Frederick A. Kirkpatrick

Los conquistadores españoles


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escribió Richard Ford. Colón tenía otros partidarios, pero la intervención de estos dos está demostrada, y se explica tanto por las estrechas relaciones de ambos con los soberanos como por la inquebrantable fe que ambos tenían en la idea de Colón.

      Santángel, que había de ocupar un señalado lugar en la Historia por el eficaz papel que representó en la crisis de la vida de Co ló n, venía siendo una figura confusa y enigmática hasta que el señor Serrano y Sanz trazó e ilustró con documentos su biografía e historia familiar en un libro titulado Orígenes de la dominación española en América. Es la biografía de un astuto y próspero hombre de negocios. Santángel había sido recaudador de impuestos reales en Valencia, su ciudad natal; había explotado la aduana de este puerto tan activo y había prestado sumas al rey Fernando. Éstas y otras transacciones financieras le pusieron en íntima relación con el rey, mientras que su posición de mayordomo real le brindaba frecuentes ocasiones de tratar a la reina. Serrano y Sanz explica cómo obtenía Santángel los fondos, pero los detalles que da son de difícil comprensión para un lego en finanzas. Sin embargo, está claro que el dinero no provenía del bolsillo de Santángel, sino de los fondos de la Santa Hermandad, y aunque tenía el título de tesorero de esta corporación, lo que parece haber sido en realidad es recaudador adjunto de las rentas de la Santa Hermandad. El momento era propicio. «Vide poner —escribió Colón un año después— las banderas reales de Vuestras Altezas en las torres de Alfambra... y vide salir al Rey Moro a las puertas de la ciudad y besar las reales manos de Vuestras Altezas.» Granada había capitulado; la larga y valerosa epopeya de la Reconquista se terminaba triunfalmente, y España estaba dispuesta a dilatarse en su segundo ciclo épico, una aventura que ceñiría al globo y por la cual todas las naciones habrían de envidiarla. No es simple fantasía el considerar la conquista de América como una continuación de la reconquista de España, como una nueva aventura de dominio expansivo, de fervor religioso y de ánimo lucrativo. Los estandartes reales, izados ahora en las torres de la Alhambra, iban a ondear, al cabo de medio siglo, en los palacios de Moctezuma y Atahualpa, pues la guerra contra los infieles de la Península había de continuarse en la guerra contra los gentiles, más allá del Océano. Pero el resultado no podía preverse. La empresa estipulada por Isabel frente a las torres de la Alhambra era un gran acto de fe de la reina de Castilla y su pueblo.

      Debemos fijarnos en que la colonización —el establecimiento de hogares en ultramar con las familias españolas emigradas a aquellas tierras libres— no era lo que se pretendía. El objetivo era el comercio, especialmente el lucrativo tráfico de especias con los ricos países civilizados, y la adquisición de tierras en las que el descubridor pudiera gobernar como virrey sobre vasallos recién ganados para la corona de Castilla y neófitos para la Iglesia católica. Pero, lógicamente, todo esto no podía definirse con claridad hasta que se conociera el resultado de la empresa. Colón no era sólo un mercader marino y un aventurero vigoroso y decidido, sino también un soñador y un visionario; no podía esperarse de él una exacta precisión al definir sus propósitos y pronosticar el resultado. De todos modos, sus esperanzas, su ambición y sus promesas eran grandiosas y se justificaron con resultados que la muerte le impidió ver.

      [1] Véase LÓPEZ DE GÓMARA: Historia general de las Indias. Colección de Viajes Clásicos. Espasa-Calpe, Madrid.

      [2] Es una fábula lo que se cuenta de que Colón defendió su idea ante unos ingenuos doctores de la Universidad de Salamanca. Lo que ocurrió fue que la comisión se reunió durante algún tiempo en Salamanca mientras la corte estuvo allí, y Colón tuvo de su parte al sabio y excelente Deza, después arzobispo de Sevilla, tutor del príncipe Juan y poderoso abogado de Colón en la corte. Bernáldez, secretario del arzobispo, nos ha dejado un valioso relato de los hechos colombinos en su Historia de los Reyes Católicos.

      [3] Se usa el plural, tierras firmes. En el título expedid o pocos días después se usa el singular, tierra firme. En un párrafo posterior de la capitulación y también en el título subsiguiente se dice «que se ganaren e descubriesen». Los privilegios del almirante de Castilla eran: la jurisdicción civil y criminal en el mar, en los ríos navegables y en todos los puertos; decidir en cualquier litigio; nombrar magistrados, alguaciles, notarios, oficiales y otorgar indemnizaciones.

      II.

      Ahora ya era cosa hecha. La corona ordenó a la villa de Palos que equipara tres carabelas; pero esta labor estuvo a cargo, principalmente, de los tres hermanos Pinzón, ricos navegantes y personas principales de Palos, sobre todo el primogénito, Martín Alonso, «el mayor hombre y más determinado por la mar que por aquel tiempo había en esta tierra», el cual confiaba en el éxito con tanta fe como el mismo Colón, y cuya intención era encontrar Cipango. Martín Alonso reclutó gente, con la esperanza, sin duda, de obtener para sí grandes beneficios, aunque no se sabe qué convino con él Colón ni qué promesas le hizo. Sin la ayuda de Martín Alonso no hubiera logrado Colón encontrar en Palos una tripulación dispuesta a la travesía del Atlántico. Sin embargo, ni Colón ni su hijo mencionan esta ayuda indispensable, plenamente comprobada por otras fuentes. Las Casas supone, sin tener pruebas de ello, que Pinzón prestó el dinero con que Colón estaba obligado a contribuir al coste de la expedición.

      El viernes 2 de agosto de 1942 tres carabelas atravesaron la barra de Palos (o Saltés). Los tripulantes eran 90, y 30 más entre criados, oficiales y otros pasajeros. Colón se embarcó en la carabela mayor, la Santa María, que era también la más lenta, llevando como piloto al famoso navegante Juan de la Cosa. Martín Alonso Pinzón capitaneaba la Pinta, cuyo piloto era su hermano Francisco. El tercero de los hermanos Pinzón, Vicente Yáñez, mandaba la Niña —la más pequeña—, pilotada por su propietario, Pedro Alonso («Peralonso») Niño. Al principio navegaban por aguas que les eran familiares, pues pusieron rumbo a las islas Canarias, que en su mayoría habían sido sometidas a la Corona de Castilla. La verdadera aventura comenzó el 6 de septiembre, cuando la pequeña escuadra, saliendo de Gomera, la más occidental de las citadas islas, emprendió el viaje que iba a marcar una nueva dirección a la historia del mundo. Se dieron órdenes de que, después de navegadas 700 leguas, se detuvieran las naves durante la noche, ya que para entonces estarían aproximándose a tierra.

      Colón escribió años después, recordando la intensa ansiedad de aquellas semanas, que durante treinta y tres días no probó el sueño. Navegaron sin cesar con rumbo a Poniente, llevados por el viento perenne del Noroeste, a través de aires templados, y en un mar tranquilo; un viaje magnífico. Pero la incertidumbre, la alarma que causó la variación de la brújula, repetidas y falsas señales de tierra próxima, el descontento entre los tripulantes, las amenazas de motín por el miedo a que no fuera posible regresar, todo ello se registró en el diario que llevó Colón hasta su regreso a