Algernon Blackwood

El valle perdido y otros relatos alucinantes


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raro que parezca, se me quitó la ansiedad de la noche anterior. Pensé que se debía a la exageración en los detalles que suscita una reflexión en soledad. Frances y yo llevábamos más de un año de no separarnos, y su carta desde las Torres era demasiado escueta. Me pareció poco natural no saber las particularidades de emoción y humores a que estaba ya habituado, pues gozábamos de la mayor confianza y nos unía un profundo afecto. Aunque sólo era cinco años menor que yo, la trataba como si fuese una niña. Mi actitud podría calificarse de paternal. A su vez ella me atendía con una solicitud maternal que nada tenía de empalagosa. Mientras ella aún vivía no sentí el menor deseo de casarme. Pintaba acuarelas con un éxito razonable, y llevaba los asuntos de la casa; yo escribía, reseñaba libros y daba conferencias sobre estética; formábamos una pareja rutinaria de cuasi artistas, satisfechos con la vida. Mi única preocupación consistía en que se volviera sufragista o que la cautivara alguna de las teorías disparatadas que a veces se apoderaban de su imaginación, las mismas que hallaban aliento en su amistad con Mabel, por ejemplo. En cuanto a mí, ella me consideraba un poco estólido o incluso necio —no me acuerdo qué palabra prefería—, pero nuestras diferencias de opinión rompían la monotonía y las discusiones jamás se volvieron disputas. Tomando bocanadas del frío aire otoñal me sentí fresco y estimulado, como si saliera de vacaciones a un ambiente de comodidad al finalizar el viaje, sin tener que cuidar cada centavo.

      Sin embargo, mi corazón se vino abajo tan pronto tuve la casa a la vista. El largo camino flanqueado por araucarias hostiles y secoyas formales y solemnes no era distinto de los caminos en miniatura que conducían a un millar de “residen­cias” semiadosadas. La aparición de las Torres después de una curva sugería un lugar común como remate de una historia iniciada con interés, casi con emoción. Una villa se había fugado una noche de la sombra de Crystal Palace, viajando a empellones mientras crecía monstruosamente bajo lluvias abundantes, y llegó para quedarse. Las hiedras cubrían un opulento muro rojo de tabiques, pero con una pulcritud que tenía el efecto de desfigurarlo, como la falsedad de una prisión o un asilo de huérfanos —la comparación me provocó una sonrisa. No se veía la menor traza de la espontaneidad silvestre de las enredaderas, obligadas a crecer bajo tijeras y ataduras, entrenadas y precisas, como en un templo protestante recién estrenado. Puedo jurar que en ninguna parte había un solo nido de pájaros, ni una avefría que volara solitaria. En el porche las enredaderas aumentaban su densidad y ahogaban una lámpara del siglo XVII, un contraste en verdad horroroso. En el lado más lejano de la casa se erigían invernaderos de vidrio; al contemplar las numerosas torres a las cuales el lugar debía su apelativo uno pensaba inevitablemente en campanas para llamar a la escuela; los alféizares de las ventanas, repletos de flores en macetas, me recordaron los suburbios desolados de Brighton o Bexhill. La casa ocupaba una posición dominante sobre la cima de un cerro, desde donde se extendían muchos kilómetros de bosque ondulante al sur, hacia los Downs. En cambio, por el lado posterior, orientado al norte, los saludables y estimulantes vientos nórdicos se detenían en gruesos macizos de encina, acebo y aligustre, de tal modo que, a pesar de ubicarse en lo alto, la casa quedaba encerrada. Desde la última vez que puse los ojos en ella pasaron tres años, pero el recuerdo nefasto que llevé conmigo estaba justificado por la realidad: era un lugar detestable.

      Tengo por costumbre expresar audiblemente mi opinión cuando recibo impresiones lo bastante fuertes para ameritarlo. A pesar de eso, solamente suspiré “¡Ay de mí!” cuando saqué las piernas de una multitud de frazadas y entré en la casa. Me recibió una recamarera alta con actitud de granadera, y tras ella vi a la señora Marsh, el ama de llaves, cuyo rasgo más memorable era el aspecto desordenado de sus cabellos negros, como si se los hubiese quemado. Entré cuanto antes a mi habitación, pues la dueña estaba vistiéndose para la cena, pero Frances acudió a verme justo cuando luchaba con mi corbata negra, anudada como agujeta de zapato. Ella la compuso en un lazo pulcro y eficiente, y mientras yo tenía la mandíbula alzada para dicha operación, mirando al techo, sentí —me pregunto si tal vez por haberme toca­do ella— que algo temblaba en su cuerpo. Tal vez sea más apropiado decir que algo se encogía en ella. Su rostro y su conducta no revelaban nada de eso, ni tampoco su charla agradable y fácil mientras arreglaba mis cosas y me reñía por hacer mal la maleta, como de costumbre, preguntándome sobre los sirvientes del departamento. Las blusas resultaron ser las correctas, pero llegaron arrugadas, así que merecí ser reprendido. Pero sus palabras no expresaban ni siquiera impaciencia. A pesar de todo, permaneció en mi mente la sugerencia de una reserva encogida, de algo suprimido. Había pasado sin mí unos cuantos días, por supuesto, pero yo percibía otros motivos. Le agradó que yo fuera a acompañarla, pero por alguna razón de la cual prefería no hablar, también deseaba que hubiese permanecido en el departamento. Hablamos de las novedades ocurridas durante nuestra breve separación, y se me fue olvidando aquella leve impresión inicial. Me fue asignada una recámara grande y bien amueblada; cabrían en ella la sala y el comedor de nuestro hogar. No obstante, no era un sitio donde pudiera ponerme a trabajar. Tenía una atmósfe­ra de no permanencia, y me provocaba la sensación de estar de paso, como en un cuarto de hotel. Claro está que ésa era precisamente mi situación. Pero algunas habitaciones expresan una hospitalidad duradera, bien establecida, incluso en algunos hoteles. No era el caso ahí. Como tenía el hábito de trabajar en el mismo sitio en que dormía, al menos cuando estaba de visita, debo haber fruncido el ceño ligeramente.

      —Mabel te ha preparado un cuarto de trabajo al lado de la biblioteca —anunció Frances la clarividente—. Nadie te mo­lestará ahí y tendrás quince mil libros catalogados a tu alcance. Además, hay una escalera privada. Puedes tomar el desayuno en tu recámara y bajar en bata, si te apetece.

      Se rio al decir las últimas palabras. Tan disparatadamente como empeoró, mi humor empezó a mejorar.

      —¿Y tú cómo estás? —inquirí mientras le daba un beso tardío—. Qué alegría estar juntos de nuevo. Admito que me sentía un poco perdido sin ti.

      —Eso es natural —repuso y rio—. Me da mucho gusto.

      La vi con buen aspecto y color en las mejillas debido a los aires del campo. Me informó que comía y dormía bien, daba paseos con Mabel, pintaba algunos paisajes, y disfrutaba de su reposo y de un cambio completo. Sin embargo, su valiente descripción no sonaba del todo genuina, sobre todo las últimas palabras. Persistía la impresión de que en su conducta se ocultaba exactamente lo opuesto: inquietud, retroceso, casi ansiedad. Algunas amarraduras de su persona, por lo visto, sufrían demasiada tensión. La expresión coloquial “con los nervios de punta” cruzó mi mente. La miré acuciosamente a la cara mientras me hablaba.

      —Solamente al atardecer —agregó, al sentir mis dudas, pero evitando mirarme a los ojos— , a veces me resulta pesado, y me cuesta trabajo mantenerme despierta.

      —Debe ser la fuerza del aire después de vivir en Londres —sugerí—, y a ti te gusta acostarte temprano.

      Frances se dio vuelta para mirarme directamente.

      —Por el contrario, Bill, no me agrada ir a la cama aquí… Mabel se acuesta demasiado temprano.

      Usaba un tono ligero al hablar, tocando sin ninguna finalidad las cosas en desorden sobre la mesa de mi recámara, lo cual me dio a entender que sus pensamientos andaban por otros caminos. De repente desplazó la vista, que tenía fija sobre el cepillo y las tijeras, para encararme.

      —Billy —dijo abruptamente bajando la voz—, por raro que te parezca, odio dormir sola aquí. No lo entiendo. En mi vida jamás había sentido algo similar. ¿No te parece absurdo?

      Una vez más se rio, pero con los labios solamente y no con los ojos. Percibí una nota desafiante, pero no la entendí.

      —En una naturaleza como la tuya, Frances, cualquier emoción intensa siempre tiene sentido —repliqué, deseando tranquilizarla. Sin embargo, también yo respondía tan sólo con los labios, pues mis pensamientos trabajaban en otros asuntos con gran inquietud. Me encontré un tanto desconcertado. No estaba seguro de qué manera continuar la conversación; si me reía, ya no me seguiría contando nada. Pero si la tomaba demasiado en serio, las amarraduras se pondrían todavía más tensas. Mis instintos me mostraron enseguida que algo de lo que ella experimentaba yo lo había sentido también, aunque mi interpretación