Algernon Blackwood

El valle perdido y otros relatos alucinantes


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mientras la trato de ordenar.

      Los tres íbamos subiendo las escaleras para acostarnos, y sin saber a qué se refería decidí no hablar más del tema, pues sentí que pisaba un terreno delicado. Frances no añadió una sola palabra. Se me ocurrió que “vivir” hubiera sido un término más natural que “permanecer”. Recuerdos insignificantes, y, sin embargo, por algún motivo acudían a mi memoria justo en aquel momento… Al acompañar a Frances a su cuarto, para asegurarme de que no se sintiera sola o nerviosa, pensé que por supuesto la señora Franklyn tuvo que hablar con ella confidencialmente de cosas que yo, como hermano de la visita, no compartía. Frances no me hizo ningún comentario, aunque con facilidad pude haberla presionado, cosa que no quise hacer por considerar una falta de lealtad hablar de nuestra anfitriona y su casa tan sólo porque estábamos juntos bajo el mismo techo.

      —Si me da miedo, Bill, te llamo —me dijo riéndose al despedirnos, pues mi habitación estaba frente a la de ella, al lado opuesto del gran corredor. Me fui a dormir pensando en lo que la señora Franklyn quiso dar a entender cuando dijo “mientras la trato de ordenar”.

      Durante mi segunda mañana en la antecámara de la biblioteca, rodeado de pliegos de papel folio y secantes inmaculados, totalmente inútiles para mí, tales sugerencias retornaron a mi discernimiento y ayudaron a delinear la gran Sombra indefinida ya mencionada. Con el agua al cuello, casi ahogada en dicha Sombra, se erguía mi anfitriona con su ropa de caminante. Imaginé que Frances y yo nadábamos para ir en su auxilio. La Sombra tenía suficiente magnitud para abarcar la casa y los terrenos, pero no logré ir más allá… Hice a un lado tales consideraciones y volví a la lectura del libro que había tomado prestado el día anterior. Pero antes de dar otra vuelta a la página, otro detalle preocupante saltó ante mí: la figura de la señora Franklyn en la Sombra no estaba viva. Flotaba inerme, como una muñeca o un títere sin vida propia. Eso me pareció patético y al mismo tiempo espantoso.

      En tales sueños lúcidos, no guiados por la voluntad, por supuesto que cualquiera podría conjurar imágenes igual de ridículas. Así se explican las incongruencias de los sueños; me limito a registrar la imagen tal como se me presentó. No tiene caso consignar que se quedó en mi interior durante varios días, como suele suceder con los sueños más vívidos, y rehusé darle más vueltas. Lo más curioso fue que a partir de aquel día comencé a sentir la disposición, aunque aún no el deseo, de partir. Digo “partir” a propósito; no me acuerdo del momento en que la palabra cambió a otro concepto mu­cho más radical y frenético: escapar.

      V

      EN AQUELLA MANSIÓN CAMPESTRE con alma de villa disfrutamos de una paz deliciosa. Frances retomó su pintura, aprove­chando lo propicio del clima para salir a elaborar bocetos de flores, árboles y recovecos del bosque, el jardín e incluso la casa cuando alguna parte del edificio se asomaba sugestivamente tras las plantas. La señora Franklyn siempre andaba ocupada en diversas actividades y no inter­fería con nosotros, salvo para proponer un paseo en auto o tomar el té en otro rincón del jardín y cosas por el estilo. Andaba por todas partes, al parecer sin hacer nada, pero con alguna preocupación. La casa la absorbía. No se presentaron visitas. Por una parte, ella aún no anunciaba su regreso del extranjero; por la otra, creo que los vecinos —los vecinos del marido— quedaron desconcertados cuando cesaron las buenas obras. Las reuniones de brigadas y sociedades de templanza dejaron de celebrarse en el salón grande, y el vicario condujo las salidas de alumnos a otros campos, sin ofrecer ninguna explicación. Los únicos recordatorios del hombre que antes vivió en la casa eran su retrato de cuerpo entero en el comedor y la presencia del ama de llaves con los cabellos “chamuscados”. La señora Marsh conservaba su puesto en silencio, sin duda bien pagada, y no daba señales de aquella censura disimu­lada que podría haberse esperado de su parte. En realidad, nada sucedía digno de tal desaprobación, dado que ninguna cosa “mundana” penetraba la casa o sus alrededores. Mientras vivió su amo, la señora Marsh desempeñaba el papel de otra “alma salvada del fuego” en las congregaciones de evangelistas, y tenía por costumbre testimoniar gritando mientras él adornaba la plataforma para conducir los torrentes de oraciones. A veces la observé en las escaleras, donde se quedaba flotando de un lado a otro, mirando y escuchando por partes iguales, y advertí que esa mujer representaba un vínculo con la influencia de su prejuiciado patrón. Entre nosotros, ella era la única persona que pertenecía a la casa y parecía consi­derarla su propio hogar. Cuando la veía hablar, siempre res­petuosa y correcta, con la señora Franklyn, yo detectaba que, a pesar de su actitud nada agresiva, ejercía cierta influencia para que su patrona se quedara en el edificio para siempre, para que viviera ahí. Impedía la fuga, obstaculizaba que “la tratara de ordenar”, frustraba en lo que le era posible su voluntad de ser libre. Tales ideas tenían un carácter fugaz. Sin embargo, en otra ocasión, cuando bajé tarde por la noche para tomar un libro de la antecámara de la biblioteca y me topé con ella sentada en soledad en el vestíbulo, me dio una impresión contraria a la fugacidad. Nunca olvidaré el efecto sumamente desagradable que tuvo sobre mí. ¿Qué podía estar haciendo ahí, a las once y media de la noche, sola en la oscuridad? La vi tiesa en una silla grande, justo bajo el reloj. Me llevé un susto, pues era demasiado raro e incongruente. Al darme vuelta para subir las escaleras se levantó en silencio y me preguntó respetuosa, con los ojos vueltos al suelo como siempre, si ya había terminado con la biblioteca para echar los cerrojos. Eso fue todo, pero aquella experiencia se quedó en mi memoria, marcada por la aversión.

      Por supuesto, tales impresiones diversas me llegaban en momentos raros, no en una sola sucesión, como las describo aquí. Después de tres días pude trabajar con bastante intensidad, no escribiendo, como ya expliqué, sino leyendo, tomando notas y localizando materiales en la biblioteca para usar en el futuro. Esos curiosos destellos se producían al azar y me tomaban por sorpresa, y a veces con sobresalto, pues probaban que la Sombra se mantenía en mi inconsciente y que sus causas quedaban lejos del alcance de mi percepción, dejándome inquieto mientras trataba de “anidar” en un lugar donde no era deseado. El trabajo del cerebro no se realiza bien a menos que su parte más profunda se halle en armonía, y eso explica mi incapacidad para escribir. En verdad, todo el tiempo me dedicaba a buscar algo que no lograba encontrar, una explicación que me evadía continuamente. No contaba más que con aquellos indicios triviales. No obstante, amontonados lograban entre todos definir un poco a la Sombra. Me fui dando mejor cuenta de que su existencia era por completo real. En esta parte de mi narración apenas he mencionado a Frances o a mi anfitriona, ya que contribuyeron poco o nada a lo que estoy describiendo. Por fuera llevábamos una vida tranquila, normal y rutinaria. La conversación se mantenía dentro de una banalidad absoluta, sobre todo la de la señora Franklyn. Nada de lo dicho sugería alguna revelación. Las dos se hallaban al interior de la Sombra, y ambas lo sabían, pero se abstenían de toda interpretación. No dudo que hablaran en privado, pero sobre eso no puedo proporcionar ningún detalle.

      Pasaron diez días de una estancia común y corriente antes de toparme cara a cara con una rareza que desafiaba cualquier intento de captura. “Hay algo aquí que jamás sucede”, fue la oración pronunciada por mi mente, “y por tal razón ninguno se atreve a mencionar el tema.” Al mirar por la ventana a las vulgares aves negras, con los dedos de las patas flexionados, picoteando en busca de sus gusanos, entendí con claridad que aun ellas, lo mismo que cada cosa, ya fuese grande o pequeña, en la casa y su terreno, quedaba bajo el signo de lo raro, y lo raro tenía el efecto de deformarla. En su totalidad, la vida ahí se reducía a una atmósfera castrada, sin crecimiento ni poder. Los dones de Dios nada significaban; se ignoraba Su amor por la alegría, en el jardín no se cantaba ni se danza­ba. Su contenido era el odio. Mi mente se apresuró a concluir: “la Sombra es una manifestación del odio, y el odio es el Diablo”. Supe que llegaba en parte a la verdad y tuve miedo.

      Dejé los libros y salí: vi un cielo nublado, pero el día no tenía nada de triste. La luz filtrada por las nubes le daba un tono cálido, casi veraniego. Sin embargo, contemplé el territorio al desnudo, pues por fin entendí. El odio significa pelea, y entre ambas fuerzas se teje la capa con que se viste el terror. Yo no poseía creencias religiosas ni compartía las series de dogmas denominadas credos, así que