Algernon Blackwood

El valle perdido y otros relatos alucinantes


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cuando me mostró la habitación y me enseñó el catálogo de la biblioteca en diez tomos, durante la única visita que hizo durante mi estancia en su casa—. El silencio es absoluto, y aquí nadie lo molestará.

      —Si no puedes, Bill, entonces no sirves como autor —bromeó Frances, que tenía a Mabel tomada del brazo—. ¡Hasta yo podría escribir en una habitación como ésta!

      Examiné con agrado las mesas amplias, las pilas de papel secante, las reglas, la cera para sellos, los cuchillos para pa­pel y el resto de una parafernalia inmaculada.

      —Me parece perfecto —repuse con una emoción secreta, pero al mismo tiempo sintiéndome un poco tonto. Ese lugar era para Gibbon o Carlyle, no para mis chapuzas literarias.

      —Si no logro escribir aquí mis obras maestras, no será por culpa suya —dije, volviéndome a la señora Franklyn. Ella me miró directamente, con una interrogación en sus ojitos grises que yo no entendí. ¿Acaso se daba cuenta del efecto que me producía la habitación?

      —Aquí podrá escribir tal vez una historia de la casa —dijo ella—. Thompson le traerá cualquier cosa que le pida usted; sólo necesita tocar el timbre.

      Señaló un timbre eléctrico sobre la mesa central, con el cable ajustado a una de las patas.

      —Nadie ha trabajado aquí antes, y la biblioteca apenas se ha usado desde que fue instalada. Así que su imaginación no será afectada… adversamente.

      Nos reímos los tres.

      —Bill no es de esa clase —dijo mi hermana, mientras yo tan sólo deseaba quedarme a solas para arreglar mi nidito y ponerme a trabajar.

      Pensé, por supuesto, que la enorme biblioteca me escuchaba y me causaba sentimientos de insignificancia: los quince mil libros callados y vigilantes, los pasillos solemnes, las repisas profundas y elocuentes. Una vez que las mujeres se fueron y me quedé solo, comenzó a descender la verdad sobre mí, y sentí los primeros indicios de desconsuelo que más adelante habrían de congregarse en un “no” rotundo e imperativo. La mente se cerró y las imágenes dejaron de fluir. Leí y tomé muchas notas, mas no escribí un solo renglón en las Torres. Ahí no era posible completar nada. Nunca pasaba nada.

      El sol matutino inundaba la biblioteca a través de diez ventanas largas y angostas; cantaban los pájaros; el aire otoñal, enriquecido por un vago aroma de la melancolía de noviembre que estimula de modo agradable la imaginación, llenaba mi antecámara. Me asomé para contemplar el paisaje ondulado del bosque, cercado a lo lejos por las extensiones descendientes de los Downs, y me llegó un poco de sabor a mar; los grajos graznaban en sus vuelos sobre los olmos, y en los meandros del río descansaban perezosas unas vacas. Doce veces quise formar mi nido y prepararme para trabajar, y doce veces, como un perro que da vueltas fastidiosas tras su propio rabo, cambiaba de lugar la silla, los libros y mis papeles. Un motivo residía en la tentación del catálogo y los estantes de la biblioteca, una seducción fácil de resistir, por supuesto, pero existían otras razones. Mi trabajo, ade­más, no era la composición creativa que requiere absorción total, sino una presentación legible de datos acumulados por mí. Mis cuadernos contenían una multitud de hechos listos para tabularse y, por añadidura, tales hechos atraían mucho mi interés. No precisaba sino un pequeño esfuerzo de voluntad y una concentración fácil de lograr. Y, sin embargo, quedaba fuera de mi alcance: todo el tiempo algo desordenaba mis datos… y acabé sentado a la luz del sol, hojeando una docena de libros que extraje de las repisas de afuera, disfrutando sólo a medias mis lecturas y molesto conmigo mismo. Me llené de inquietud y deseo de estar lejos de ahí.

      Aun en medio de mis lecturas mi atención se dispersaba. Por turnos o simultáneamente Frances, Mabel, su extinto esposo, la casa y sus terrenos se presentaban entre mis pensamientos sin ser invitados, obstaculizando cualquier flujo de trabajo. Tales imágenes aparecían en desorden, pero como fragmentos de algo mucho mayor que mi mente deseaba tantear inconscientemente. Revoloteaban, en torno a lo que se escondía, aspectos e interpretaciones fugitivas que por sí solas no ofrecían una revelación completa. No lograba adosar a aquellas emociones adjetivos tales como agradable o desagradable, tan sólo que el resultado siempre quedaba en suspenso. Se hundía en una atmósfera como de sueño y persistía sin que yo pudiera disiparla. Algunas palabras o frases de mi lectura enviaban preguntas que me asediaban la mente, una señal indudable de que parte de mi persona se hallaba insegura y sin reposo.

      Preguntas triviales, además, interrogatorios medio tontos, como los de un niño curioso que desea entender. ¿Por qué a mi hermana le daba miedo dormir sola, y por qué su amiga sentía la misma repugnancia y sin embargo intentaba vencerla? ¿Por qué carecía de comodidad el sólido lujo de la mansión, y por qué su refugio no inspiraba permanencia? ¿Por qué la señora Franklyn nos invitó a nosotros, artistas, vagabun­dos no creyentes, tipos completamente distantes de los corderos redimidos que formaban la congregación de su marido? ¿Acaso reaccionaba a la histeria de su conversión? Nunca aprecié en ella signos de fervor religioso; su carácter correspondía a una mujer ordinaria, de aspiraciones convencionales, aunque una mujer de mundo. Tal vez le faltaba un poco de vida; pensándolo bien, nunca tuve una impresión definida de ninguna especie sobre ella, y mis ideas surgían con vaguedad a partir de esos datos frágiles.

      Cerré mi libro y dejé que tales ideas siguieran su curso, pues mis reflexiones me llevaron a descubrir que no lograba verla con ninguna claridad. Me evadían su alma y su personalidad. Su rostro, sus pequeños ojos pálidos, su vestido, su cuerpo, su modo de andar; todo eso se me presentó como en una fotografía, pero su yo se me escapaba. No parecía estar en ninguna parte: carecía de vida, era una sombra vacía; nada. Me repelía esa imagen y la hice a un lado. Al instante se esfumó, como si al pensar a la ligera yo hubiera conjurado un fantasma sin existencia real. Y al mismo tiempo mis ojos la captaron mientras pasaba frente a la ventana, andando silenciosa por el camino de grava. Mientras la seguía con la vista me vino una nueva sensación. “Ahí va una prisionera”, fue mi pensamiento inmediato, “una que necesita huir, pero no puede.”

      No sé de dónde salió semejante noción disparatada. Ella eligió volver a esa casa, gozaba de dos herencias y el mundo se abría a su paso. No obstante, permanecía infeliz, asustada, cautiva. Todo eso surgió en mi cabeza y causó una impresión penetrante antes de desecharlo por absurdo. Sin embargo, poco después logré dar con una explicación, aunque no menos disparatada que la primera. Se vio obligada mi mente, siendo lógica, a manifestarse de alguna manera. La señora Franklyn, vestida para salir al campo, con gruesas botas de caminante, un palo con punta y gorra de motorista cubierta por un velo para andar por caminos ventosos, se contentaba obviamente con no ir más lejos de los modestos senderos del jardín. El vestuario era falso, una pretensión. Eso, aunado a sus movimientos ágiles y rápidos, sugería una criatura enjaulada, domada mediante la crueldad y el miedo disfrazados de bondad. Andaba de un lado a otro, sin saber por qué mo­tivo no podía ir más allá de las mismas rejas que repetidamente le impedían el paso en el mismo lugar. Mabel tenía la men­te encerrada en una jaula de ésas.

      La observé recorrer los senderos y bajar los escalones de una terraza a otra, hasta que me la ocultaron los laureles; a esa imagen momentánea se asoció un indicio de algo ligeramente desagradable, de lo cual mi mente no encontró explicación, por más que lo intenté. Recordé asimismo ciertos detalles adicionales que fueron añadiéndose a la imagen por cuenta propia, sin que los buscara. A veces las piezas de un rompecabezas se unen de ese mismo modo, como revelación, sin buscar pistas deliberadamente; durante unos segundos solamente, opacado antes de que tuviera oportunidad de considerarlo, apareció un pensamiento fuerte y angustioso que no puedo describir más que como una sombra: oscura y fea, opresiva, con bordes desgarrados violentamente que sugerían dolor, lucha y terror. Mi memoria la asoció con dos filas de celdas ocupadas por condenados en el interior de una prisión que visité hace años en Nueva York, sin saber cómo explicar esa conexión. Los “detalles” antes mencionados eran los siguientes: en la charla de sobremesa de la noche anterior, la señora Franklyn habló invariablemente de “esta casa”, sin llamarla nunca “hogar”, y acentuó, sin que fuera necesario para una mujer bien educada, nuestra “enorme bondad” al aceptar pasar tanto tiempo con ella. En otra ocasión, respondió