en audiencia y le confió al cuidado de Quintanilla, tesorero de Castilla, que lo patrocinó. Gradualmente fue obteniendo la protección de otros magnates de la corte, especialmente de Santángel, valenciano descendiente de judíos, tesorero-adjunto de la Santa Hermandad y también inspector y contable de la Real Casa, a quien había proporcionado este puesto una estrecha relación con Isabel. Santángel había servido a Fernando en algunos asuntos financieros, incluso con préstamos. Dice mucho en favor de Colón el que lograse el eficaz apoyo de este práctico y calculador hombre de negocios.

      Pero pedir barcos, hombres y dinero parecía una locura cuando Fernando e Isabel, cuyo matrimonio había unido las coronas de Castilla y Aragón, se esforzaban en regir un país perturbado por el desorden y dedicaban todos los recursos a la guerra de Granada, que había de terminar con el dominio árabe en España. Este pobre pretendiente extranjero sólo tenía a su favor la fortaleza de su carácter, su tenaz ambición, la impresionante fuerza de su personalidad y la fe en su idea, una fe que se convirtió en la conciencia de una misión divina, y que halló persuasiva expresión en charlas y escritos en los que brillaba la imaginación y, a veces, las facultades inventivas. «Era —dice Oviedo, que lo conoció— hombre de buena estatura y aspecto, más alto que mediano y de recios miembros, los ojos vivos y las otras partes del rostro de buena proporción, el cabello muy bermejo y la cara algo encendida y pecosa...; gracioso cuando quería; iracundo cuando se enojaba»; un hombre cuyo porte digno e imponente, excepto en ocasionales estallidos de cólera, le ayudó a ganar su reputación de erudito y geógrafo, escasamente merecida.

      A principios de 1491 surge el navegante de esta época oscura que espera en Santa Fe —medio campamento militar, media ciudad construida a la ligera—, levantada por los Soberanos Católicos a la vista de las torres moras de la Alhambra. La comisión dio a conocer su informe contrario a Colón. Marchó entonces de Santa Fe, dispuesto a llevar su propuesta a Francia.

      En una disposición legal de veintitrés años después, Maldonado, uno de los de la comisión, afirmaba que ellos, «con sabios y letrados y marineros, platicaron con el dicho Almirante sobre su ida a las dichas islas... y todos ellos acordaron que era imposible ser verdad lo que el dicho Almirante decía». Quizá pueda considerarse en parte al mismo Colón responsable de haber sido rechazado, pues, según su propio hijo, sólo les ofreció débiles pruebas, no queriendo comunicar totalmente sus propósitos para evitar así que alguien pudiera anticipársele. Un hombre que siempre se reserva algo no puede esperar hacerse acreedor de una confianza ilimitada.

      Colón, según iba a embarcarse para Francia, volvió a visitar La Rábida. Allí encontró un entusiasta abogado en el fraile Juan Pérez, que había sido confesor de la reina Isabel. Después de la conveniente deliberación, fray Juan escribió una carta a la reina; a los quince días su mensajero regresó con una citación a la corte. Fray Juan alquiló una mula y partió a medianoche para Santa Fe, volviendo con buenas noticias. La reina envió dinero a Colón para que pudiera presentarse en la corte convenientemente vestido y se le proporcionara una mula para el camino. Lleno de esperanza hizo el viaje a Santa Fe, donde su propuesta fue sometida a un comité de grandes consejeros. Hubo encontradas opiniones, y la propuesta fue rechazada, marchándose Colón de nuevo. Apenas había corrido dos leguas cuando un mensajero real le dio alcance y le hizo volver. La reina Isabel había decidido atender todas sus peticiones, pues Santángel había prometido prestar los fondos necesarios y apremiado para que fuera aceptado el plan, haciendo ver que Colón, caso de fracasar, no iba a ganar nada.

      La intervención decisiva de Juan Pérez y de