días —a 400 leguas de las Canarias—, Colón y Pinzón coincidieron en opinar que se estaban aproximando a las islas señaladas en la carta de navegar de Colón, la cual pasó de barco a barco y fue ávidamente estudiada. Pero, en realidad, aún quedaban quince días para alcanzar tierra. El 7 de octubre se puso rumbo al Suroeste, pues las aves volaban en aquella dirección hacia tierra, según parecía. El día 10, los tripulantes, alarmados por la distancia, cada vez mayor, que les separaba de su país, se negaron a seguir adelante; pero Colón, prometiéndoles grandes recompensas, siguió firme en sus propósitos. Al día siguiente eran ya ciertas las señales de tierra. Colón, después de la habitual oración de la tarde, habló amablemente con la tripulación. El viernes 12 de octubre de 1492, al alba, anclaron cerca de una pequeña isla, una de las Bahamas. Colón fue a tierra con los otros dos capitanes y un notario. Blandiendo el estandarte real, y mientras los desnudos e imberbes isleños se agolpaban a su alrededor, hizo testigos a sus compañeros de que tomaba posesión de esta isla para Fernando e Isabel. Una isla de «árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras... Es el arbolado en maravilla, aquí y en toda la isla son todos verdes y las hierbas como el abril en Andalucía; y el cantar de los pajaritos que parece que el hombre nunca se querría partir de aquí, y las manadas de los papagayos que oscurecen el sol y aves y pajaritos de tantas maneras y tan diversas de las nuestras, que es maravilla». Sobre los habitantes, dice Colón que eran «gente muy pobre de todo» —aunque algunos llevaban piezas de oro colgando de sus narices perforadas—. «Nos traían papagayos e hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras muchas cosas, y nos las trocaban por muchas otras cosas que nos les dábamos, como cuentecillas de vidrios y cascabeles.» Gente agradable, según Colón, desconocedora de las armas: «Ellos no tienen armas ni las cognoscen, porque les amostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban por ignorancia; buenos siervos y fáciles conversos.»
Al navegar entre las Bahamas y costear las islas mayores, todo presenta la novedad de lo desconocido: las canoas construidas ahuecando el tronco de un árbol, algunas de ellas capaces para 40 hombres, que «remaban con una pala como de fornero y anda a maravilla; y si se trastorna, luego se echan todos a nadar, y la enderezan y vacían con calabazas»; los tejidos lechos colgantes, que se llamaban hamacas; hombres y mujeres que pasean fumigándose con un tizón encendido (un cigarro); un «rey» desnudo, que se entusiasma con el regalo de un par de guantes.
Con la esperanza de encontrar Cipango, salió Colón para Cuba, después de haber capturado seis indígenas para llevarlos a España, y empleó seis semanas en explorar la costa septentrional —una costa tan extensa que se imaginó pudiera ser parte del Continente asiático—. Encantado con los puertos naturales, el clima, la belleza y la fertilidad de la nueva tierra, pero no encontrando más que habitantes desnudos en sus chozas, envió dos hombres tierra adentro para que buscasen un «rey y grandes ciudades». Sólo hallaron algunas aldeas, «no cosa de regimiento»; pero, pensando aún en Asia, Colón llamó indios a sus habitantes, nombre que les ha quedado, y las colonias trasatlánticas de la corona española se conocieron de allí en adelante con la denominación de las Indias.
El 21 de noviembre Martín Alonso navegó con rumbo al Este en la rápida Pinta, según Colón, «por cudicia, diz que pensando que un indio que el Almirante había mandado poner en aquella carabela le había de dar mucho oro».
El 6 de diciembre las dos naves restantes alcanzaron la costa noroeste de Haití, que Colón denominó la Isla Española, deleitándose grandemente en aquellas montañas llenas de bosques y en la fértil belleza del paisaje. Allí los habitantes le llevaron piezas de oro y caretas con ojos y orejas de oro, pidiendo a cambio chug-chug (cascabeles). Colón, influido por sus fantasías orientalistas, se figura enormes cantidades de oro por descubrir, y, además, almáciga y especias, aunque estas islas no producen ni lo uno ni lo otro, excepto pimienta. Oye hablar de una provincia interior llamada Cibao, cuya pronunciación se asemeja a Cipango. Pide en sus oraciones descubrir una mina de oro.
En una noche serena de Navidad, mientras Colón, rendido de cansancio, reposaba, encalló la Santa María en un banco de arena. Colón, siempre imbuido de su misión divina, declara que el naufragio fue obra del Señor y un feliz suceso, ya que le obligaba a fundar un puerto. Se salvaron los materiales de la carabela, y con ellos se construyó un fuerte, al que llamaron Navidad, y en él quedaron 39 hombres para conservar lo conquistado. El 6 de enero reapareció Martín Alonso con la Pinta, dando toda clase de explicaciones, pero el almirante dice «que eran falsas todas».
Pocos días después navegaban las dos carabelas hacia la patria, con rumbo al Noroeste, a través de la región de los vientos predominantes del Suroeste. La tormenta las se paró. La Niña, después de tocar en las Azores, entró en el puerto de Lisboa, arrastrada por un temporal del Sur-sudoeste, el 4 de marzo de 1493, y diez días más tarde entraba en el puerto de Palos, tras una ausencia de siete meses. Martín Alonso desembarcó enfermo y tomó el lecho para morir días después. Había tenido su parte en el descubrimiento del Nuevo Mundo para España.
En una carta escrita en las Azores y enviada a Santángel desde Lisboa, Colón anuncia «la gran victoria que Nuestro Señor me ha dado»; ensalza la belleza y la fertilidad de la Española, las «muchas minas..., ríos muchos y grandes y buenas aguas, las más de las cuales traen oro». Promete a la corona «oro cuanto overen menester», especias, algodón, resinas y «esclavos cuantos mandaran cargar». «Nuestro Redentor dio esta victoria a nuestros ilustrísimos rey y reina... adonde toda la cristiandad debe tomar alegría... en tornándose tantos pueblos a nuestra santa fe, y después por los bienes temporales; que no solamente la España, mas todos los cristianos tendrán aquí refrigerio y ganancias.»
Las palabras eran proféticas. Colón no había encontrado lo que buscaba, pero halló regiones de una belleza y productividad más allá de cualquier descripción: magníficas islas situadas en mares tropicales; tierras que, a pesar de los terremotos y los furiosos huracanes, fueron durante muchas generaciones envidia y premio de naciones guerreras; tierras que inspiraron una emocionante literatura y dieron a la sobria Historia un matiz novelesco[2].
Conforme iba Colón cruzando España en dirección Noroeste, la gente se aglomeraba por donde quiera que pasaba para ver las pepitas de oro, los cinturones, las grotescas caretas y los indios de piel roja. En abril de 1493 fue recibido con grandes honores por los soberanos, que le confirmaron el título y prerrogativas de almirante y virrey, con todos los privilegios que habían convenido en la capitulación, y le concedieron, para usarlos en sus armas, los castillos de Castilla y los leones de León. La noticia de su descubrimiento se esparció por Italia y por todas partes, y los relatos que él hizo fueron publicados en Roma en prosa latina y en Florencia en verso italiano. Fue éste el momento más glorioso de su carrera.
Los soberanos, con objeto de impedir posibles pretensiones de los portugueses, se apresuraron a procurarse la autorización del papa español Alejandro VI[3] para estas conquistas occidentales, y éste la concedió inmediatamente, con la condición de que los habitantes de aquellas tierras fueran convertidos a la fe católica. Entonces se preparó una gran expedición, surgiendo una multitud de aventureros, ávidos de oro y de una rápida fortuna. Se embarcó ganado: caballos y cerdos —desconocidos en el Nuevo Mundo—, así como semillas y utensilios agrícolas. En septiembre de 1493 partió el almirante de Cádiz para las Canarias con 17 naves, que llevaban 1.200 soldados, aparte de los artesanos, oficiales y algunos sacerdotes, dirigidos por el benedictino fray Bernardo Buil —1.400 hombres en total y ninguna mujer—. El almirante llevaba una comitiva de 10 escuderos y 20 criados. Hay que añadir cerca de 100 polizones que consiguieron introducirse en los barcos.
A partir de Canarias, el almirante se dirigió más al Sur que el año anterior, y, después de un venturoso viaje, llegó a una isla, a la que llamó Dominica. Al no encontrar puerto allí, desembarcó en una isla próxima, a la que se puso Guadalupe, en recuerdo de un famoso santuario español. Aquí hubieron de horrorizarse los españoles al hallar trozos de cuerpos humanos en las chozas indígenas. Habían entrado en contacto con los caribes (de aquí la palabra caníbal), los fieros antropófagos de las Antillas meridionales, cuyas flotillas de piraguas guerreras eran el terror de los tímidos y pacíficos isleños septentrionales, cayendo sobre las costas como una plaga para hacerlos cautivos: a los hombres para comérselos y a