Algernon Blackwood

El valle perdido y otros relatos alucinantes


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querida Frances —balbuceé sin saber qué decir o pensar, mientras recordaba la sensación de “leer entre líneas” en su carta—. Quiero decir, tú haces los bocetos a tu manera habitual y… el resultado aparece por su cuenta, por decirlo así.

      Asintió, abriendo las manos como los franceses.

      —No necesitamos quedarnos con el dinero, Bill. Podemos regalarlo, pero… debo aceptarlo o irme de aquí.

      Volvió a encogerse de hombros. Se sentó en una silla frente a mí y se puso a mirar la alfombra.

      —¿Dices que se produjo una escena? —continué—. ¿Ella insistió?

      —Me rogó que continuara —repuso mi hermana en voz muy baja—. Ella cree que… es decir, tiene la idea o teoría de que algo anda mal con este lugar.

      Frances se interrumpió tartamudeando. Sabía que yo no apoyaba teorías sin fundamento.

      —Es por algo que siente, entonces —le ayudé, con más que curiosidad.

      —Oh, sabes a qué me refiero, Bill —dijo, desesperada—. Que el lugar se halla saturado por alguna influencia que ella es demasiado estúpida y positiva para interpretar. Trata de volverse más negativa y receptiva, como ella dice, pero por supuesto no puede. ¿No has notado lo aburrida e impersonal que parece, como si no tuviera ningún carácter? Piensa que con ese método le llegarán impresiones, pero no sucede así…

      —Es natural.

      —Por eso lo intenta a través de mí, o de nosotros, lo que ella denomina temperamento artístico, que es más impresionable. Afirma que mientras no tenga la más completa certeza sobre esta influencia, no podrá enfrentarla, sacarla de aquí. “Poner la casa en orden”, es la frase que ella usa.

      Al recordar mis propias impresiones me sentí más indulgente de lo normal. Traté de quitar el tono de impaciencia a mi voz:

      —Y dicha influencia, ¿qué es? ¿De quién sale?

      Pronunciamos el pronombre juntos, pues yo también respondí a mi propia pregunta:

      —De él.

      Ambos indicamos con la cabeza el suelo, pues el comedor quedaba directamente bajo la habitación.

      Se me hundió el corazón, al mismo tiempo que mi curiosidad se esfumaba, dando lugar al aburrimiento. La vulgaridad de una casa embrujada era lo último que podría parecerme interesante. La idea me exasperaba, con sus insinuaciones de imaginación, nervios exacerbados, histeria y cosas por el estilo. La decepción se mezclaba con mis otras emociones. Jamás podría ver ciertas figuras o sentir “presencias”, intercambiando día tras día incidentes extraños; eso me causaba una forma persistente de fatiga.

      —En realidad, Frances —añadí después de una breve pausa—, esa explicación es demasiado improbable. Las maldiciones corresponden a los cuentos de la primera época victoriana.

      Tan sólo por hallarme persuadido de que existía algo que valía la pena descubrir, pero ciertamente no eso, me guardé de sugerir que termináramos nuestra estancia de inmediato, o tan pronto como pudiéramos, sin ser groseros.

      —No se trata de casas embrujadas en este caso; tiene que haber otras causas —concluí con vehemencia, y puse de golpe la mano encima de su odioso portafolios.

      No obstante, la réplica de mi hermana volvió a despertar mi curiosidad.

      —Eso es lo que esperaba que dijeras. Mabel dice exactamente lo mismo. Él forma parte de ello, pero hay algo más, mucho más fuerte y complicado.

      Parecía aludir a los bocetos, y aunque capté lo que ella deseaba inferir no quise decir nada, pues no deseaba hablar de eso con ella en aquel momento, ni en ningún otro, en realidad.

      Me limité a mirarla y escuchar lo que me decía. Hacer preguntas no serviría de nada, desde luego. Era mejor dejar que ella se expresara en sus propias palabras.

      —Él es una influencia, la más reciente —continuó ella hablando con lentitud y mucha calma—, pero por debajo hay varias capas más profundas. Si tan sólo se tratara de él, algo sucedería. Pero nunca pasa nada. Esas cosas lo impiden o lo estorban, como si lucharan entre sí por ganar predominio.

      Eso mismo había sentido yo; la idea era en realidad horrible. Me estremecí.

      —Es lo más feo de todo, que nunca pase nada —continuó ella—, sólo la apariencia de que está a punto de suceder, siempre en la orilla seca de una consecuencia que jamás se materializa. Es una tortura. Mabel está en las últimas. Cuando me rogó… mis sentimientos en torno a los bocetos… quiero decir…

      Volvió a interrumpirse tartamudeando, igual que un momento antes. La paré abruptamente; yo la había juzgado demasiado pronto. El raro simbolismo de sus pinturas, pagano, pero sin ninguna inocencia, era resultado de una mezcla. No fingí entender, pero por lo menos pude ser paciente y quise discutir. Hablamos un poco más, pero de otros temas, sin aludir a nuestra anfitriona ni a las pinturas ni a teorías descabelladas ni tampoco a él. Sin embargo, las emocio­nes que Frances lograba mantener reprimidas, escondidas entre sus frases, lo mismo que entre líneas en su carta, volvieron a estallar y la sacudieron de pies a cabeza:

      —En tal caso, Bill, si ésta no es una simple casa embrujada, ¿qué es?

      Sus palabras eran corrientes, pero la emoción residía en la voz trémula con que hablaba, en la manera en que se inclinó hacia delante y puso las manos sobre las rodillas, palideciendo un poco mientras sus ojos valientes me interrogaban y buscaban los míos con una ansiedad que bordeaba el pánico. En aquel momento se instaló bajo mi protección. Mi rostro se contorsionó. Ella prosiguió, bajando aún más su voz, aunque poniendo gran énfasis:

      —¿Y por qué nunca pasa nada? Si tan sólo algo sucediera y rompiera la tensión sería un alivio. Lo que resulta insufrible es la espera.

      Todo su cuerpo se estremeció al hablar, y a sus ojos aso­mó un toque irracional. Yo habría ofrecido mucho a cambio de una respuesta en verdad satisfactoria. Busqué frenético durante unos segundos, pero en vano. No pude encontrar nada que responder. Sentía lo mismo que ella, pero con algunas diferencias. No vislumbraba ninguna explicación definitiva. No pasó nada. Por más que quisiera tirar todo el asunto a la basura, donde la ignorancia y la superstición descargan sus hierbas ponzoñosas, no me era posible hacerlo con honestidad. Si le diera a Frances el mismo trato que a una niña con una explicación insuficiente, tan sólo dañaría su confianza en mi capacidad de protegerla, que había solicitado tan afectuosamente, además de ser débil y deshonesto conmigo mismo, al negar que yo sentía la tensión y la lucha al igual que ella. Mientras seguía buscando mentalmente, le devolví la mirada en silencio, y de pronto Frances, con más honestidad y perspicacia que yo, dio la respuesta a su propia pregunta, aunque yo no supe apreciar hasta qué punto era adecuada y verdadera:

      —Yo creo, Bill, que es demasiado grande para que pueda suceder aquí o en cualquier otro lugar, ¡todo junto es demasiado horrible!

      Era muy fácil hacer a un lado lo que ella señalaba, demostrando su falta de sentido, como habría procedido en cualquier otra ocasión o lugar. Sin duda, ése era mi deber, pero las vívidas impresiones recibidas a lo largo de la semana me lo impidieron. Mi estrechez de criterio quedó así evidenciada de nuevo. No podemos entender al otro más que en aquello que también nosotros llevamos por dentro. Sin embargo, su explicación me sonó verdadera, en cierta medida. Apuntaba al conflicto y la lucha que mis ideas sobre la Sombra no toma­ban en cuenta.

      —Puede ser —repuse sin poderme comprometer más, esperando en vano que ella dijera algo—. Pero tú dijiste hace un momento que percibías “varias capas”. ¿Te refieres a que cada una de tales influencias lucha por ganarles a las otras?

      Utilicé sus términos para disimular mi propia pobreza de ideas. La terminología era lo de menos, a fin de cuentas, siempre y cuando pudiésemos alcanzar una noción deseable.

      Sus ojos me respondieron afirmativamente.